Su origen se remontaba al siglo II después de Cristo, a la época en la que numerosísimas sectas proliferaban en torno a los restos aún tibios de Cristo. Inmediatamente condenados por los Padres de la Iglesia, combatidos por personalidades tan eminentes como Epifanio, Hipólito o Ireneo -que luego serían canonizados por sus servicios a la cristiandad-, no por ello los ofitas habían dejado de aumentar. Incluso el gran Orígenes los había denunciado, escribiendo: «Los ofitas no son cristianos, son los mayores adversarios de Cristo».
Particularmente activos en Egipto, los ofitas se habían visto forzados, para no ser exterminados, a pasar desapercibidos. Habían calcado su comportamiento del de aquellos a los que invocaban: los cristianos de los primeros tiempos y las serpientes. Y así habían abandonado la superficie de la tierra para ir a refugiarse en las catacumbas, olvidando hasta el nombre del sol.
En el curso de los siglos habían excavado una extensa red de grutas, sótanos y cuevas unidos entre sí por numerosos subterráneos, y habían practicado su religión lejos de las miradas de las autoridades religiosas, romanas y bizantinas. Incluso habían conseguido la hazaña de resistir a la invasión musulmana de Egipto de 639; gracias, por un lado, a que sus nuevos amos les habían confundido con los coptos, y por otro, a que nunca habían dejado de esconderse, esperando el día en el que por fin podrían salir a la luz.
Y ese día, el Día de la Serpiente, se acercaba.
Según los cálculos astrológicos establecidos por los fundadores de la secta, el día en el que la «Cabeza» y la «Cola» de la serpiente se encontraran, el mundo se vería obligado a reconocer la supremacía de los «Hijos de la Serpiente» (es decir, de los ofitas) y, en consecuencia, a doblegarse a su ley.
Según la tradición, la «Cabeza» era una estrella, la de la mañana. A lo largo de los siglos, esta estrella, bautizada «Lucifer», se había identificado sucesivamente con el rey de Babilonia, Cristo, Fustat y El Cairo, y luego con el propio Satán.
En cuanto a la «Cola», debía de ser un cometa. Su paso forzaría a la estrella de la mañana a desviarse de su ruta y acercarse peligrosamente a nuestro planeta. Una lluvia de serpientes se abatiría entonces sobre la tierra, amenazando con extinguir la vida en ella. En ese momento los ofitas saldrían de sus madrigueras y propondrían al mundo entero la salvación, a cambio del poder.
Subido a un estrado rodeado por momias de cocodrilos, Chawar levantó una colosal boa sobre su cabeza y declaró:
– ¡El Día está próximo!
– ¡Bendito sea el Día! -silbaron los fieles reunidos a sus pies.
Se arrodillaron al unísono y golpearon con sus cráneos las losas verde esmeralda del templo de Apopis, que parecía un nido de serpientes, con paños amarillentos dispersos por la sala en los que hormigueaban víboras. Colgados de los pilares, que representaban cobras erguidas, unos extraños globos luminosos aureolaban la sala de reflejos verdosos. Eran racimos de huevos de serpientes.
– ¡Benditos sean los hijos y las hijas de la Serpiente! -prosiguió Chawar.
– ¡Bendita sea la Serpiente!
– ¡Bendito sea Jesucristo!
– ¡Bendito sea!
Chawar colocó la cola de la boa frente a la boca, bien abierta, del reptil, y empezó a introducirla en ella. Era un espectáculo asombroso, del que Morgennes, encaramado en las alturas del templo, no perdía detalle. Finalmente, después de un largo y laborioso trabajo, cuando la serpiente casi había acabado de tragarse a sí misma, Chawar se la colocó sobre la cabeza y declaró:
– Que sea la corona que simboliza el Saber que adoramos. ¡Agradezcamos a la Serpiente que nos haya ofrecido el fruto del Árbol del conocimiento!
Los fieles se levantaron y luego se arrodillaron de nuevo silbando. Esta vez, sus cráneos chocaron con tanta fuerza contra las losas del templo, que incluso las macizas cobras de piedra que sostenían la bóveda temblaron. Morgennes notó cómo una onda recorría el esqueleto del dragón donde se había ocultado. Gruesos cordajes lo mantenían colgado del techo, y era tan grande que un centenar de hombres habían tenido que trabajar durante varios meses, sobre andamios de bambú, para suspenderlo. Oculto en el interior del vientre de la bestia, Morgennes se preguntó si no sería ese el dragón al que había pertenecido el diente que había sustraído a Manuel Comneno.
Aunque se desplazó tan discretamente como pudo, no consiguió evitar que una nube de polvo de hueso lloviera sobre los fieles. Uno de ellos levantó la cabeza. Morgennes se encogió, tratando de hacerse invisible, dejando de respirar.
En ese momento oyó un ruido extraño, en parte cubierto por la voz de Chawar, pero de todos modos claramente perceptible. ¡No lejos de él, alguien manejaba una sierra! Sus ojos registraron la oscuridad, y distinguió muy cerca de la cabeza del dragón a un hombre vestido con una capa negra y un turbante del mismo color. Reptó hacia él.
Chawar, por su parte, no se había dado cuenta de nada y seguía perorando, imperturbable:
– Los francos -dijo levantando las manos hacia el gran dragón- nos han entregado sus restos para que los adoremos como merecen, y porque era justo que volvieran aquí, a su casa… Hoy, gracias a los francos, y gracias a Dios, el califa ya no es más que un juguete en nuestras manos. ¡Pronto Egipto podrá reivindicarse con orgullo como la hija primogénita del Dragón!
– ¡Bendito sea el Dragón! -entonó la multitud en éxtasis.
Morgennes lo aprovechó para recorrer en un santiamén la distancia que le separaba de la extraña silueta. Esta sostenía una sierra, con la que trataba de cortar los gruesos cordajes a los que estaba atada la cabeza del dragón.
De repente, una voz que llegaba de las profundidades del templo gritó:
– ¡Mirad! ¡Ahí arriba!
Miles de ojos se alzaron hacia él, y miles de bocas de lengua bífida silbaron:
– ¡ S-s-sacrilegio!
El desconocido de la sierra se incorporó, miró a Morgennes a los ojos y le dijo:
– ¡Enhorabuena por la discreción! Ahora habrá que ir deprisa.
– ¡Vos! -exclamó Morgennes-. Pero ¿qué…?
– Más tarde -dijo el individuo-. Tengo un trabajo que acabar.
Por debajo de ellos, los ofitas corrían hacia los armeros ocultos en los pilares, para coger, unos, una lanza o una espada de hoja sinuosa, y otros un arco. Algunas flechas silbaron alrededor de Morgennes y del desconocido, que mostraba una sangre fría admirable y seguía serrando con energía los cordajes.
– Las últimas pulgadas siempre son las más difíciles -dijo a Morgennes-, porque están reforzadas con metal.
A pesar de la energía que desplegaba, Morgennes se dio cuenta de que no llegaría a tiempo de seccionarlas antes de que los ofitas surgieran por alguna de las aberturas perforadas bajo la bóveda del templo.
– Apartaos -le dijo.
El desconocido retrocedió y Morgennes lo sujetó. Luego agarró uno de los cables que sostenían al dragón y le lanzó un potente puntapié. La osamenta emitió inquietantes chirridos.
– Sujetaos bien -dijo Morgennes-. Vamos a tener movimiento.
Acto seguido empujó violentamente con los dos pies la cabeza del dragón e hizo ceder varias de las clavijas que mantenían las cuerdas en su sitio. Se oyó un crujido sordo, y luego el esqueleto se dislocó, soltando una lluvia de huesos sobre los fieles. Morgennes no tenía idea de cuánto podía pesar, pero a juzgar por los alaridos que provocó su caída, se dijo que debía ser muy, muy pesado.
– Vaya -dijo el desconocido-. Veo que no hacéis las cosas a medias.
Un grito resonó tras ellos. Los ofitas les disparaban desde una de las galerías situadas en las alturas del templo.
– Sujetaos bien -dijo Morgennes-. ¡Vamos a subir!
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