Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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– Es muy importante que aprendáis las relaciones de los Cinco Elementos -decía- porque la armonía del universo se basa en ellas y es la armonía lo que permite la vida. De este modo, recordad que el elemento fuego se asocia también con la luz, el calor, el verano, el movimiento ascendente y las formas triangulares; el agua, con lo oscuro, el frío, el invierno, la forma ondulante y el movimiento descendente, el metal, con el otoño, la forma circular y el movimiento hacia el interior; la madera, con la primavera, la forma alargada y el movimiento hacia el exterior; y la tierra, por último, con las formas cuadradas y el movimiento giratorio. El yang nace como madera, en primavera, y alcanza su culminación con el fuego, en verano. Entonces se detiene y, al ir deteniéndose, se convierte en Yin, que aparece como tal en otoño, con el metal, y que, a su vez, alcanza su cénit en invierno, con el agua, poniéndose de nuevo en movimiento y pasando a ser yang. El elemento tierra es el que equilibra el yin y el yang. Los Cinco Elementos están asociados también a las cinco direcciones. Como la energía benéfica viene del sur su elemento es el fuego y está representado por un Cuervo Rojo; por su parte, el norte pertenece al elemento agua y su figura es la Tortuga Negra; al oeste corresponde el metal y está simbolizado por un Tigre Blanco; el este se asocia con la madera y su imagen es la de un Dragón Verde; y, por último, el centro corresponde al elemento tierra y su forma es la de una Serpiente Amarilla.

Aquello era demasiado. En menos que canta un gallo, saqué de uno de mis bolsillos mi libreta Moleskine y anoté aquel galimatías con dibujos y símbolos utilizando mis lápices de colores. Biao, sin dejar de repetir la lección en castellano y francés, según le resultase mas cómodo, me miraba como si tuviera delante al Dragón Verde o al Tigre Blanco.

Aunque el maestro hablaba con parsimonia y Biao se pensaba mucho algunas palabras, creo que nunca he dibujado, garabateado y ensuciado una hoja con tanta rapidez como lo hice aquel día durante aquella clase en Wudang. En realidad, todo me parecía muy interesante, una teoría que me abría un mundo de posibilidades para pintar, para crear, para trabajar las composiciones de mis futuros cuadros y no podía permitir que se me escapara ni un solo detalle. Sin embargo, por increíble que parezca, el discurso sobre los Cinco Elementos aún no había terminado ya que éstos no sólo tenían una intensa y complicada vida propia sino que, además, se relacionaban entre sí de maneras muy originales:

– Los Cinco Elementos están sujetos a los ciclos creativo y destructivo del yin y el yang -explicaba calmosamente el maestro-. Cada uno de ellos puede ser nutrido por su aliado y aniquilado por su contrario. En el ciclo creativo, el metal genera el agua, el agua genera madera, la madera genera fuego, el fuego genera tierra y la tierra genera metal. En el destructivo, el metal destruye la madera, la madera destruye la tierra, la tierra destruye el agua, el agua destruye el fuego y el fuego destruye el metal.

Se había creado tal batiburrillo de conceptos en mi cabeza que ya no era capaz de entender lo que iba traduciendo Biao. Me conformaba, desde luego, con tenerlo anotado. Algún día, en París, todo aquello daría su fruto y la gente nunca sabría el origen de mi inspiración, como no sabían tampoco que el llamado Cubismo, inventado por mi compatriota Picasso, había nacido de una exposición de máscaras africanas que él había visitado en repetidas ocasiones en el Museo de la Humanidad de París. Sólo hacía falta ver las caras de su famoso cuadro Las señoritas de Avignon, primer lienzo cubista del mundo, para descubrir cuánto le debía Pablo al arte africano.

De todas formas, y viendo el angustioso aburrimiento del pobre Biao, pensé que ya estaba bien de filosofía taoísta por un día y que era hora de ponernos de nuevo en marcha para encontrar un monje que tuviera ganas de charlar con una extranjera y un niño sobre los objetivos de su vida. Guardé mi libreta -mi más preciado tesoro- en uno de los muchos bolsillos de mis calzones chinos y, con los pies todavía húmedos, recuperamos nuestras sombrillas de papel aceitado que aún chorreaban agua de lluvia sobre el suelo de piedra. Aquel tiempo era una calamidad y no parecía que fuera a parar de llover en los próximos días.

Como era de esperar, el niño y yo tuvimos muy poca suerte. Cerca del mediodía nos sentamos junto a una vieja monjita que pasaba el tiempo contemplando los picos de las montañas cercanas sentada con las piernas cruzadas sobre un bonito cojín de satén en la entrada de un templo. Era tan vieja y tan diminuta que los ojos apenas se le distinguían entre las arrugas de la cara. Llevaba el pelo canoso recogido en un moño y las uñas muy largas. La pobre mujer desvariaba. Decía que había nacido bajo el mandato del Cielo del emperador Jiaqing [35]y que tenía ciento doce años. Quiso saber nuestro lugar de origen pero no pudo comprender el mío pues, para ella, fuera del Imperio Medio no existía nada y, por lo tanto, yo no podía venir de allí. Hizo un gesto despectivo con la mano para darme a entender que yo era una mentirosa y que no iba a creerse mis ridículas falsedades. Antes de que la conversación se estropease, quise que Biao le preguntara, con todo el respeto del mundo y destacando mucho que, a una edad tan avanzada como la suya y con tanta experiencia, seguramente sus palabras resolverían mis dudas, si conseguir la longevidad era más importante que tener buena salud.

La anciana se revolvió en su cojín y dejó ver unos ojillos blanquinosos antes de decir, muy enfadada:

– ¡No entiendes nada, pobre tonta! ¡Vaya pregunta! ¡Lo más importante de la vida es la felicidad! ¿De qué te sirve la salud o la longevidad si eres desgraciada? Aspira siempre y ante todo a la felicidad. Sea tu vida larga o corta, saludable o enfermiza, procura ser feliz. Y, ahora, dejadme. Estoy cansada de tanto hablar.

Nos despidió con un gesto y se concentró nuevamente en las montañas cercanas. Lo cierto es que no debía de verlas en absoluto: estaba claro que la cortina blanca que velaba sus ojos la había dejado ciega mucho tiempo atrás. Sin embargo, sonreía mientras Biao y yo nos alejábamos en dirección a nuestra casa. Realmente, parecía feliz. ¿Sería la felicidad el primer ideograma que podíamos colocar en su sitio?

Encontré a Lao Jiang en el cuarto de estudio del piso superior, leyendo al calor de un brasero de carbón. Ambos estuvimos de acuerdo en que había que empezar por ahí. Sin duda, la aspiración principal de cualquier ser humano era la felicidad y, aunque nos costara comprenderlo, los monjes de Wudang, con su vida retirada, también deseaban lo mismo.

– Lo malo es que sólo tenemos una oportunidad -comenté-. Si nos equivocamos, no habrá forma de conseguir el tercer pedazo del jiance.

– No hace falta que me recuerde lo evidente -gruñó.

– Si usted fuera muy feliz, ¿qué querría después? ¿Salud, paz o longevidad?

– Mire, Elvira -rezongó el anticuario, dejando caer la mano sobre uno de los volúmenes que tenía abiertos encima de la mesa-, no se trata sólo de averiguar cuál es el orden de prioridades vitales de los taoístas de Wudang. Esa anciana monja ha podido darle, en efecto, el primero de los cuatro ideogramas, pero lo realmente importante es conseguir pruebas que avalen esa disposición. No tenemos margen para el error. El abad no admitirá ni un solo fallo. Necesitamos pruebas, ¿comprende?, pruebas que respalden el orden de los caracteres.

En el almuerzo, al que no asistió Fernanda, tomamos fideos de harina de garbanzos, vegetales y un pan de forma y sabor extraños. Los pequeños novicios aparecieron a media tarde para llevarse los cuencos, barrer de nuevo la casa (lo hacían dos veces al día) y fumigar la habitación de estudio con unos vasos que desprendían vapor de agua aromatizado con hierbas que, al parecer, servía para proteger los libros de los gusanos que se comían el papel. Como Biao y yo no salimos aquella tarde por culpa del mal tiempo -llovía torrencialmente-, Lao Jiang nos estuvo contando algunas cosas sobre uno de los textos clásicos en los que trabajaba. Se trataba del Qin Lang Jin, escrito durante la dinastía Qin, la del Primer Emperador, que versaba sobre algo llamado K'an-yu, una filosofía milenaria muy importante que había cambiado de nombre con los siglos pasando a llamarse «Viento y agua» o, lo que es lo mismo, Feng Shui, y que trataba de las energías de la tierra y de la armonía del ser humano con la naturaleza y con su entorno. Lao Jiang, naturalmente, no había tenido tiempo de leerlo entero porque, además de ser difícil de comprender por su lenguaje arcaico y oscuro, quería hacerlo con mucha atención; estaba seguro de poder encontrar en él lo que buscábamos, ya que había descubierto repetidas menciones a los cuatro conceptos de los ideogramas.

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