Amin Maalouf - Samarcanda

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Viniendo de otra persona, esta descorazonadora intervención habría suscitado un torrente de acusaciones. Viniendo del héroe de Tabriz, del más eminente de los «hijos de Adán», las palabras se toman por lo que son, la expresión de una cruel realidad. A partir de ahí, es difícil predecir la resistencia. Sin embargo, es lo que hace Fazel.

– Si estamos dispuestos a luchar es sólo para preservar el futuro. ¿No vive aún Persia con el recuerdo del imán Hussein? Sin embargo, ese mártir no hizo más que entablar una batalla perdida, fue vencido, aplastado, aniquilado, y es a él a quien honramos. Persia necesita sangre para creer. Somos setenta y dos, como los compañeros de Hussein. Si morimos, este Parlamento se convertirá en lugar de peregrinación, y la democracia estará anclada durante siglos en la tierra de Oriente.

Todos decían que estaban dispuestos a morir, pero no murieron. No es que fallaran o traicionaran su causa. Por el contrario, trataron de organizar las defensas de la ciudad, se presentaron numerosos voluntarios, sobre todo «hijos de Adán», como en Tabriz. Pero no había solución. Después de haber invadido el norte del país, las tropas del zar venían ya hacia la capital. Únicamente la nieve retrasaba un poco su avance.

El 24 de diciembre, el Primer Ministro destituido decidió tomar de nuevo el poder con un golpe de fuerza. Con la ayuda de los cosacos, de las, tribus bajtiaris, de una parte importante del ejército y de la policía, se adueñó de la capital e hizo proclamar la disolución del Parlamento. Varios diputados fueron detenidos. A los más activos se les condenó al exilio. Fazel encabezaba la lista.

El primer acto del nuevo régimen fue aceptar oficialmente los términos del ultimátum del zar. Una correcta carta informó a Morgan Shuster que había finalizado su función de Tesorero General. Sólo había permanecido ocho meses en Persia, ocho meses agitados, frenéticos, vertiginosos, ocho meses que estuvieron a punto de cambiar la faz de Oriente.

El 11 de enero de 1912, Shuster fue despedido con honores. El joven shah puso a su disposición su propio automóvil con su chofer francés el señor Varlet, para conducirlo hasta el puerto de Enzeli. Éramos muchos extranjeros y persas, los que fuimos a despedirlo, unos en el pórtico de su residencia, otros a lo largo del camino. No hubo aclamaciones, ciertamente, sólo unos gestos discretos de miles de manos y las lágrimas de hombres y mujeres, de una multitud desconocida que lloraba como una amante abandonada. En el recorrido sólo hubo un incidente, mínimo: un cosaco, al paso del convoy, recogió una piedra e hizo ademán de lanzarla en dirección al americano; no creo que ni siquiera finalizara su acto.

Cuando el automóvil desapareció más allá de la puerta de Qazvin, di algunos pasos en compañía de Charles Russel. Luego seguí mi camino solo, a pie, hasta el palacio de Xirín.

– Pareces muy conmovido -me dijo al recibirme.

– Acabo de despedir a Shuster.

– ¡Ah, al fin se ha ido!

No estaba muy seguro de haber captado el tono de su exclamación. Fue más explícita:

– Hoy me pregunto si no habría sido mejor que no hubiera puesto jamás los pies en este país.

La miré con horror.

– ¡Eres tú quien dices eso!

– Sí, yo, Xirín, soy la que digo eso. Yo que aplaudí la llegada del americano, yo que aprobé cada uno de sus actos, yo que vi en él a un redentor, ahora siento que no se quedara en su lejana América.

– Pero ¿en qué se equivocó?

– En nada, justamente, y ésa es la prueba de que no comprendió a Persia.

– Verdaderamente no lo entiendo.

– Un ministro que tuviera razón contra su rey, una mujer que tuviera razón contra su marido, un soldado que tuviera razón contra su oficial, ¿no serían doblemente castigados? Para los débiles es un error tener razón. Frente a los rusos y los ingleses, Persia es débil, debería haberse comportado como un débil. ¿Hasta el fin de los tiempos? ¿No debe levantarse algún día, construir un Estado moderno, educar a su pueblo, entrar en el concierto de las naciones prósperas y respetadas? Es lo que Shuster ha intentado hacer.

– Por eso me produce la mayor admiración. Pero no puedo dejar de pensar que si hubiera tenido menos éxito no estaríamos hoy en este lamentable estado: nuestra democracia aniquilada, nuestro territorio invadido.

– Al ser las ambiciones del zar lo que son, tenía que ocurrir tarde o temprano.

– ¡Si es una desgracia, más vale que ocurra tarde! ¿No conoces la historia del burro parlante de Nollah Nasruddín?

Este último es el héroe semilegendario de todas las anécdotas y de todas las parábolas de Persia, Transoxiana y Asia Menor. Xirín contó:

– Se dice que un rey medio loco había condenado a muerte a Nasruddín por haber robado un burro. Cuando le van a llevar al suplicio, Nasruddín exclama: «¡Este animal es en realidad mi hermano, un mago le dio esta apariencia, pero si me lo confiaran durante un año le enseñaría de nuevo a hablar como vos y yo!» Intrigado, el monarca hizo repetir su promesa al acusado antes de decretar: «¡Muy bien! Pero si dentro de un año, ni un día más, ni un día menos, el burro no habla, serás ejecutado.» A la salida Nasruddín es interpelado por su mujer: «¿Cómo puedes prometer semejante cosa? Sabes muy bien que este burro no hablará.» «Por supuesto que lo sé», responde Nasruddín, «pero de aquí a un año el rey puede morir, el burro puede morir o bien puedo morirme yo.»

La princesa prosiguió:

– Si hubiéramos sabido ganar tiempo, quizá Rusia se hubiese enredado en las guerras de los Balcanes o en China. Y además el zar no es eterno, puede morir, o los tumultos y sublevaciones pueden hacerle tambalearse de nuevo como hace seis años. Deberíamos haber tenido paciencia y esperar, trampear, tergiversar, doblegarnos y mentir, prometer. Ésa ha sido siempre la sabiduría de Oriente; Shuster quiso hacernos avanzar al ritmo de Occidente, y nos llevó derecho al naufragio.

Parecía sufrir por tener que hablar así; por lo tanto, evité contradecirla. Ella añadió:

– Persia me hace pensar en un velero desafortunado. Los marineros se quejan constantemente de no tener suficiente viento para avanzar. Y de pronto, como para castigarlos, el cielo les envía un tornado.

Permanecimos durante largo rato pensativos, abrumados. Luego la rodeé cariñosamente con un brazo.

– ¡Xirín!

¿Fue la manera de pronunciar su nombre? Se sobresaltó y luego se separó de mí mirándome con recelo.

– Te vas.

– Sí, pero de otro modo.

– ¿Cómo se puede uno ir «de otro modo»?

– Me voy contigo.

XLVIII

Cherburgo, 10 de abril de 1912. Ante mí, hasta perderse de vista, la Mancha, apacible cabrilleo plateado. A mi lado, Xirín. En nuestro equipaje, el Manuscrito . A nuestro alrededor una multitud distante, oriental a pedir de boca.

Se ha hablado tanto de las rutilantes celebridades que se embarcaron en el Titanic , que casi se ha olvidado a aquellos para los que ese coloso de los mares fue construido: los emigrantes, esos millones de hombres, mujeres y niños que ninguna tierra aceptaba ya alimentar y que soñaban con América. El buque debía proceder a una verdadera recogida: en Southampton los ingleses y los escandinavos, en Queenstown los irlandeses y en Cherburgo los que venían de más lejos, griegos, sirios, armenios de Anatolia, judíos de Salónica o de Besarabia, croatas, serbios, persas. Fue a esos orientales a los que pude observar en la estación marítima, apelotonados en torno a sus irrisorios equipajes, impacientes por verse ya lejos, y por momentos atormentados, buscando de pronto un formulario extraviado, un niño demasiado inquieto, un indomable fardo que había rodado bajo un banco. Todos llevaban en el fondo de su mirada una aventura, una amargura, un desafío, y una vez llegados a Occidente, todos consideraban un privilegio tomar parte en la travesía inaugural del buque más potente, más moderno y más inquebrantable que jamás haya emergido de un cerebro humano. Mis propios sentimientos eran apenas diferentes. Casado tres semanas antes en París, había retrasado mi partida con el único propósito de ofrecer a mi compañera un viaje de novios digno de los fastos orientales en los que ella había vivido. No era un vano capricho. Xirín se había mostrado reticente durante mucho tiempo respecto a la idea de instalarse en Estados Unidos y a no ser por su desaliento después del frustrado despertar de Persia, jamás habría aceptado seguirme. Yo tenía la ambición de reconstruir a su alrededor un mundo más mágico aún que el que había tenido que abandonar.

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