Amin Maalouf - Samarcanda
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– Si el remedio es tan evidente, ¿a qué se espera para aplicarlo?
– Ningún persa es hoy capaz de dedicarse a semejante tarea. Es triste decirlo con respecto a una nación de diez millones de habitantes, pero no se puede subestimar el peso de la ignorancia. Aquí, sólo un puñado hemos recibido una enseñanza moderna parecida a la de los altos funcionarios en las naciones avanzadas. El único campo en el que tenemos numerosas personas competentes es el de la diplomacia. Para lo demás, ya se trate del ejército, de los transportes y sobre todo de las finanzas, no hay más que la nada. Si nuestro régimen pudiera mantenerse veinte, treinta años, formaría sin duda una generación capaz de encargarse de todos esos sectores. Mientras tanto, la mejor solución que se nos presenta es recurrir a extranjeros honrados y competentes. No es fácil encontrarlos, ya lo sé. En el pasado tuvimos las peores experiencias con Naus, Liakhov y muchos otros. Pero no pierdo la esperanza. He hablado de este tema con algunos colegas en el Parlamento y en el Gobierno y hemos pensado que Estados Unidos podría ayudarnos.
– Me siento halagado- dije espontáneamente-, pero ¿por qué mi país?
Charles Russel reaccionó a mi observación con un movimiento de sorpresa y de inquietud que la respuesta de Fazel no tardó en aplacar.
– Hemos pasado revista una a una a todas las potencias. Los rusos y los británicos prefieren precipitarnos a la bancarrota para dominarnos mejor. Los franceses están demasiado preocupados con sus relaciones con el zar como para que les importe nuestra suerte. En general, toda Europa está presa en un juego de alianzas y contraalianzas en el que Persia no sería más que una vulgar moneda de intercambio, un peón en el tablero de ajedrez. Únicamente Estados Unidos podría interesarse por nosotros sin intentar invadirnos. Por lo tanto me dirigí a Russel y le pregunté si conocía a un americano capaz de consagrarse a una tarea tan difícil. Tengo que reconocer que fue él quien mencionó tu nombre. Me había olvidado completamente de que habías hecho estudios financieros.
– Me siento halagado por esta confianza -respondí-, pero desde luego no soy el hombre que necesitáis. A pesar del diploma que obtuve, soy un mal financiero y nunca tuve la ocasión de poner a prueba mis conocimientos. Habrá que reprochárselo a mi padre, que construyó tantos barcos que no tuve necesidad de trabajar para vivir. En mi vida no me he ocupado más que de las cosas esenciales, es decir, fútiles: viajar y leer, amar y creer, dudar, luchar. Y a veces, escribir.
Risas azoradas, intercambio de miradas perplejas. Yo proseguí:
– Cuando hayáis encontrado a vuestro hombre, podré estar a su lado, darle consejos y prestarle ayuda en pequeñas cosas, pero será a él a quien habrá que exigirle competencia y trabajo. Yo estoy lleno de buena voluntad, pero soy un ignorante y un perezoso.
Renunciando a insistir, Fazel prefirió responderme en el mismo tono:
– Es verdad, puedo asegurarlo, y además tienes otros defectos mayores aún. Eres mi amigo, todo el mundo lo sabe; mis adversarios políticos no tendrán más que un objetivo: impedir tu éxito.
Russel escuchaba en silencio con una sonrisa petrificada, como olvidada, en el rostro. No cabía la menor duda de que nuestras bromas no eran de su agrado, pero no abandonó su flema. Fazel se volvió hacia él:
– Siento la defección de Benjamin, pero no cambia en nada nuestro acuerdo. Tal vez sea mejor confiar este tipo de responsabilidad a un hombre que no haya estado nunca involucrado, ni de cerca ni de lejos, en los asuntos persas.
– ¿Está pensando en alguien?
– No tengo ningún nombre en la mente. Quisiera una persona rigurosa, honrada y de espíritu, independiente. Esa raza existe en su país, lo sé, me imagino muy bien al personaje, casi podría decir que le estoy viendo ante mí; un hombre elegante, impecable, de porte erguido, que mire a los ojos y hable claramente. Un hombre que se parezca a Baskerville.
El mensaje del Gobierno persa a su Legación de Washington, el 25 de diciembre de 1910, domingo y día de Navidad, estaba telegrafiado en estos términos:
«Soliciten inmediatamente al Secretario de Estado que les ponga en contacto con las autoridades financieras americanas al objeto de contratar para el puesto de Tesorero General a un americano experto y desinteresado, teniendo como base un contrato preliminar de tres años, sujeto a la ratificación del Parlamento. Se encargará de reorganizar los recursos del Estado, la percepción de las rentas y su desembolso, asistido por un censor de cuentas y un inspector que supervisará la recaudación en las provincias.
»El ministro de Estados Unidos en Teherán nos informa que el Secretario de Estado está de acuerdo. Contacten con él directamente, evitando pasar por intermediarios. Transmítanle el texto íntegro de este mensaje y actúen según las sugerencias que él les haga.»
El 2 de febrero siguiente, el Majlis aprobó el nombramiento de los expertos americanos con una mayoría aplastante y en medio de una salva de aplausos.
Pocos días después, el ministro de Finanzas que había presentado el proyecto a los diputados fue asesinado en plena calle por dos georgianos. Esa misma noche, el intérprete de la Legación rusa acudió al Ministerio persa de Asuntos Exteriores exigiendo que los asesinos, súbditos del zar, le fueran entregados sin demora. En Teherán, todo el mundo había comprendido que esa acción era la respuesta de San Petersburgo al voto del Parlamento, pero las autoridades prefirieron ceder para no envenenar sus relaciones con su poderoso vecino. Por lo tanto, los asesinos fueron conducidos a la Legación y luego a la frontera; en cuanto la cruzaron, quedaron en libertad.
A modo de protesta, el bazar cerró sus puertas, los «hijos de Adán» hicieron un llamamiento para que se boicotearan las mercancías rusas; incluso se produjeron actos de venganza contra los súbditos georgianos, los goryi, numerosos en el país. Sin embargo, el Gobierno, alternando con la prensa, predicaba la paciencia: las verdaderas reformas iban a comenzar, decían, los expertos llegarían, pronto las arcas del Estado estarían llenas, pagaremos nuestras deudas, nos quitaremos de encima todas las tutelas, tendremos escuelas y hospitales y también un ejército moderno que obligará al zar a abandonar Tabriz y le impedirá mantenernos bajo su amenaza.
Persia esperaba milagros. Y, en efecto, los milagros iban a producirse.
XLV
El primer milagro me lo anunció Fazel. Susurrando, pero triunfante:
– ¡Mírale! ¡Ya te dije que se parecería a Baskerville!
Se trataba de Morgan Shuster, el nuevo Tesorero General de Persia, que se acercaba para saludarnos. Habíamos iba a su encuentro por la carretera de Qazvin. Llegaba, acompañado de los suyos, en vetustas sillas de posta tiradas por jamelgos. Extraño, ese parecido con Howard: los mismos ojos, la misma nariz, el mismo rostro muy afeitado, quizá un poco más redondeado, los mismos cabellos claros peinados con la misma raya, el mismo apretón de manos, cortés pero dominante. Nuestra forma de mirarlo le debió de molestar, pero no lo demostró; verdad es que el hecho de presentarse así en un país extranjero y en unas circunstancias tan excepcionales le haría esperar que sería objeto de una constante curiosidad. En el transcurso de su estancia iba a ser observado, escrutado y acosado. A veces con malevolencia. Cada una de sus acciones, cada una de sus omisiones sería referida y comentada, alabada o maldecida.
La primera crisis estalló una semana después de su llegada. De los cientos de personalidades que iban cada día a dar la bienvenida a los americanos, algunas preguntaron a Shuster cuándo contaba con visitar las legaciones persa y rusa. La respuesta del interesado fue evasiva. Pero las preguntas se hicieron insistentes y el asunto se divulgó suscitando animados debates en el bazar: el americano ¿debía o no hacer visitas de cortesía a las legaciones? Éstas daban a entender que habían sido escarnecidas y el clima era cada vez más tenso. Dado el papel que había desempeñado en la venida de Shuster, Fazel se sentía particularmente molesto por ese contratiempo diplomático, que amenazaba con poner en tela de juicio el conjunto de su misión. Me pidió que interviniera.
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