Amin Maalouf - Samarcanda
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Se levantó. Yo me sentí en la obligación de insistir:
– ¡No estoy seguro de que esta respuesta sea suficiente, Morgan!
– ¡Ah! ¿no? Entonces añadirás de mi parte: «Señor Ministro de Finanzas, si no tiene otra cosa mejor que hacer que averiguar la religión de mí jardinero, yo puedo proporcionarle varios expedientes más importantes para ocupar su tiempo.»
No informé al Ministro más que del contenido de esas palabras, pero sé que Morgan se las repitió él mismo textualmente a la primera ocasión, sin que por otra parte se suscitara el menor drama. En realidad, todo el mundo estaba contento de que al fin se dijeran sin rodeos ciertas cosas sensatas.
– Desde que Shuster está aquí -me confió un día Xirín-, hay en la atmósfera algo más sano, más limpio. Siempre nos imaginamos que se necesitan siglos para salir de una situación caótica, inextricable. De pronto aparece un hombre y como por encanto el árbol que creíamos condenado reverdece y comienza a dar hojas de nuevo, frutos y sombra. Este extranjero me ha devuelto la fe en los hombres de mi país. No les habla como a indígenas, no respeta susceptibilidades y mezquindades, les habla como a hombres y los indígenas descubren de nuevo que son hombres. ¿Sabes que en mi propia familia, las ancianas rezan por él?
XLVI
No me apartaría en modo alguno de la verdad si, afirmara que en aquel año de 1911 toda Persia vivía pendiente del «americano» y que era indiscutiblemente, de todos los responsables, el más popular y uno de los más poderosos. Los periódicos apoyaban su actuación con tanto más entusiasmo cuanto que se molestaba reunir a veces a los redactores para exponerles sus proyectos y solicitar incluso sus consejos sobre algunas cuestiones espinosas.
Sobre todo, y eso era lo más importante, su difícil misión iba camino de lograr el éxito. Incluso antes la reforma del sistema fiscal, Shuster había conseguido equilibrar el presupuesto, simplemente limitando el robo y el despilfarro. Antes de que él llegara, innumerables personajes, príncipes, ministros o altos dignatarios enviaban al Tesoro sus exigencias, una cifra garrapateada en una hoja grasienta, y los funcionarios se veían obligados a satisfacerlas so pena de perder su puesto o la vida. Con Morgan, todo había cambiado de la noche a la mañana.
Un ejemplo entre otros: en el Consejo de Ministros del 17 de junio, se le pidió a Shuster, en un patético tono, la suma de cuarenta y dos mil tumanes para pagar el sueldo de las tropas de Teherán.
– ¡Si no, estallará una rebelión y toda la responsabilidad recaerá sobre el Tesorero General! -exclamó Amir-i-Azam, «el Emir Supremo», Ministro de la Guerra.
Respuesta de Shuster:
– El señor Ministro ha recibido hace diez días una suma equivalente. ¿Qué ha hecho con ella?
– La he gastado en pagar una parte de los sueldos atrasados. Las familias de los soldados tienen hambre, los oficiales están totalmente endeudados, ¡la situación es insostenible!
– ¿El señor Ministro está seguro de que no queda nada de esas sumas?
– ¡Ni una moneda!
Shuster sacó entonces de su bolsillo una pequeña cartulina escrita con una letra minuciosa, que consultó ostensiblemente antes de afirmar:
– La suma que el Tesoro entregó hace diez días fue depositada en su totalidad en la cuenta personal del Ministro y no se ha gastado ni un solo tumán. Tengo aquí el nombre del banquero y las cifras.
El Emir Supremo, gigante adiposo, se levantó relampagueando de ira; se puso la mano extendida sobre el pecho y paseó una mirada furiosa sobre sus colegas:
– ¿Se está tratando de poner en tela de juicio mi honor?
Como nadie le tranquilizaba sobre ese punto, añadió:
– Juro que si efectivamente semejante suma está en mi cuenta, he sido el último en saberlo.
En vista de que a su alrededor aparecían algunas muecas incrédulas, se decidió hacer venir al banquero y Shuster pidió a los miembros del Gabinete que esperaran allí mismo. En cuanto se recibió el aviso de que el hombre había llegado, el Ministro de la Guerra se precipitó a su encuentro. Después de un intercambio de cuchicheos, el Emir Supremo volvió hacia sus colegas con una sonrisa ingenua.
– Ese maldito banquero no había comprendido mis directrices y aún no ha pagado a las tropas. ¡Ha sido un malentendido!
El incidente se terminó penosamente, pero desde entonces los altos dignatarios del Estado no se atrevieron ya a llevar a cabo aquel alegre saqueo del Tesoro que se venía realizando desde hacía siglos. Ciertamente, había descontentos pero tenían que callarse, ya que la mayoría de la gente, incluso entre los responsables del Gobierno, tenía razones para estar satisfecha: por primera vez en la historia, los funcionarios, los soldados y los diplomáticos persas en el extranjero recibían sus sueldos a tiempo.
En los propios medios financieros internacionales se comenzó a creer en el milagro Shuster. La prueba es que los hermanos Seligman, banqueros en Londres, decidieron conceder a Persia un préstamo de cuatro millones de libras esterlinas sin imponer ninguna de las cláusulas humillantes que solían ir unidas a ese tipo de transacción. Ni retención sobre las recaudaciones de Aduanas, ni hipoteca de ninguna clase; un préstamo normal a un cliente normal, respetable y potencialmente solvente. Era un paso importante. A los ojos de aquellos que intentaban someter a Persia era un precedente peligroso. El gobierno británico intervino para bloquear el préstamo.
Durante ese tiempo, el zar había recurrido a métodos más brutales. En julio llegó la noticia del regreso del antiguo shah con dos de sus hermanos y a la cabeza de un ejército de mercenarios para reconquistar el poder. Pero ¿acaso no estaba retenido en Odessa, en una residencia vigilada y con la promesa expresa del gobierno ruso de no permitirle jamás volver a Persia? Cuando fueron interrogadas, las autoridades de San Petersburgo respondieron que había escapado a su vigilancia y viajado con pasaporte falso, que su armamento había sido transportado en cajas marcadas como «agua mineral», por lo que no se consideraban responsables de su rebelión. De modo que el shah habría abandonado su residencia en Odessa, atravesado con sus hombres los varios cientos de millas que separan Ucrania de Persia, se habría embarcado con su cargamento en un buque ruso, habría cruzado el Caspio y desembarcado en la costa persa, ¿y todo esto sin que el gobierno del zar ni su ejército, ni la Okhrana, su policía secreta, lo hubiesen advertido en ningún momento?
¿Pero para qué argumentar? Lo más importante de todo era impedir que la frágil democracia persa se derrumbara. El Parlamento pidió créditos a Shuster y esta vez el americano no discutió. Por el contrario, procuró que en pocos días se pusiera en pie un ejército con el mejor equipo disponible y abundante munición, sugiriendo él mismo el nombre del comandante Efraim Kan, un brillante oficial armenio que lograría en tres meses aplastar al ex shah y enviarlo de nuevo al otro lado de la frontera.
En las cancillerías del mundo entero apenas se lo creían. ¿Se habría convertido Persia en un Estado moderno? Normalmente, semejantes rebeliones duraban años. Para la mayoría de los observadores, tanto en Teherán corno en el extranjero, la respuesta podía resumirse en una sola palabra mágica: Shuster. Su cometido superaba ya ampliamente el de un simple Tesorero General. Fue él quien sugirió al Parlamento que decretara fuera de la ley al antiguo shah y que se pegaran en las paredes de todas las ciudades un «Wanted» del más puro estilo «Far West», ofreciendo importantes sumas a aquellos que ayudaran a la captura del rebelde imperial y de sus hermanos. Lo que terminó de desacreditar al monarca derrocado a los ojos de la población.
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