Amin Maalouf - Samarcanda

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Se interrumpió.

– ¿Es usted arqueólogo?

– No, esta ciudad me atrae por otras razones.

– ¿Sería indiscreto preguntar cuáles son?

Le hablé del Manuscrito , de los poemas, de la crónica, de las pinturas que evocaban a los amantes de Samarcanda.

– ¡Cuánto me gustaría ver ese libro! ¿Sabe usted que todo lo que existía en esa época fue destruido? Como por una maldición. Las murallas, los palacios, los huertos, los jardines, los canales, los lugares de culto, los libros, los principales objetos de arte. Los monumentos que hoy admiramos fueron construidos más tarde por Tamerlán y sus descendientes, tienen menos de quinientos años. Pero de la época de Jayyám sólo quedan algunos trozos de cerámica, y como me acaba usted de informar, ese Manuscrito , milagroso superviviente. Es un privilegio para usted poder tenerlo entre sus manos consultarlo a placer. Un privilegio y una gran responsabilidad.

– Créame, soy consciente de ello. Desde hace años, desde que me enteré de que ese libro existía, sólo vivo para él. Me ha llevado de aventura en aventura, su mundo se ha convertido en el mío y su depositaria en mi amante.

– ¿Y ha hecho usted este viaje hasta Samarcanda para conocer los lugares que describe?

– Esperaba que los habitantes de la ciudad me indicaran al menos el emplazamiento de los antiguos barrios.

– Siento tener que decepcionarle -prosiguió mi interlocutor-, pero sobre la época que le apasiona sólo oirá leyendas y cuentos de genios y de divs . Esta ciudad los cultiva con delectación.

– ¿Más que otras ciudades de Asia?

– Me temo que sí. Me pregunto si la proximidad de estas ruinas no exacerba naturalmente la imaginación de nuestros miserables contemporáneos. Y además, existe esa ciudad oculta bajo tierra. En el transcurso de los siglos, ¡cuántos niños se habrán caído en las grietas sin reaparecer jamás, cuántos ruidos extraños se habrán oído, o creído oír, procedentes según toda apariencia de las entrañas de la tierra! Fue así como nació la más famosa leyenda sobre Samarcanda, la que tiene mucha culpa del misterio que envuelve el nombre de esta ciudad.

Yo le dejaba hablar.

– Se dice que un rey de Samarcanda quiso realizar el sueño de todo ser humano: escapar de la muerte. Convencido de que ésta venía del cielo y deseoso de actuar de manera que jamás pudiera alcanzarle, se construyó un palacio bajo tierra, un inmenso palacio de hierro cuyos accesos cerró. Fabulosamente rico, se había forjado, igualmente, un sol artificial que salía por la mañana y se ponía por la tarde, para calentarle e indicarle el paso de los días. Desgraciadamente, el dios de la muerte consiguió burlar la vigilancia del monarca y se deslizó al interior del palacio para realizar su trabajo. Tenía que probar a todos los humanos que ninguna criatura escapa de la muerte, sea cual sea su poder o su riqueza, su habilidad o su arrogancia. Samarcanda se convirtió así en el símbolo del encuentro ineluctable entre el hombre y su destino.

Después de Samarcanda, ¿adónde ir? Para mí significaba el último extremo de Oriente, el lugar de la mayor fascinación y de una insondable nostalgia. En el momento de abandonar la ciudad, decidí, pues, regresar a mi casa; deseaba volver a Annápolis, pasar allí algunos años sedentarios para descansar de mis viajes y más adelante marcharme de nuevo.

Por lo tanto, formé el más loco de los proyectos: volver a Persia, recoger a Xirín y el Manuscrito de Jayyám antes de ir a perdernos juntos, ignorados, en alguna gran metrópolis, París, Viena o Nueva York. Vivir ella y yo en Occidente al ritmo de Oriente, ¿no sería el paraíso?

En el camino de regreso estuve constantemente solo y ausente, preocupado únicamente de los argumentos que expondría a Xirín. Partir, partir, diría ella con desaliento, ¿no puedes contentarte con ser feliz? Pero yo no perdería la esperanza de barrer sus reticencias. Cuando el cabriolé alquilado al borde del Caspio me depositó en Zarganda ante mi puerta cerrada, ya estaba allí un automóvil, un Jewel-40, que ostentaba justo en medio del capó una bandera estrellada. El chófer se apeó y se informó sobre mi identidad. Tuve la estúpida impresión de que me esperaba desde mi partida, pero me aseguró que sólo estaba allí desde por la mañana.

– Mi señor me dijo que me quedara aquí hasta su regreso.

– Hubiera podido volver dentro de un mes o un año o tal vez nunca.

Mi estupor no le perturbó.

– ¡Pero como ya está aquí…

Me tendió una nota garrapateada por Charles W. Russel, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos.

«Estimado señor Lesage, Me sentiría muy honrado si pudiera usted venir a la Legación esta tarde a las cuatro. Se trata de un asunto importante y urgente. Le he ordenado a mi chofer que se ponga a su disposición.»

XLIV

Dos hombres me esperaban en la Legación, con la misma impaciencia contenida. Russel, con traje gris, pajarita tornasolada y bigotes caídos parecidos a los de Theodore Roosevelt pero más cuidadosamente recortados; y Fazel con su eterna túnica blanca, capa negra, turbante azul. Por supuesto, fue el diplomático el que inauguró la sesión en un francés inseguro pero correcto.

– La reunión que se está manteniendo hoy es de las que modifican el curso de la historia. Por medio de nuestras personas dos naciones se encuentran desafiando distancias y diferencias: los Estados Unidos, que forman una nación joven pero una vieja democracia, y Persia, que es una vieja nación, varias veces milenaria, pero una jovencísima democracia.

Una pizca de misterio, una vaharada de solemnidad, y antes de proseguir, una ojeada hacia Fazel para asegurarse de que no le molestaban las palabras.

– Hace algunos días fui invitado al Club Democrático de Teherán, donde expresé a mi auditorio la profunda simpatía que siento por la revolución constitucional. Este sentimiento es compartido por el presidente Taft y por Mr. Knox, nuestro Secretario de Estado. Debo añadir que este último está al corriente de nuestra reunión de hoy y que espera de mí que le informe telegráficamente de las conclusiones a las que hayamos llegado.

Dejó a Fazel la tarea de explicarme:

– ¿Recuerdas aquel día que quisiste convencerme de que no opusiera resistencia a las tropas del zar?

– ¡Aquel incordio!

– Nunca te lo he reprochado. Hiciste lo que debías y en cierto sentido tenías razón. Pero desgraciadamente, lo que yo temía se ha producido. Los rusos jamás abandonaron Tabriz, la población está sometida a continuas vejaciones, los cosacos arrancan el velo a las mujeres en las calles y a los «hijos de Adán» se les, encarcela al menor pretexto.

Sin embargo, hay algo más grave aún. Más grave que la ocupación de Tabriz, más grave que la suerte de mis, compañeros. Nuestra democracia corre el riesgo de zozobrar. Russel ha dicho «joven», pero podría haber añadido «frágil», «amenazada». En apariencia todo va bien, el pueblo es más feliz, el bazar prospera, los religiosos se muestran conciliadores. Sin embargo, haría falta un milagro para impedir que se derrumbara el edificio. ¿Por qué? Porque nuestras arcas están vacías, como en el pasado. El antiguo régimen tenía una forma muy extraña de recaudar los impuestos. Arrendaba cada provincia a cualquier buitre, que sangraba a la población y se guardaba el dinero para él, contentándose con separar una parte para comprar protecciones en la corte.

De ahí vienen todas nuestras desgracias. Como el tesoro está agotado, se pide prestado a los rusos y a los ingleses, que para poder reembolsarse su préstamo obtienen concesiones y privilegios. Por esa vía se introdujo el zar en nuestros asuntos y así hemos vendido a precio de saldo nuestras riquezas. El nuevo poder se enfrenta al mismo dilema que los antiguos dirigentes: si no. consigue recaudar los impuestos a la manera de los países modernos, tendrá que aceptar la tutela de las potencias. Para nosotros lo más urgente es sanear nuestras finanzas. La modernización de Persia pasa por ahí; la libertad de Persia tiene ese precio.

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