Simon Levack - La sombra de los dioses

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México, 1517. La capital azteca se estremece entre pánico y rumores. Una extraña figura ha sido vista ocultándose entre las sombras de las calles. Un ser con cabeza de serpiente y el cuerpo cubierto con un plumaje verde brillante: Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada. ¿Es un disfraz o es el dios mismo que ha regresado para impedir algún desastre?
Yaotl, esclavo del ministro de justicia, tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse. Sumergido en la desesperada búsqueda de su hijo, ha escapado de la casa de su poderoso y vengativo amo. Si le capturan, lo único que le espera es un destino horrible… Pero en su huida, Yaotl se topa con un cadáver irreconocible, completamente desmembrado. Mientras une las pistas que le revelarán la identidad del muerto y por qué ha sido asesinado, Yaotl se verá inmerso en una sucia historia de avaricia, celos y lujuria protagonizada por los miembros del exclusivo gremio de artesanos que fabrica los trajes emplumados. Y, como está a punto de descubrir, la investigación de este asesinato le dará la clave para encontrar a su hijo. Pero antes de resolver el misterio, Yaotl necesitará usar todo su ingenio para seguir vivo, pues los secuaces de su amo le pisan los talones…
«La intriga, los personajes bien construidos y grandes dosis de humor negro hacen de esta segunda novela una delicia.» – Historical Novels Review

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El patio estaba desnudo, desprovisto de cualquier ornamento, de cualquier cosa que no sirviera a un propósito práctico inmediato. Incluso había menos ídolos de lo habitual, aunque seguramente en algún momento había habido más, porque las paredes estaban cubiertas de plintos y de nichos vacíos. Por extraños que fuesen, apenas les dediqué una mirada antes de observar a la gente. El lugar estaba abarrotado. Era tal la actividad que me recordó una colmena.

En un rincón, los niños removían los potes de cola caliente: grasa de pavo fundida cuyo fétido olor llenaba todo el lugar. Vaciaban la cola en caparazones de tortuga, que otros niños más pequeños se encargaban de llevar a las mujeres, que pegaban algodón recién cardado en las hojas de maguey, a los hombres que ligaban las anchas y toscas plumas de cuchareta, loro y garza para formar la base de los diseños, y a un pequeño grupo que se mantenía alejado de todos los demás en el rincón más apartado. Estos eran los verdaderos artesanos; su tarea consistía en seleccionar y colocar las plumas más preciosas, las plumas arrancadas del trogón verde, la cuchareta roja y el colibrí, y las más caras y preciadas de todas, las largas y resplandecientes plumas de la cola del magnífico quetzal.

Había otros grupos ante los que los niños pasaban de largo, porque su parte en el proceso no requería el uso de la cola: las mujeres que cardaban el algodón para producir unas capas tan delgadas que incluso podía verse una figura a través de ellas; los hombres que colocaban las capas de algodón sobre los dibujos trazados por los escribas, para reproducir los trazos, y aquellos que despegaban cuidadosamente el algodón pintado y pegado de las hojas que habían servido de soporte.

El resultado de toda aquella actividad eran unos fabulosos mosaicos de plumas: la especialidad de Furioso.

Ahora se dirigía hacia mí, con el rostro enrojecido y una expresión que hacía honor a su nombre. La nota curiosa la aportaban dos perros gordos y pequeños que trotaban pegados a sus talones. Los animales se me acercaron y comenzaron a jugar entre mis piernas; se gruñían el uno al otro y olisqueaban y mordían una hebra suelta de los andrajos de mi capa mientras su amo me observaba con una expresión colérica.

– ¿Qué quieres? -me increpó antes de añadir sin darme tiempo a responder-: Dicen que sabes algo de mi hija y mi yerno. ¡Vamos, habla!

Miré a sus mascotas con desconfianza. Soy de los que siempre han creído que el mejor lugar para un perro es en un buen estofado con judías y chiles.

– Hoy he ido a ver a Flacucho y a su esposa…

Furioso me interrumpió con un sonoro bufido.

– Me han comentado que tú no eres lo que se dice su mejor amigo.

– ¿Eso han dicho? -Su rostro se ensombreció todavía más. Miró a los perros, como si acabara de descubrir que estaban allí-. ¡Acamapichtli! ¡Ahuitzotl! ¡Venid aquí!

Cuando las bestias se le acercaron gimoteando, se agachó para recogerlas en un pliegue de la capa. Luego se volvió, pero solo un momento, para llamar a su viejo sirviente.

– Estoy ocupado. Encárgate de estos dos. -Le entregó los perros con mucha más delicadeza de la que le hubiese creído capaz.

El sirviente los sostuvo apartados de su cuerpo como si creyera que en cualquier momento le defecarían encima.

– Deben de gustarte mucho los perros -comenté.

– Le gustaban a mi esposa -replicó el gigantón sin mirarme-. Compró una pareja para cría con las capas que le di cuando nos casamos, y tuvo bastante éxito, pero por alguna razón ninguno de los que crió acabó en la cazuela. Cada vez que comemos perro lo compramos en el mercado. A estos dos los tengo como un recuerdo. Son los últimos en su línea de descendencia.

– Lo siento. ¿Cuándo la perdiste?

– Hace tres años, pero no es asunto tuyo. Háblame de mi hija.

Le hablé de mi encuentro con Flacucho y Mariposa y le repetí la historia que les había contado a ellos: que era el esclavo de Bondadoso, enviado por el viejo comerciante para recuperar su propiedad.

– Me han contado que Caléndula y su marido desaparecieron la misma noche que se perdió el vestido. Por supuesto, no sé de nada que relacione a tu hija con el robo, pero sería de gran ayuda encontrarla. Bondadoso tiene mucho interés en que este asunto se solucione con la mayor discreción posible.

– Y esperas que te ayude a encontrar a mi hija, ¿no es así?

– También podría ser yo quien te ayudara a encontrarla -manifesté con toda tranquilidad-. Flacucho y Mariposa me han dicho que ella no ha venido aquí. Por lo tanto, he pensado que quizá tú también tendrías mucho interés en averiguar su paradero.

Tras mis palabras hubo un largo silencio cargado de amenazas mientras él pensaba en lo que le había dicho. Entonces, sorprendentemente, se echó a reír, pero sin alegría.

– ¡Ya veo en qué piensas! Debería estar desesperado por encontrar a mi hija y al inútil de su marido, y si no coopero contigo es porque la estoy ocultando, ¿me equivoco? -De pronto se inclinó hacia mí y me enseñó lo delicados que podían ser sus largos y gruesos dedos.

Me pilló por sorpresa. Me tambaleé. Antes de que pudiera recuperar el equilibro, los pulgares de Furioso me oprimían la garganta, uno a cada lado del cuello; yo luchaba por respirar y mantenerme en pie al mismo tiempo, mientras mis manos se agitaban inútilmente en el espacio que había entre los dos.

– ¡Me estás estrangulando! -jadeé.

Su rostro estaba tan cerca del mío que nuestras narices casi se tocaban.

– Así es -murmuró despreocupadamente-. Un poco más de presión y te partiré la tráquea.

Me temblaban las rodillas y mis ojos parecían empeñados en salirse de las órbitas. Intenté gritar, pero lo único que conseguí fue un débil carraspeo. Había un sonido en mis oídos, como el de las olas estrellándose contra la orilla del lago. Empecé a ver manchas negras.

Luego me encontré en el suelo; puse una mano en mi dolorida garganta mientras tosía, babeaba y jadeaba, todo al mismo tiempo.

Estaba tumbado, sacudido por unos violentos temblores, intentando conseguir que los brazos y las piernas se movieran para poder levantarme y alejarme cuanto antes del plumajero. Cuando sacudí la cabeza para despejarla sentí dolor y náuseas. Tuve una arcada, pero solo vomité algo de bilis, Me acurruqué en la tierra apisonada del patio, sin ver nada, pero vagamente consciente de que aún oía la voz de Furioso.

– No, Axilli, no lo entiendes.

– Pero, tío, si puede ayudarnos a encontrar a Caléndula…

Su interlocutor era un chico; su voz estaba a punto de quebrarse. Volví la cabeza con mucha cautela hasta que conseguí verlos.

– ¡Te aseguro que desearía que estuvieras en lo cierto. -exclamó el plumajero-. Pero no puede. Es demasiado peligroso.

Desde, donde yo estaba, Furioso y el chico que lo llamaba «tío» eran unas siluetas oscuras recortadas en el brillante cielo de la tarde. Axilli, que significa «Cangrejo», era una figura pequeña junto al corpachón de su tío. Agachó la cabeza, como si se sintiera desilusionado. Conseguí sentarme.

– ¿Peligroso? -repetí con voz ronca-. ¿Por qué? Lo único que queremos es que nos devuelvan el atavío. Bondadoso incluso está dispuesto a pagar sin hacer ninguna pregunta.

El gigantón me miró.

– ¿Crees que Caléndula lo tiene?

Antes de que pudiera contestarle, me había dado la espalda. Observé cómo pasaba delicadamente por encima de un montón de plumas desechadas y se detenía junto a la pared más cercana. Cuando habló de nuevo, su voz era sorprendentemente suave, suave hasta tal punto que tuve que hacer un esfuerzo para oírlo.

– ¿Ves todos estos nichos y plintos vacíos? Se llevó los ídolos con ella, cuando se fueron a Atecocolecan. Necesitaba tenerlos con ella.

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