El teniente no erró en su cálculo. La posibilidad ahora cierta de que aquel barco fuera a librarlos del suplicio hizo a todos volverse hacia el mar con una fervorosa esperanza. Hasta los disparos enemigos parecían intimidarlos menos, aunque siguieran dando a alguno de vez en cuando.
La madrugada siguiente, sin embargo, ocurrió algo que no por previsto dejó de suponer un duro golpe. Al amparo de las sombras, el Laya levó anclas y abandonó las aguas de Afrau. Se cumplía el pronóstico: iban a salvar primero a los de Sidi Dris y dejaban a los de Afrau desamparados, aunque fuera temporalmente. Molina miró los cañones de la posición, ahora mudos, y comprendió cuánto iban a echar en falta los del barco. Los moros también se dieron cuenta de que el barco se había ido, y el monótono paqueo nocturno se convirtió en un impetuoso vendaval de plomo. Molina ordenó a sus hombres que fueran a cubrir sus puestos. Sacando fuerzas de flaqueza, despertando a los que dormían, los defensores de Afrau se dispusieron a hacer frente a aquella nueva torcedura de su suerte. Todos ellos, indígenas y europeos, veteranos y borre gos, seguían resistiendo, contra la extenuación, el calor y la sed que los abrasaba. De pronto, Molina notó que algo se agitaba a sus pies. Era Luisito, que gimoteaba histéricamente. Se le subió por el pantalón y se le acurrucó sobre el hombro, con el rabo enroscado y tembloroso.
– Coño -dijo Molina-. El que faltaba.
LA DESBANDADA
Apenas hubo luz suficiente, el Princesa comunicó por heliógrafo con la posición. El mensaje, descifrado por los ingenieros bajo la mirada apremiante del comandante de Sidi Dris, era al fin el que durante tantas horas llevaban esperando: la Armada se disponía a intentar la evacuación. Durante la madrugada había vuelto el cañonero Laya, lo que quería decir que contarían con el apoyo de tres buques. Les daban todavía algún tiempo para inutilizar los cañones, preparar a los heridos y organizar la salida. A mediodía les harían una señal y enviarían los botes a recogerlos. Debían abandonar la posición escalonadamente, y resistir en la playa mientras los botes iban y venían. Dispondrían en todo momento de la cobertura de los fuegos que hicieran desde los barcos, pero eso no disminuía un ápice la dificultad del empeño. El comandante de Sidi Dris, que después de tres días y tres noches de asedio tenía un tenebroso aspecto de muerto viviente, hizo a su segundo, un capitán en no mucha mejor condición, una amarga confidencia:
– Y ahora es cuando vemos si no habría sido mejor pegarnos un tiro al principio. Pero bueno, habrá que intentarlo, de todos modos.
Los oficiales lo comunicaron a los sargentos y éstos a la tropa: había que prepararse para salir de allí. Como los moros habían iniciado la jornada con bríos renovados, la primera medida consistió en gastar contra las laderas los pocos disparos de cañón que les quedaban. Pero los cañonazos ya no constituían una disuasión eficaz para los atacantes, porque era tal el número de tiradores que los rodeaban que a los artilleros les costaba decidir adónde apuntar las piezas. Parecía que la harka había reunido en torno a Sidi Dris a todos los efectivos disponibles, con la presumible intención de rematar aquella faena que ya duraba demasiado. Una vez que hubieron disparado su último proyectil, los artilleros hubieron de esperar para desmontar los cierres, al rojo vivo. Aquellos hombres estaban agotados y enfermos, como casi todos los sitiados. Emprendieron la tarea morosamente, sabiendo que habían quemado su última baza y que a partir de ahí ya no había vuelta atrás. A algunos les sobrecogía la idea, pero los más estaban demasiado cansados para sopesarla. Con tratar de seguir en pie tenían bastante.
En la saturada enfermería los preparativos eran más complicados. Ninguno de los que allí yacían podría salir por su propios medios. Había sólo una decena de camillas, lo que significaba que el resto de los heridos debían ser cargados a hombros. El médico, pálido y desencajado, iba seleccionando a los que por hallarse en mejor estado serían transportados así. Ninguno de ellos, en condiciones normales, habría debido siquiera moverse.
– Podemos hacer una apuesta, Rosado -propuso sombríamente a su ayudante-. Yo digo que de todos estos pobres no llegan más de tres a la playa.
En ese momento irrumpió en la enfermería un soldado que traía a otro con una copiosa hemorragia en el rostro.
– ¡Sanitario! -gritaba.
El médico, resignado, dejó lo que estaba haciendo y fue hacia el lugar donde estaban acostando al nuevo. A medio camino se volvió y dijo:
– Rosado, tráeme trapos sucios o vendas de alguien que ya no las necesite. Hay que cortarle la sangre a ese muchacho.
El médico tuvo un recuerdo irónico de las clases sobre asepsia, en la facultad. De sobra sabía que allí se infectarían todas las heridas y se gangrenarían todos los miembros, pero no podía hacer nada para impedirlo. Lo único que intentaba era taponar aquellos caños de sangre, aunque fuera a base de porquería. No salvaba a nadie, tan sólo aplazaba muertes a duras penas. A ratos dudaba si no debía dejar que manaran las venas rotas y que aquellas criaturas se fueran sin más, sin aumentar su sufrimiento.
En el parapeto, los supervivientes se aplastaban contra los sacos, en parte para protegerse del tiroteo enemigo, en parte para buscar su escasa sombra. Algunos escarbaban en la tierra con los dedos y sacaban piedrecillas apenas húmedas que chupaban con lentitud. Las cantimploras estaban vacías de orines, porque cada vez echaban menos y los bebían más ansiosamente. Hasta Enrile, el sensacional regante del pelotón de Amador, había visto mermarse su próvido chorro. Por lo demás, casi todos sujetaban sin otra fuerza que la de la desesperación los máuseres con la bayoneta calada. Muchos ya habían agotado todos sus cartuchos, y los que aún tenían unos pocos los ahorraban con un celo maniático. Desde Sidi Dris sólo muy de vez en cuando se respondía ya al fuego de la harka. Los hombres permanecían agazapados, oyendo las balas y viéndolas arrancar el polvo de la tierra que tenían ante sus ojos. Ya sólo esperaban a que les ordenaran ponerse en marcha hacia la playa, y algunos ni siquiera esperaban eso. Se les veía ensimismados, aturdidos, con la mirada vacía y la boca entreabierta para poder respirar.
Amador estaba sentado entre Haddú y Andreu, a quien la fiebre mantenía en un estado de semiconsciencia. El catalán había pasado la noche delirando y el amanecer cazando tiradores harqueños, con relativa fortuna. Al menos en tres ocasiones había sucedido a su disparo un grito de dolor entre las peñas. Después de gastar su última bala, se había dejado caer y allí se había quedado, con los ojos cerrados y abrazado a su fusil. Amador le observaba de cuando en cuando. El olor que desprendía su pierna era cada vez más nauseabundo, y las vendas ennegrecidas sobre aquel muslo no podían ofrecer peor aspecto. No en vano las llevaba desde hacía tres días.
En cuanto al propio Amador, aunque jamás había conocido un agotamiento parecido, aunque el vientre le dolía como si se lo estuvieran aserrando y la cabeza estaba a punto de estallarle, no se encontraba demasiado mal. Había conseguido controlar la obsesión de la sed, reduciéndola a un pensamiento difuso e intermitente, y creía tener aún fuerzas para emprender la expedición a la playa. Eso era lo único que había en su cerebro: resistir hasta que les ordenaran evacuar y cuando lo hicieran tratar de llegar a toda costa a los botes que iban a sacarlos del calvario. Todavía le quedaban dos peines de munición, diez cartuchos que guardaba para tener con qué afrontar el último trecho. Porque él sí que iba a salir de Sidi Dris. Aunque fuera imposible, aunque todos los demás murieran, él iba a llegar hasta los botes y en ellos hasta los barcos que los aguardaban en el horizonte.
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