– Mi teniente, con su permiso.
– Di, Molina -le invitó el teniente, aliviado por no tener que cambiar impresiones sólo con Andrade, hacia quien sentía un recíproco desafecto.
– Los moros se están creciendo. Si hemos perdido los cañones, tendremos que confiar en el barco y organizarnos con el resto de nuestras fuerzas. Hemos recuperado una ametralladora y no andamos muy mal de municiones. Pero sobre todo, mi teniente, hay que alentar a los hombres.
– El sargento tiene razón -reconoció Rivas, dirigiéndose a los dos alféreces-. Vosotros, ocupaos cada uno de un costado de la posición y de levantarme al personal. Molina y yo nos dedicaremos al frente. Tú, Molina, te encargas de desplegar y controlar a los policías. Hay que rendirse a la evidencia. Esos moros, mientras no deserten, son lo mejor que tenemos.
Así lo pusieron en práctica. Sin que cesara el intercambio de disparos el día fue avanzando, con su lentitud exasperante. No soplaba una gota de aire y el sol les quemaba la piel a través de la tela de los uniformes. Gracias al racionamiento tenían aún una pequeña reserva de agua, pero iba a ser difícil estirarla más allá de un par de días. El suboficial, a quien correspondía ocuparse de la intendencia, había apartado y mantenía custodiadas todas las latas que contenían algún jugo susceptible de reemplazar el agua cuando se agotase. Lo que en todo caso resultaba impensable era asearse, y la costra de suciedad maloliente que los hombres tenían encima, incrementada minuto a minuto con el sudor que aquella temperatura les hacía derramar, venía a sumarse irremisible al cúmulo de miserias que soportaban. Ni siquiera el médico podía disponer de agua para las curas, y debía dosificar con férrea mezquindad los desinfectantes. Los heridos quedaban con toda la sangre seca adherida a la piel, como una coraza de hojaldre.
Por fortuna, las buenas condiciones del parapeto de Afrau seguían impidiendo que el número de heridos creciera demasiado deprisa. Aparte de las bajas que habían tenido durante la operación de repliegue de la avanzadilla, diez heridos de importancia diversa y tres muertos, durante el resto de la mañana y toda la tarde no pasaron de la decena los alcanzados por el fuego enemigo, sólo dos de ellos con resultado mortal. Los difuntos seguían impresionando a los soldados que recibían en Afrau su bautismo de fuego, y a alguno le costaba reprimir el terror cuando el que estaba a su lado caía derribado por un balazo de la harka. Entonces debía acudir un veterano o un cabo, para socorrer al herido o apartar al muerto y forzar al novato a olvidarlo y a concentrarse en la preservación de su propio pellejo. Uno de los que murió aquel día se derrumbó sobre su compañero, un soldado aniñado y pecoso, que al ver cómo la sangre del otro le regaba la cara salió despavorido, gritando. González pudo interceptarle cuando ya asomaba a terreno descubierto y las balas de la harka le buscaban furiosas. Lo arrastró de vuelta al parapeto y una vez allí le golpeó varias veces contra los sacos y le abofeteó con fuerza. El soldado quedó paralizado por aquella lluvia de guantazos, que le incendiaron en un abrir y cerrar de ojos las mejillas ensangrentadas.
– La próxima vez te paro con esto, gilipollas -le dijo, enseñándole el máuser con un gesto amenazante-. Te juro por mis muertos que nadie más aquí dentro se la va a jugar para evitar que te tumben.
El soldado se quedó mirando fijamente a González. El cabo ofrecía un aspecto temible, con el rostro curtido por el sol, negreado por la barba, y los ojos inyectados en sangre que se destacaban como si fosforecieran. Para el soldado, además, González, en su condición de cabo y veterano de África, era una especie de ser fabuloso. Alguien que podía aguantar aquel infierno sin venirse abajo. En cierto modo, le tenía más miedo que a los mismos moros. Y eso era, precisamente, lo que el cabo buscaba.
– ¿Entendido?
El soldado asintió, anonadado.
– Pues límpiate la cara y vuelve a coger el fusil.
Molina había asistido desde lejos al incidente. González siempre le había parecido poco listo, pero en la forma en que había atajado aquel problema, tuvo que admitirlo, salía a relucir su astucia natural. El sargento conocía el pánico, y sabía que era un estímulo tan poderoso que sólo cabía enfrentarse a él superando su violencia. A aquel soldado se le pasaría el ardor en las mejillas, pero la próxima vez que sintiera deseos de salir corriendo recordaría la vergüenza y temería el tiro que González le había prometido. Incluso aunque se diera cuenta de que el cabo nunca iba a dispararle. Con volver a enfrentarse a su cólera ya bastaba. De nuevo Molina se arrepintió de haber juzgado con tanta ligereza a González, a partir de las pocas conversaciones que habían compartido en la cantina y de su comportamiento en los servicios rutinarios. Ahora que venían mal dadas, comprobaba que González era uno de los pocos que tenían la madera necesaria para salir de allí, siempre que la suerte le fuera propicia, desde luego. Porque al final, y por mucho que uno supiera buscarla, la suerte siempre tenía que avenirse.
Volvió a caer la noche y el combate continuaba en Afrau. De vez en cuando, la línea oculta del mar se encendía con el resplandor naranja de los cañonazos del Laya. Algunos hombres intentaban dormir, mientras los demás trataban de divisar en la oscuridad a los harqueños. Molina sentía en las sienes y en los párpados el cansancio, pero se forzaba a seguir en pie. Algo que le obsesionaba era vigilar la conducta de los policías. Los que se habían quedado habían mantenido una actitud constantemente valerosa, pero no olvidaba a los que habían desertado y temía que la noche fuera la ocasión que otros aguardaban. El cabo indígena, percatándose del recelo y la fatiga del sargento, se acercó a él en mitad de la madrugada y le dijo:
– Tú dormir algo, sargento. Yo estar amigo, te juro, y cuidar de que los demás estar amigos también. Si alguno saltar, yo hacer pum pum.
Molina observó al cabo. Sonreía aviesamente, pero el sargento sintió que no andaba prometiendo de balde. En cualquier caso, en alguien tenía que confiar. Nadie sabía cuántas horas de asedio les aguardaban todavía, y no podía esperar pasarlas todas en vela. Se acomodó en un hueco del parapeto y se dispuso a echar una cabezada. A su lado roncaba un soldado, un sujeto grande y desmadejado. Molina pensó que era raro que alguien fuera capaz de dormir así cuando la muerte le rondaba. Se amodorró como pudo. Los disparos fueron quedando más lejos, pero no se apagaron del todo.
El día siguiente amaneció idéntico. Cada vez tenían menos agua y andaban menos sobrados de cartuchos. El número de heridos crecía y el sitio en la enfermería y los medios para curarlos disminuían en la misma proporción. Por lo menos la harka no parecía aumentar mucho sus efectivos, y quizá por ello su acoso, aunque incesante, no se agravaba. A mediodía, el cabo de ingenieros fue a darle una inesperada noticia al teniente Rivas:
– Hemos recibido por radio un despacho incompleto del Alto Comisario. Nos autorizan a evacuar la posición. Nos sacará la Armada, pero también tienen que sacar a los de Sidi Dris. El despacho dice que si el barco se va esta madrugada es que los sacan primero a ellos.
Rivas reunió inmediatamente a los oficiales. Cuando les comunicó las novedades, se hizo un pesado silencio. Por un lado era un alivio, pero por otro quedaba confirmada la derrota. Andrade habló el primero:
– Lo que yo decía. Nos han hecho pedazos.
– Ahora hay que ponerse a lo que hay que ponerse, alférez -dijo Rivas.
– ¿Y por qué recogen antes a los de Sidi Dris? -preguntó el suboficial.
– Ya veremos qué pasa al final -gruñó el teniente-. No sé, quizá estén más apurados. Digan a los hombres que van a sacarnos de aquí, aunque está por saberse el momento. Puede que eso les suba un poco la moral.
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