Simon Levack - La sombra de los dioses

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México, 1517. La capital azteca se estremece entre pánico y rumores. Una extraña figura ha sido vista ocultándose entre las sombras de las calles. Un ser con cabeza de serpiente y el cuerpo cubierto con un plumaje verde brillante: Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada. ¿Es un disfraz o es el dios mismo que ha regresado para impedir algún desastre?
Yaotl, esclavo del ministro de justicia, tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse. Sumergido en la desesperada búsqueda de su hijo, ha escapado de la casa de su poderoso y vengativo amo. Si le capturan, lo único que le espera es un destino horrible… Pero en su huida, Yaotl se topa con un cadáver irreconocible, completamente desmembrado. Mientras une las pistas que le revelarán la identidad del muerto y por qué ha sido asesinado, Yaotl se verá inmerso en una sucia historia de avaricia, celos y lujuria protagonizada por los miembros del exclusivo gremio de artesanos que fabrica los trajes emplumados. Y, como está a punto de descubrir, la investigación de este asesinato le dará la clave para encontrar a su hijo. Pero antes de resolver el misterio, Yaotl necesitará usar todo su ingenio para seguir vivo, pues los secuaces de su amo le pisan los talones…
«La intriga, los personajes bien construidos y grandes dosis de humor negro hacen de esta segunda novela una delicia.» – Historical Novels Review

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Aproveche que Cangrejo se volvía para coger tres cuencos y le pregunté a su tío por qué él y Flacucho eran distintos.

El chico metió uno de los cuencos en la cazuela y me lo dio, no sin antes derramar una pizca de su contenido en e1 fuego, para el dios. Lo acepté agradecido porque mi estómago me recordaba insistentemente que no lo había llenado desde antes del amanecer, y que luego me había apresurado a vomitar el contenido. Cangrejo respondió por su tío, que tenía la boca llena.

– Mi tío tuvo la posibilidad de ir a palacio, pero no quiso.

Casi me ahogué con las gachas.

– ¿Qué?

– Está muy caliente -me advirtió Cangrejo cuando y era tarde-. ¿Quieres un poco de sal o chiles secos?

– No, gracias. -Miré a Furioso-. ¿Rechazaste la oferta del emperador?

Me miró a través del vapor que se levantaba del cuenco. Cuando habló, el vapor se esfumó, como una telaraña barrida por el viento.

– Mi forma de trabajar no les hubiese convenido -manifestó escuetamente.

– ¿Qué pasó con Flacucho? ¿El también le dijo que no a emperador?

– Flacucho y yo éramos los mejores plumajeros de México. Por supuesto, éramos graneles rivales, siempre intentando superar el uno al otro. Yo hacía los mejores mosaicos. -El tono del gigantón era de absoluta modestia, no pretendía darse ínfulas-. Algunos de ellos parecían tan auténticos que habrías jurado que eran flores, pájaros, mazorcas, peces y personas reales, y no figuras. Flacucho hacía abanicos, trajes y las insignias que los guerreros llevan en la espalda. No era muy partidario del uso de la cola, prefería el método de la base y el hilo, pero hacía cosas increíbles. Puedo mostrarte uno de sus abanicos; parece el agua cuando la golpea una piedra, las plumas se levantan y todo el conjunto parece estar a punto de estallar.

– ¿Qué pasó después?

– Empecé a recibir más y más encargos de señores, grandes guerreros y extranjeros. Tenía más trabajo del que podía hacer, incluso con mi familia trabajando a pleno rendimiento. Tuve que llamar a todos mis parientes, y ahora, como ves, tengo esto lleno. Para serte sincero -añadió en voz baja-, algunos de ellos no son parientes, así que tuve que saltarme un poco las reglas para emplearlos. Cada uno hace su tarea, y sabe cómo hacerla a la perfección. -Dejó el cuenco lentamente. Con el fuego entre nosotros era imposible interpretar su expresión-. Pero ¿sabes una cosa? No creo que haya ni uno solo de nosotros, quizá ni siquiera yo, que sea capaz de hacer un abanico o un mosaico desde el principio, ahora ya no. Todo lo que hacemos es impecable, pero… bueno…

– Pero no es original ni único. -Recordé el mosaico de la dalia-. Sin embargo, Flacucho no tiene el mismo problema. ¿Qué le pasó?

– No siguió por el mismo camino que yo. No sé por qué. Quizá no quería trabajar de esa manera. Puede que tuviera algo que ver con el lugar de donde venía.

– Precisamente me lo estaba preguntando. No es de Amantlan, ¿verdad? ¿Cómo se convirtió en plumajero?

– Vaya, lo sabías. Así es, comenzó su vida en Atecocolecan. Pero nació en un día auspicioso para un artesano, y consiguió que una de las familias de aquí lo adoptara. No sé cómo. Alguien debió de pensar que era un desperdicio que fuera un peón. Desde luego tenía talento, pero siempre fue un solitario, insistía en trabajar él solo, incluso cuando vender lo que hacía le acarreaba considerables pérdidas. No podía competir con nosotros; podíamos dar a nuestros clientes lo que deseaban, cuando lo pedían, y garantizar la calidad.

– ¿Calidad? -exclamé sin darme cuenta-. ¡Nunca nadie ha producido trabajos comparables a lo de Flacucho! Bueno, excepto tú, por supuesto.

– ¡Ahórrate el esfuerzo! -replicó Furioso despectivamente-. En sus mejores momentos, yo no le llegaba ni a los tobillos, y ambos lo sabíamos. Pero la mayoría de las veces, Flacucho no buscaba hacer un gran trabajo. Muchas veces no hacía nada en absoluto. Se sentaba rodeado de una montaña de plumas y se limitaba a cogerlas y a mirarlas durante toda una tarde.

Me imaginé al hombre esquelético y con los ojos hundidos que había visto por la mañana desperdiciando su vida jugando inútilmente con una montaña de hermosas plumas.

– Es curioso -prosiguió el plumajero-. Podía haber hecho unos abanicos muy buenos o cualquier cosa que le pidieras, todas las veces que fuera necesario, pero era como si le resultara imposible hacer algo que no fuese lo mejor, y tampoco aceptaba que lo ayudaran, a pesar de que el producto de su trabajo era su único medio de subsistencia.

– Tú rechazaste la oferta del emperador. No me has dicho si Flacucho también la rechazó.

– Para hacer los abanicos y los trajes que me pidieran Moctezuma y sus nobles tendría que haber ido a vivir a palacio. Eso hubiese significado abandonar todo este montaje y, si quieres saber la verdad, no estaba muy seguro de poder trabajar para él. En palacio debieron de pensar lo mismo, porque no insistieron. No sé qué pasó con Flacucho. Estoy seguro de que sencillamente no quería que nadie le dijera qué debía hacer, aunque fuese el emperador. Más tarde, perdió la inspiración, se aficionó a los hongos sagrados y al peyote; después de eso el palacio ya no lo hubiese aceptado.

– ¿Qué le pasó? ¿Por qué regresó a Atecocolecan, a esa covacha donde vive ahora?

– Creo que todo empezó cuando se casó -respondió Cangrejo-. Eso fue hace poco más de dos años.

– Lo dejó para muy tarde, ¿no? -La mayoría de los aztecas se casaba a los veinte, cuando salían de la Casa de los Jóvenes. Flacucho debía de ser bastante más mayor.

– Todos creíamos que nunca se casaría -manifestó Furioso-. En su juventud nunca demostró mucho interés por las chicas. No sé qué le hizo cambiar de idea. Pero su mujer parece que ejerció alguna influencia en él. Tú la has visto. -Hizo una mueca, como si de pronto las gachas se hubiesen agriado-. Supongo que ella lo inspiró. Comenzó a trabajar de nuevo, y ambos acabaron aquí.

– ¿Aquí? -Miré a tío y sobrino-. ¡Pero si Flacucho era tu rival!

– ¿Qué haces con tu competidor cuando está pasando por un mal momento? Lo llamas y haces que trabaje para ti, por supuesto. Flacucho acababa de casarse, ganaba poco y necesitaba ayuda. Así que lo contraté.

Guardé silencio, mientras asimilaba sus palabras junto con el resto de mi comida.

– Supongo que no se quedaría mucho tiempo -dije finalmente.

– Alrededor de un año. Pero cuando se marcharon, no fue por Flacucho. Fue por su hermano.

Las gachas se estaban asentando en mi estómago y transmitían su calor a mis venas, de modo que empezó a apoderarse de mí una peligrosa modorra. Solo deseaba echarme en una estera en cualquier parte, o tumbarme directamente en el suelo desnudo. Apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Entonces, repentinamente, Furioso mencionó a Vago y me desperté de golpe.

Mi hijo, recordé. Vago era el hombre que sabría qué le había pasado.

– Acepté tener a Flacucho y a Mariposa aquí por el bien de su reputación, y al principio pareció funcionar. Flacucho había dejado los hongos. Ponía toda su voluntad. Lo que producía no era lo mejor, ni de lejos, pero no estaba mal. Cogía el algodón, las plumas y los cuchillos y se sentaba en un rincón, apartado de los demás. Su esposa le llevaba comida y agua. Debo admitir que ella lo cuidaba. Flacucho era obsesivo con su trabajo; si ella no se hubiera ocupado de hacerle comer se habría muerto de hambre.

– Solíamos reunimos a su alrededor para observarlo -añadió Cangrejo-. Todos los chicos conocíamos su reputación y queríamos ver cómo trabajaba, y así poder llegar algún día a ser tan famosos como él.

– ¿Y qué salió mal?

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