Matilde Asensi - Todo bajo el Cielo

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Elvira, pintora española afincada en el París de las vanguardias, recibe la noticia de que su marido, con el que está casada por amistad, ha muerto en su casa de Shanghai en extrañas circunstancias.
Acompañada por su sobrina, zarpa desde Marsella en barco para recuperar el cadáver de Remy sin saber que éste es sólo el principio de una gran aventura por China en busca del tesoro del Primer Emperador. Sin tiempo para reaccionar se verá perseguida por los mafiosos de la Banda Verde y los eunucos imperiales, y contará con la ayuda del anticuario Lao Jiang y su sabiduría oriental en un gran recorrido que les llevará desde Shanghai hasta Xián, donde se encuentra la tumba del Primer Emperador y la última pieza del tesoro mejor guardado.

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Preocupada por la ausencia de Fernanda, cuando salimos del cuarto de estudio le dije a Biao que la buscara y la trajera inmediatamente a casa. Era muy tarde ya y la niña llevaba fuera todo el día. Además, se había marchado enfadada y triste y no quería que hiciera alguna tontería. Así que Biao partió a la carrera en busca de su Joven Ama y yo me quedé sola en el patio, bajo el porche, oyendo el potente ruido de la lluvia y mirando cómo el agua regaba las plantas y las flores. De repente, el corazón me dio un salto en el pecho y se me desbocaron las palpitaciones. Hacía tanto tiempo que no había tenido trastornos cardíacos que me asusté muchísimo. Empecé a dar vueltas como una loca de un lado a otro, luchando contra la idea de que iba a morir en aquel mismo instante fulminada por un ataque al corazón. Intentaba decirme que sólo era una de mis crisis neurasténicas, pero eso ya lo sabía y saberlo no me servía de nada. ¡Qué poco me habían durado los efectos saludables del viaje! En cuanto me había establecido de nuevo en una casa, la hipocondría se había adueñado otra vez de mí. Acallada por las distracciones de los últimos meses, la vieja enemiga se alzaba ahora poderosa aprovechando la primera ocasión. Por suerte, la niña y Biao hicieron su entrada por la puerta armando mucho alboroto y distrayéndome de mis negros pensamientos.

– ¡Ha sido estupendo, tía! -exclamaba Fernanda sacudiéndose el agua de encima como un perro. Estaba absolutamente empapada y traía las mejillas y las orejas encendidas. Pequeño Tigre la miraba con envidia-. ¡He pasado todo el día en un patio muy grande con otros novicios y novicias, haciendo una gimnasia muy parecida a los ejercicios taichi!

Lao Jiang se asomó desde la galería del piso superior con cara de pocos amigos.

– ¿Se puede saber qué ocurre?

– Fernanda ha vuelto encantada de su primer día como novicia de Wudang -comenté en tono de broma sin dejar de contemplar a la niña. Daba gusto verla tan contenta. No era lo normal.

El anticuario, de pronto muy satisfecho, empezó a bajar la escalera hacia nosotros.

– Eso es magnífico -comentó sonriente.

– Será magnífico -atajé muy seria, dirigiéndome a mi sobrina-, pero ahora vas a ir a secarte y a cambiarte de ropa antes de coger una pulmonía.

La cara de Fernanda se ensombreció.

– ¿Ahora?

– Ahora mismo -le ordené señalando con el dedo la entrada de nuestra habitación.

Como la lluvia hacía mucho ruido, mientras la niña volvía nos dirigimos hacia el cuarto de Biao, el de recibir a las visitas, y nos sentamos en el suelo, sobre cojines de raso hermosamente bordados. Lao Jiang me miraba sonriente.

– Creo que este viaje -dijo complacido- va a ser muy enriquecedor para usted y para la hija de su hermana.

– ¿Sabe lo que yo he aprendido hoy? -repuse-. La extraña teoría del yin y el yang y los Cinco Elementos.

Sonrió ampliamente, con manifiesto orgullo.

– Están conociendo ustedes muchas cosas importantes de la cultura china, las ideas principales que han dado lugar a los grandes modelos filosóficos y que han servido de base para la medicina, la música, las matemáticas…

Fernanda apareció como una tromba en ese momento, secándose el pelo con una fina tela de algodón.

– O sea -dijo mientras entraba y tomaba asiento-, estaba claro que yo no iba a entender nada, ¿verdad? Todos eran chinos y hablaban en chino y yo pensaba que aquello era una tontería. Además, llovía a mares y quería volver aquí. Pero, entonces, el maestro, el shifu, se me acercó y, con mucha paciencia, empezó a repetir una y otra vez los nombres y los movimientos hasta que fui capaz de imitarlos bastante bien. El resto de los novicios nos seguía pero, al principio, se reían de mí. Sin embargo, al ver que shifu les ignoraba y que sólo estaba conmigo, empezaron a trabajar en serio.

Tiró la larga toalla sobre una mesita de té y se puso en pie de un salto en el centro de la habitación.

– No irás a escenificarnos lo que has aprendido, ¿verdad? -me espanté. Le vi en la cara una primera reacción de rabia pero la presencia del anticuario la contuvo.

– Quisiera acompañar mañana a la Joven Ama -declaró Biao en ese momento.

– ¿Qué has dicho? -repuso Lao Jiang, mirando al niño con severidad.

– Que quiero acompañar mañana a la Joven Ama. ¿Por qué no puedo aprender yo también artes marciales?

Por muy alto que fuera, sólo tenía trece años y aquel día, conmigo, se había aburrido demasiado.

– Por supuesto que no. Tu deber es servir de intérprete a tu Ama Mayor.

– ¡Pero yo quiero aprender lucha! -protestó Pequeño Tigre, tan enfadado que me sorprendió.

– ¿Qué es esto? -bramó el anticuario, mirándome-. ¿Va usted a consentir que un criado se tome estas confianzas?

– No, claro que no -titubeé, no muy segura de lo que debía hacer. Lao Jiang se puso en pie y se acercó hasta un hermoso jarrón que descansaba sobre el suelo, en una esquina, para coger un largo tallo de bambú.

– ¿Quiere que proceda yo en su nombre? -me sugirió al ver mi cara de aprensión.

– ¿Es que va a pegarle? -exclamé horrorizada-. ¡De ninguna de las maneras! ¡Deje ese bambú!

– Usted no es china, Elvira, y no sabe cómo funcionan las cosas aquí. Incluso los altos funcionarios de la corte imperial admiten que recibir unos buenos azotes cuando lo han merecido es un castigo honroso que debe aceptarse con dignidad. Le ruego que no intervenga.

Ni que decir tiene que Fernanda y yo lloramos a lágrima viva mientras fuera, en el patio, se oía el silbido del bambú cortando el aire antes de golpear el trasero de Pequeño Tigre. Cada chasquido nos dolía a nosotras en el corazón. Desde luego, el niño se merecía un castigo, pero con mandarlo a la cama sin cenar hubiera sido suficiente. En China, sin embargo, una ancestral costumbre ordenaba que los criados que se tomaran excesivas confianzas con sus amos recibieran una buena somanta de palos. Por fortuna, las consecuencias de aquel mal trago fueron leves: el niño no pudo sentarse durante un par de días. Por lo demás, a la mañana siguiente apareció en nuestra habitación para abrir las ventanas y airear los k'angs como si nada hubiera ocurrido.

Seguía lloviendo a raudales y no hay ánimo que pueda soportar un tiempo tan desapacible sin caer en una cierta melancolía. La cosa se agravó cuando Fernanda fue incapaz de ponerse en pie para desayunar y descubrí que tenía una fiebre altísima. Inmediatamente, Lao Jiang mandó a Biao a por uno de los médicos del monasterio que no tardó en aparecer con todos sus extraños útiles de galeno chino. Fernanda tiritaba bajo la montaña de mantas que le habíamos puesto encima y mi preocupación tocó techo cuando vi que el monje trituraba unas hierbas no muy limpias y se las hacía ingerir a mi sobrina disueltas en un poco de agua. Estuve a punto de gritar y de lanzarme como una fiera contra el brujo que iba a matar a la niña con potingues alquímicos venenosos, pero Lao Jiang me contuvo, sujetándome por los brazos sin misericordia y susurrándome al oído que los médicos de Wudang eran los mejores de China y que la Montaña Misteriosa era la herboristería donde compraban sus productos los doctores más importantes. No me convenció. Me sentí culpable por no haber previsto que podríamos necesitar algunos medicamentos occidentales (Novamidón, Fenacetina…) y me dije que, si le pasaba algo a la niña, no podría perdonármelo nunca. Ella no tenía a nadie en el mundo más que a mí y yo, ahora que Rémy había muerto, sólo la tenía a ella y a mi edad y con mis alteraciones cardíacas, perder a las dos personas más importantes de mi vida en menos de un año sería sin duda mi fin. No lo soportaría.

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