Simon Levack - La sombra de los dioses

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México, 1517. La capital azteca se estremece entre pánico y rumores. Una extraña figura ha sido vista ocultándose entre las sombras de las calles. Un ser con cabeza de serpiente y el cuerpo cubierto con un plumaje verde brillante: Quetzalcoatl, la Serpiente Emplumada. ¿Es un disfraz o es el dios mismo que ha regresado para impedir algún desastre?
Yaotl, esclavo del ministro de justicia, tiene asuntos más urgentes de los que ocuparse. Sumergido en la desesperada búsqueda de su hijo, ha escapado de la casa de su poderoso y vengativo amo. Si le capturan, lo único que le espera es un destino horrible… Pero en su huida, Yaotl se topa con un cadáver irreconocible, completamente desmembrado. Mientras une las pistas que le revelarán la identidad del muerto y por qué ha sido asesinado, Yaotl se verá inmerso en una sucia historia de avaricia, celos y lujuria protagonizada por los miembros del exclusivo gremio de artesanos que fabrica los trajes emplumados. Y, como está a punto de descubrir, la investigación de este asesinato le dará la clave para encontrar a su hijo. Pero antes de resolver el misterio, Yaotl necesitará usar todo su ingenio para seguir vivo, pues los secuaces de su amo le pisan los talones…
«La intriga, los personajes bien construidos y grandes dosis de humor negro hacen de esta segunda novela una delicia.» – Historical Novels Review

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Exhalé un suspiro y me dije que eran misterios menores comparados con otros en los que me había visto envuelto últimamente. Me ajusté la manta alrededor del cuerpo y me dirigí de nuevo hacia el puente que comunicaba con Amantlan. Si quería encontrar el fabuloso atavío de plumas de Bondadoso, quizá debería empezar con una charla con el hombre que lo había confeccionado.

Mientras cruzaba el puente vi un rastro de sangre.

Me llamó la atención una mancha oscura que reflejaba la luz de las estrellas. Me agaché para tocarla con la punta del dedo y después la olí. Era fresca.

Me levanté parar mirar a un lado y a otro. Me sorprendió que el rastro comenzara más o menos donde yo estaba y siguiera hacia la orilla opuesta. ¿Había tenido lugar una pelea y un hombre herido se había alejado tambaleándose hacia Amantlan? Miré de nuevo el suelo. Había algunas marcas en la escarcha que cubría las tablas del puente. Distinguí huellas dejadas por las plantas de mis pies descalzos. Había otras, menos claras, que podían pertenecer a algo pesado que alguien había arrastrado a través del canal; la mancha estaba en su estela. No conseguí ver nada que indicara una lucha.

Caminé lentamente a través del puente, con el entrecejo fruncido, atento al rastro, hasta que vi adonde me llevaría. Entonces vacilé; me detuve para olisquear el aire, y tuve la primera arcada cuando intuí lo que debía de haber al otro lado del tabique de mimbre en el extremo más lejano del puente, el lugar hacia el que me dirigía cuando creí que me había cruzado con un dios.

Mi sentido del olfato siempre ha sido muy agudo. Había pasado la mayor parte de mis años de sacerdote en la oscuridad, en las alcobas más recónditas de los templos, donde nunca entraban los rayos del sol, dedicado a observar las estrellas desde la cumbre de una pirámide, o a rondar por las colinas alrededor del lago donde se alzaba nuestra ciudad, sin ver nada pero alerta a los olores que traía el viento: a pino, salvia y salmuera. A menudo, para un sacerdote es más importante la nariz que los ojos, y esos sentidos aún me eran útiles cuando los necesitaba.

Me detuve junto al tabique de mimbre. Observé la nubecilla de mi aliento que se condensaba en el aire frío de la noche; a continuación, olí lenta y profundamente.

Contuve la náusea que subió a mi garganta junto con cada uno de los olores que insistían en su derecho a ser identificados. Todos eran espantosos: orín y materia fecal y, debajo de todos pero inconfundible, un olor que ningún sacerdote o ex sacerdote olvidaría: el hedor de la sangre humana fresca.

Miré el suelo. No había ninguna duda de que aquí era adonde conducía el corto rastro que había seguido. El olor venía de detrás del tabique, y no podía hacer otra cosa que ir a buscar su origen.

En parte sabía qué encontraría. Habría cántaros en los que los transeúntes podían hacer sus necesidades, y que luego se transportarían en canoa para venderlos en los mercados para hacer tintes o abono. En efecto, encontré algunos recipientes de arcilla grandes y bajos, con los costados desportillados y con grandes manchas negras después de años de uso. Miré su desagradable contenido con toda la atención que permitía la oscuridad, pero no vi nada fuera de lo normal. Luego avancé un paso, y sentí que mi estómago se contraía.

Mis pies descalzos se pegaron al suelo.

No necesitaba mirar. El olor de lo que me rodeaba bastó para desvelarme qué había pisado. Alrededor de los recipientes estaba empapado de aquella sustancia; allí se había derramado suficiente sangre para satisfacer incluso a Cihuacoatl, la más sanguinaria de nuestras diosas.

La cabeza me dio vueltas. Me sentí tentado de apoyarme en el tabique pero me detuve justo a tiempo, porque sin duda la endeble estructura habría caído. Miré a mi alrededor buscando en cada uno de los oscuros rincones la señal de algún cuerpo; desesperadamente, intentaba convencerme de que e muerto no había acabado donde yo intuía.

Con un gemido, acepté la evidencia de mis ojos y me aventuré a mirar en el recipiente más cercano. Lo empujé nerviosamente con la base de la palma. Pesaba demasiado para tumbarlo, y sencillamente volvió de nuevo a la posición anterior. Una vez más, intenté volcarlo; no lo conseguí, y finalmente, dominado por la decepción y el enojo, sujeté el borde resbaladizo con las dos manos y empujé con todas mis fuerzas.

Tuve que apartarme de un salto porque un torrente espeso se derramó por el suelo. Afortunadamente no había luz suficiente para ver de qué color era, pero el olor y algo pálido que flotaba en la espesa y hedionda materia oscura eran inconfundibles. Era parte de un brazo humano. La mano estaba vuelta hacia mí, como si suplicara, aunque los dedos estaban cerrados alrededor de algo, un pequeño objeto resplandeciente y de forma irregular, como una talla de obsidiana o de jade.

Me agaché para ver mejor la mano, pero en aquel momento la náusea me venció. Corrí a la orilla del canal y vomité. Vacié lo poco que había en mi estómago y continué con las terribles y dolorosas arcadas hasta casi no poder respirar. Cuando acabé, permanecí un buen rato arrodillado en el borde del agua, mirando cómo las primeras luces de la aurora se reflejaban en las ondas de la superficie hasta que la humedad en mis ojos las convirtió primero en vagas formas fantasmagóricas y luego en un movimiento débil y pálido, como el de una manta sacudida en un día nublado.

Pasó un buen rato tras escapar del horror de detrás del tabique, durante el cual no hice otra cosa que permanecer acurrucado y tembloroso junto al canal. Cuando cesaron las arcadas y mis ojos se secaron, me quedé mirando el agua.

Tenía que volver allí, volcar los demás recipientes y enfrentarme a sus secretos. Me balanceé sobre las plantas de los pies un par de veces, con la intención de levantarme e ir a mirar de nuevo detrás del tabique, pero las dos veces me quedé donde estaba. Creía adivinar lo que había ocurrido y me aterraba la idea de confirmarlo.

Mi hijo había ido a casa de Bondadoso a buscar su cuchillo. Me pregunté si tal vez había sorprendido a otro ladrón y le había robado el atavío de Bondadoso, o si, como creía el viejo, ambos habían participado en el robo y después habían discutido. Uno de ellos había apuñalado al otro, y la víctima había acabado aquí. Miré detrás, hacia el puente, e intenté imaginar qué había ocurrido. Quizá el asesino había cargado con el cuerpo hasta la mitad del puente y luego lo había arrastrado el resto del camino antes de descuartizarlo y ocultarlo rápidamente en la letrina.

¿Podía Espabilado haber hecho algo así? Cerré los ojos e intenté imaginar al chico que apenas había tenido ocasión de conocer matando a un hombre por conseguir un cuchillo de bronce y un atavío de plumas. Era difícil. Espabilado había sido el amante de un asesino cruel y vicioso, pero no era un criminal. No obstante, la otra alternativa era peor; significaba que era el cuerpo de mi hijo el que yacía en pedazos en la letrina.

Tenía que saberlo.

Me armé de valor y me levanté, pero entonces me di cuenta de que aquel asunto ya no estaba en mis manos y que había perdido una oportunidad.

Faltaba muy poco para el amanecer y la ciudad despertaba al nuevo día. Comenzaron a pasar canoas; un par de remeros miraron con curiosidad a la miserable criatura que estaba de pie junto al canal, con el rostro pálido de tanto vomitar, los ojos inyectados en sangre por el cansancio y las ropas convertidas en harapos. Debía alejarme rápidamente antes de que alguien descubriera lo que había visto y lo relacionara conmigo.

Dirigí una última mirada al tabique de mimbre y seguí mi camino.

TRES CONEJO

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