Bondadoso estuviese dispuesto a pagar un rescate por recuperar su propiedades, pero estaba seguro de que lo haría. Podía permitírselo. Tampoco me importaba demasiado si podía o no; comparado con mis problemas, que consistían en saber qué le había ocurrido a mi hijo, las dificultades del viejo comerciante eran minucias.
Me acomodé en la estera y esperé a que Flacucho me dijera el precio.
El hombre me miró con más furia que antes.
– No tengo ni la menor idea de qué estás hablando -afirmó en tono agrio.
– Sí la tienes. -Exhalé un suspiro-. Lo único que quiere saber Bondadoso es ¿cuánto quieres?
– ¿Para hacer un traje de plumas? Ya te lo he dicho, ahora mismo no estamos trabajando. Lamento desilusionarte a ti y a tu amos, pero no puedo ayudaros.
Empezaba a estar violento. Miré de nuevo a la mujer. Ella observaba fijamente a su marido y no parecía prestarme ninguna atención.
– Supongo que esperas que te haga una oferta -dije finalmente-. Muy bien. Te daremos lo que Bondadoso te pagó la primera vez. Eso a cambio de no informar del asunto al jefe de tu distrito ni al consejo de ancianos plumajeros.
– ¿Informarles de qué?
– ¡Del robo del maldito atavío!
En el silencio que siguió, mi grito furioso pareció rebotar en las paredes del patio.
Flacucho y su esposa me miraron; sus rostros eran fríos e inexpresivos como los de los ídolos que había en las paredes. Me pregunté si no habría cometido un error y si era posible que, después de todo, el plumajero no le hubiera robado la prenda a Bondadoso.
Fue la mujer la que habló.
– Creo que ahora deberías marcharte, Bufón. -Dijo esas palabras casi sin mover los labios, pero fueron seguidas de un fuerte suspiro y una sombra de su sonrisa-. Lo siento, pero te has equivocado. Estamos pasando por momentos difíciles. Tienes que entenderlo.
Flacucho me miró, ceñudo. Yo hice lo mismo, pero era obvio que mirarnos como gallos de pelea no llevaría a ninguna parte. Me levanté.
– ¡Ya sabes adonde ir si cambias de opinión!
Se lo dije al hombre, pero dejé que mi mirada se detuviera un momento en la mujer. No me importaba si era de mala educación. Estaba harto de ambos; además, ella era hermosa, y no esperaba volver a verla al menos durante cierto tiempo.
El cuchillo de mi hijo golpeaba contra mi cadera mientras regresaba a Amantlan. Cada vez que el metal pulido chocaba contra mi piel me lo recordaba. Cada golpe era como un débil grito, un distante sonido de desesperación, dolor y miedo al que no podía responder, y cada grito imaginario parecía más lejano y plañidero que el anterior.
Sentí el impulso de coger el cuchillo y mirarlo, incluso hablarle, como si fuese la única cosa que me quedara de su propietario. Metí la mano entre los pliegues del taparrabos para cogerlo, pero me retuve a tiempo. Había demasiada gente a mi alrededor y cualquiera podía fijarse en un esclavo delgado y andrajoso con un cuchillo de bronce que era una pieza única. Los barqueros impelían sus canoas tranquilamente por los canales que, aquí al menos, limpiaban y dragaban algunas cuadrillas formadas por los plebeyos del distrito. Los niños, con las capas aleteando sobre sus muslos desnudos, seguían a sus madres de casa en casa, mientras estas llevaban comida, ascuas para encender el hogar de una vecina, o sencillamente iban a charlar un rato. Un pequeño grupo de hombres avanzaba hacia mí por el camino que había junto al canal; con sus capas hasta los muslos, los peinados en forma de pilares, las porras y sus expresiones decididas, tenían el aspecto de dirigirse a una guerra.
Miré a los soldados, atento a la presencia de un uniforme verde entre ellos o al resplandor del sol en las cuchillas de la terrible espada del capitán. Tensé los músculos y mi mano se cerró sobre la empuñadura del cuchillo. Si los otomíes habían conseguido escapar del caos que provoqué en Tlacopan, no sería extraño que ahora vinieran a por mí para castigarme por haberlos engañado.
Sin embargo, estos no eran los guerreros del capitán. Por la manera informal en que hablaban con la gente, parecían ser locales, y no era difícil adivinar cuál era su cometido. Alguien debía de haber ido a la letrina junto al canal y había encontrado los despojos entre los apestosos recipientes, y ahora estos hombres estaban realizando las pesquisas de rigor.
Solté el cuchillo y saqué la mano del taparrabos. Una mujer joven que viajaba en una canoa me miró con una expresión de desagrado.
Agaché la cabeza, avergonzado, antes de volverme rápidamente.
No podía cruzar de nuevo el puente entre Amantlan y Pochtlan. Cualquiera que estuviera cerca del lugar donde habían encontrado el cadáver corría el riesgo de ser detenido e interrogado, y en mi condición de esclavo fugitivo no podía permitírmelo.
Quería volver a reunirme con Bondadoso, contarle lo sucedido en la casa de Flacucho y hacerle algunas preguntas. Bondadoso me había dicho que el padre de Flacucho y sus hermanos habían trabajado para él. En aquel momento no le encontré ningún sentido, porque di por hecho que Flacucho era del distrito de los plumajeros. ¿Qué clase de trabajo podía hacer una familia de plumajeros para un comerciante? Atecocolecan, por otro lado, era un lugar extremadamente pobre que solo daba peones, jornaleros y porteadores. Tenía cierta lógica que Bondadoso empleara a hombres de allí. Pero ¿cómo había llegado Flacucho a convertirse en un plumajero? ¿Cómo había conseguido que lo admitieran en un oficio celosamente guardado por las familias que practicaban sus artes secretas desde hacía generaciones?
De todos modos, tendría que posponer mi conversación con Bondadoso, ya que hubiera tenido que dar un largo rodeo por los distritos vecinos. Me dije que también podría ser valiosa una visita al rival de Flacucho, sobre todo si su hija y el yerno habían huido con el traje robado. Si había alguna probabilidad de que Vago fuese el ladrón, tenía que encontrarlo. Quizá sabría qué le había pasado a mi hijo.
No tuve ningún problema en encontrar la casa de Furioso. En el distrito de los plumajeros todos sabían dónde vivían los grandes artesanos; la primera persona a quien se lo pregunté, un viejo mendigo que intentaba vender unos chiles resecos que llevaba en un cesto roto, me la señaló sin vacilar. Me deseó mejor suerte de la que él había tenido, lo que interpreté como un comentario sobre mi aspecto.
– ¿Qué pasa ahora? ¿No será de nuevo ese condenad vendedor de chiles? ¡Creía que lo habíamos arrojado de cabeza al canal!
La voz de Furioso era tan fuerte como temible. Gritaba por encima del hombre que me había dejado entrar en su casa, un hombre bajo y enjuto vestido con una vulgar capa corta y con la cabeza tonsurada, probablemente un pariente pobre a quien el maestro plumajero empleaba como un favor. El sirviente seguía dócilmente al plumajero, sin dejar de murmurar y acomodarse la capa, mientras el gran hombre recorría el concurrido patio como un pavo que vigila a sus hembras.
Furioso era un hombre alto y fornido; su capa colgaba sobre su cuerpo como si hubiera renunciado a poder ocultar su considerable barriga. Tenía el pelo blanco y el rostro surcado de profundas arrugas. Era más viejo que su rival, Flacucho, quizá bastantes años mayor. Mientras andaba sus brazos se movían con torpeza. Parecían hacerlo independientemente uno del otro y del resto del cuerpo. Siempre había pensado en los plumajeros como artistas cuyos delicados dedos manipulaban los materiales con el mismo cuidado y mimo que una matrona que lava el rostro de un recién nacido. Resultaba difícil conciliar esta imagen con la de Furioso, cuyas manos acababan en unos apéndices que parecían mazorcas.
Era una de esas personas que atraen las miradas de tal forma que al principio apenas me fijé en qué más ocurría en el patio. Solo cuando el sirviente consiguió finalmente llamar su atención de nuevo y logró que se detuviera, se inclinara y frunciera el entrecejo mientras el hombre le contaba quién era yo y por qué estaba allí, se me ocurrió mirar a mi alrededor y hacerme una idea de aquel lugar. Era bastante notable.
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