No tuve ninguna dificultad para memorizar las indicaciones que me había dado Bondadoso. Sin embargo, conseguí perderme cuatro veces. El horrible descubrimiento que acababa de hacer ocupaba toda mi mente y me costaba concentrarme. Hasta bien entrada la mañana no me encontré donde quería estar, e incluso entonces no estaba seguro de haber acertado.
La ruta que me había señalado Bondadoso me llevó a un distrito donde estaban las bien construidas y respetables casas de los plumajeros. Seguí mi camino y encontré unos angostos y abandonados canales cuyas aguas estancadas apestaban incluso en aquella fría mañana de invierno; había chozas miserables, algunas de las cuales eran poco más que un chamizo. Muchas de ellas estaban abandonadas desde hacía tiempo; habría otras con los techos cubiertos de musgo y montañas de basura contra las paredes. Sin duda aquel era otro distrito.
Finalmente acabé por pedirle a un aguador que me confirmara si me encontraba donde yo creía. Estaba de pie en su canoa, y utilizaba el remo para abrirse camino entre los juncos mientras una espuma verde giraba y se unía a su estela. La embarcación iba cargada con cántaros que probablemente estaban llenos de agua pura de la fuente de Chapultepec, en tierra firme. Todas las mañanas, los aguadores llenaban los cántaros en el acueducto que se construyó a través del lago durante el reí nado del emperador Ahuitzotl, y vendían el agua a los sedientos habitantes de la ciudad. Por supuesto, México era un laberinto de canales, pero a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido beber sus aguas. Mi pregunta le hizo reír.
– ¿Amantlan? ¡Debes de estar bromeando! -Su voz tenía un tono nasal, el resultado de los esfuerzos de no respira por la nariz-. Amantlan está allá atrás. -Movió la cabeza para indicarme el camino por donde había venido-. Esto Atecocolecan.
Miré a mi alrededor, desconcertado. No me había dad cuenta de que había andado tanto, pero al ver el entorno supe qué había ocurrido. Atecocolecan: el lugar del agua furiosa. Había recorrido todo el camino hasta el límite de la isla d México, cerca del lugar donde la calzada norte comunicaba ciudad con Tepeyac en tierra firme.
– ¡Esto es un vertedero! Mira, ni siquiera se ve un sendero. No es más que un pantano; no sabes dónde termina el canal y dónde empieza la tierra. Estas casas deben de estar siempre inundadas.
El nombre de ese lugar no era casual. Después de una fue te inundación muchas de las chozas que me rodeaban no serían más que trozos de madera flotando a la deriva.
El aguador hundió el remo en el agua.
– Así es -admitió.
– ¿Sabes dónde vive Flacucho? – le grité, mientras la canoa conseguía finalmente pasar por el agujero que había abierto en los juncos-. Estoy buscándolo, pero es obvio que me he perdido.
– ¿Flacucho? -Se rió sin volverse-. No te has perdido. ¡Vive allí mismo! -Señaló con el remo una casa que estaba muy cerca-. No te deberá dinero, ¿verdad?
– No.
– ¡Te envidio! Si lo encuentras, coméntale que me has visto. Dile que estoy dispuesto a aceptar una pava joven, siempre que sea una buena ponedora. ¡De lo contrario, puede beberse su propio orín!
El remo hendió el agua con un enfático chapoteo y levantó un chorro de agua verde y marrón. No sirvió para que la canoa ganara velocidad, pero probablemente el hombre se quedó satisfecho.
La casa de Flacucho no era de las peores en esa parte de la ciudad. Estaba en mejores condiciones que las viviendas que había a cada lado. Claro que estas no eran más que ruinas, evidentemente abandonadas, a menos que se tuvieran en cuenta a las ratas. La propiedad del plumajero parecía sólida, pero las paredes reclamaban con urgencia que las pintaran y lo único que quedaba del jardín en la azotea eran unas pocas ramas secas que caían sobre la fachada.
Un grupo de hombres estaba clavando pilotes de madera en el lecho del pantano detrás de la casa. Las sacudidas en el suelo provocadas por los golpes y las voces desafinadas de su canto ayudaban muy poco a mejorar la impresión que daba el vecindario. Recordé el comentario de despedida del aguador. Parecía el hogar de una familia a la que había abandonado la suerte.
Me pregunté cómo un plumajero podía haber acabado aquí, sobre todo alguien tan respetado como Flacucho. Amantlan, como muchos otros distritos de México, era una comunidad muy cerrada, en la que sus habitantes estaban ligados por lazos de parentesco, cuyos hijos e hijas raramente se casaban con alguien de fuera y de quienes se esperaba que continuaran con la actividad familiar que compartían con todos sus amigos y parientes. Si ponías a dos aztecas juntos la rivalidad era inevitable; los amantecas no eran una excepción, pero seguramente debía de haber ocurrido algo extraordinario para que el plumajero más famoso hubiera caído tan bajo, sin que sus pares hicieran nada para impedirlo.
A la vista del estado de su casa, me pregunté si, después de todo, era tan extraño que Flacucho hubiese vendido el atavío de un dios a Bondadoso. Quizá estaba desesperado.
Un portal bajo y cuadrado, que comunicaba directamente con una habitación, interrumpía la blanca superficie de la pared que tenía delante. No había ningún biombo, pero la oscuridad en el interior impedía que se viera nada. El resplandor del sol en el patio interior, visible a través de otro portal directamente opuesto al de la entrada, hacía que aún pareciera más oscuro. Tuve que forzar la vista para poder entrever qué había en el patio: la cúpula de un baño de vapor contra la pared del fondo y otro portal a un lado.
No había nadie en la primera habitación, así que me dirigí hacia el patio. También estaba desierto. Esto me desconcertó, porque en la mayoría de las casas de México vivía más de una familia y en consecuencia estaban atestadas, incluso durante el día, cuando los hombres trabajaban en los campos.
Mientras pensaba cuál sería la razón vi los ídolos.
Los había en todas las casas de México. Normalmente, una repisa cerca del hogar hacía de santuario, de hogar para las deidades protectoras, que podían ser temidas o adoradas, pero a las que siempre se rendía culto; a menudo incluso se las trataba como si fuesen miembros de la familia.
Aquí, al parecer, las cosas se hacían de otra forma. Dos de las cuatro paredes del patio, las que no tenían habitaciones, estaban decoradas con estatuillas de dioses. Algunas eran nuevas, otras viejas. La más grande tenía la mitad de mi estatura y la más pequeña cabía en mi mano. Estaban hechas con toda clase de materiales, desde jade pulido hasta madera de fresno, abeto o cualquier otra madera que fuera abundante y barata. Vi a Tezcatlipoca; a Xipe Totee con su máscara de piel humana; a Tlaloc con los ojos saltones y su consorte Chalchihuitlicue, La de la falda de jade; a Ohmacatl, el vanidoso e impertinente señor de la fiesta, y a algunos otros dioses que conocía y a unos pocos que desconocía. Supuse que los dioses de los plumajeros -Coyotl Inahual y la mujer Xilo y Xiuhtlati- debían de estar aquí, y reconocí a Yacatecuhtli, el dios de los comerciantes, al que los plumajeros también rendían culto.
Había algo extraño en esas figuras, aparte de su número y variedad. Todas ellas, a pesar de haber sido colocadas cuidadosamente en los nichos que les habían preparado amorosamente, estaban cubiertas de una fina capa de polvo, y algunas estaban manchadas o desfiguradas con pegotes de barro seco. Había uno de los ídolos que incluso estaba roto. Era imposible saber qué dios había representado, porque lo único que quedaba era un trozo de la base de jade.
Había muchos tiestos con flores en el patio. Uno de ellos se había roto y la tierra se había desparramado a su alrededor. Fruncí el entrecejo, porque barrer era una tarea sagrada y para una buena azteca no hacerlo era algo inimaginable.
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