Amin Maalouf - Samarcanda
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La ira del zar no se aplacaba. Para él estaba claro que sus ambiciones en Persia no podrían saciarse mientras Shuster estuviera allí. ¡Había que hacerle partir! Había que crear un incidente, un grave incidente. Un hombre fue encargado de esta misión: Pokhitanoff, antiguo cónsul en Tabriz, convertido en cónsul general en Teherán.
Misión es una palabra púdica, ya que, en este caso, habrá que hablar de conspiración, cuidadosamente preparada aunque sin gran sutileza. El Parlamento había decidido confiscar los bienes de los dos hermanos del ex shah, que habían dirigido la rebelión a su lado. Encargado, como Tesorero General, de ejecutar la sentencia, Shuster quiso hacer las cosas dentro de la más estricta legalidad. La principal propiedad incluida en la confiscación, situada no lejos del palacio Atabak, pertenecía al príncipe imperial que respondía al nombre de «Resplandor del Sultanato»; el americano envió, con un destacamento de la policía, a unos funcionarios civiles provistos de un mandamiento judicial en regla. Se encontraron cara a cara con unos cosacos acompañados de oficiales consulares rusos que prohibieron a los policías la entrada en la propiedad, amenazando con utilizar la fuerza si no se retiraban inmediatamente.
Cuando se le informó de lo que había sucedido, Shuster envió a uno de sus ayudantes a la Legación rusa. Fue recibido por Pokhitanoff que, con tono agresivo, le dio la siguiente explicación: la madre del príncipe «Resplandor del Sultanato» ha escrito al zar y a la zarina para pedir su protección, que se le ha otorgado generosamente.
El americano no daba crédito a sus oídos; que los extranjeros, dijo, dispongan en Persia del privilegio de la impunidad, que los asesinos de un ministro persa no puedan ser juzgados porque son súbditos del zar, es inicuo, pero es una regla establecida, difícil de modificar; pero que unos persas, de la noche a la mañana, coloquen sus propiedades bajo la protección de un monarca extranjero para burlar las leyes de su país, es un procedimiento nuevo, inédito, inaudito. Shuster no quería resignarse. Dio la orden a los policías de ir a tomar posesión de las propiedades incluidas en la confiscación sin usar la violencia, pero con firmeza. Esta vez Pokhitanoff no intervino. Había creado el incidente. Su misión estaba cumplida.
La reacción no tardó en producirse. En San Petersburgo se publicó un comunicado afirmando que lo que acababa de suceder equivalía a una agresión contra Rusia, a un insulto al zar y a la zarina, y exigiendo excusas oficiales del Gobierno de Teherán. Trastornado, el Primer Ministro persa pidió consejo a los británicos; el Foreign Office respondió que el zar no estaba bromeando, que había congregado tropas en Bakú, que se disponía a invadir Persia y que sería prudente aceptar el ultimátum.
El 24 de noviembre de 1911, el Ministro de Asuntos Exteriores se presentó, pues, con la muerte en el alma, en la Legación rusa y estrechó obsequiosamente la mano del Ministro plenipotenciario pronunciando estas palabras:
«Excelencia, mi Gobierno me ha encargado que presente excusas en su nombre por la afrenta que han sufrido los oficiales consulares de su gobierno.»
Sin dejar de estrechar la mano que se le tendía, el representante del zar replicó:
«Sus excusas son aceptadas como respuesta a nuestro primer ultimátum, pero debo informarle de que un segundo ultimátum está en preparación en San Petersburgo. Le comunicaré su contenido en cuanto lo reciba.»
Promesa cumplida. Cinco días más tarde, el 29 de noviembre a mediodía, el diplomático presentó al Ministro de Asuntos Exteriores el texto del nuevo ultimátum, añadiendo oralmente que había recibido ya la aprobación de Londres y que había que aceptarlo en el plazo de cuarenta y ocho horas.
Primer punto: despedir a Morgan Shuster.
Segundo punto: no volver a contratar jamás a un experto extranjero sin obtener previamente el consentimiento de las Legaciones rusa y británica.
XLVII
En la sede del Parlamento, los setenta y seis diputados esperan; unos llevan turbante, otros fez o gorro, y unos cuantos «hijos de Adán», entre los más militantes, van incluso vestidos a la europea. A las once, el Primer Ministro sube a la tribuna corno a un patíbulo, lee con voz ahogada el texto del ultimátum y luego recuerda el apoyo de Londres al zar antes de enunciar la decisión de su Gobierno: No resistir, aceptar el ultimátum, despedir al americano; en una palabra, volver a estar bajo la tutela de las potencias antes que ser aplastados bajo su bota. Para intentar evitar lo peor, necesita una orden clara; por lo tanto, plantea la cuestión de confianza, recordando a los diputados que el ultimátum expira a mediodía, que el tiempo está contado y que los debates no pueden eternizarse. A lo largo de su intervención, no ha cesado de dirigir miradas inquietas hacia la galería de los invitados, donde se pavonea Pokhitanoff, a quien nadie se ha atrevido a prohibir la entrada.
Cuando el Primer Ministro vuelve a su sitio, no se producen abucheos ni aplausos. Sólo un silencio aplastante, abrumador, irrespirable. Luego se levanta un venerable sayyid, descendiente del Profeta y modernista de los primeros tiempos, que siempre ha apoyado con fervor la misión de Shuster. Su discurso es breve:
– Quizá sea la voluntad de Dios que se nos arranque por la fuerza nuestra libertad y nuestra soberanía. Pero no las abandonaremos por voluntad propia.
Nuevo silencio. Luego otra intervención, en el mismo sentido e igualmente breve. Pokhitanoff consulta su reloj ostensiblemente. El Primer Ministro lo ve, saca a su vez la cadena de su reloj de bolsillo cincelado y se lo acerca a los ojos. Son las doce menos veinte. Está trastornado y golpea el suelo con su bastón, pidiendo que se pase ya a la votación. Cuatro diputados se retiran precipitadamente, con diversos pretextos; los setenta y dos que quedan dicen todos «no». No al ultimátum del zar. No a la partida de Shuster. No a la actitud del Gobierno. Por ello, el Primer Ministro está ya considerado como dimitido y se retira con todo su Gabinete. Pokhitanoff también se levanta; el texto que debe telegrafiar a San Petersburgo está ya redactado.
La gran puerta se cierra de un portazo, cuyo eco resuena durante largo rato en el silencio de la sala. Los diputados se quedan solos. Han ganado, pero no tienen ningún deseo de celebrar su victoria. El poder está en sus manos; el destino del país, de su joven Constitución, depende de ellos. ¿Qué pueden hacer? ¿Qué quieren hacer? No lo saben. Sesión irreal, patética, caótica y, en ciertos aspectos, infantil. De vez en cuando surge una idea pronto desechada:
– ¿Y si pidiéramos a Estados Unidos que nos enviaran tropas?
– ¿Por qué iban a venir? Son los amigos de Rusia. ¿No fue el presidente Roosevelt quien reconcilió al zar con el mikado?
– Pero está Shuster. ¿No querrían ayudarle?
– Shuster es muy popular en Persia; en su país apenas conocen su nombre. A los dirigentes americanos no les debe agradar que se haya enemistado con San Petersburgo y Londres.
– Podríamos proponerles que construyeran un ferrocarril. Quizá muerdan el anzuelo, quizá vengan en nuestra ayuda.
– Quizá. Pero no antes de seis meses y el zar estará aquí dentro de dos semanas.
¿Y los turcos? ¿Y los alemanes? ¿Y por qué no los japoneses? ¿No han aplastado a los rusos en Manchuria? Y de pronto un joven diputado de Kirman sugiere, sonriendo apenas, que se ofrezca el trono de Persia al mikado. Fazel explota:
– ¡Es necesario que sepamos de una vez por todas que ni siquiera podremos recurrir a la gente de Ispahán! Si entablamos la batalla, será en Teherán, con la gente de Teherán, con las armas que hay en este instante en la capital. Como hace tres años en Tabriz. Y no enviarán contra nosotros mil cosacos, sino cincuenta mil. Debemos saber que lucharemos sin la menor posibilidad de ganar.
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