Amaury se adelantó hacia al-Adid, que reaccionó con unos temblores de las cejas similares a los de las viejas cortesanas que quieren hacerse pasar por vírgenes. ¿Cómo? ¿Tocar al califa? ¿Dios en la tierra, o casi? ¡Impensable!
Pero Amaury insistía. Se mantenía, con una pierna adelantada, a solo unas pulgadas del trono del califa, con el torso inclinado hacia delante y la mano derecha tendida hacia al-Adid, con una amplia sonrisa en los labios.
– ¡Si no me estrecha la mano, me voy!
Los egipcios debatieron con una hábil mezcla de gestos indignados y expresiones ofendidas. Chawar, por su parte, recurrió al desesperado estado de inseguridad en el que se encontraba Egipto y lo importante que era contentar a los francos, que habían expulsado a los ejércitos de Nur al-Din.
Finalmente -lo que ya era una inconcebible concesión-, al-Adid consintió en coger en su mano enguantada de seda la mano del rey.
Pero Amaury rehusó agriamente, alegando:
– Señor, la fe no p-p-permite rodeos. En la fe, los medios por los que los p-p-príncipes adquieren de obligaciones deben ser desnudos y abiertos, y conviene ligar y desligar con sinceridad todo pacto comprometido sobre la fe de cada uno. Por eso, d-d-daréis vuestra mano desnuda, o nos veremos obligados a creer que existe por vuestra parte mentira o poca p-p-pureza.
Los egipcios parecían a punto de perder la paciencia, pero Galet el Calvo tuvo la buena idea de hacer tintinear su espada sobre su cota de mallas y todo volvió al orden. Sin olvidarse de reír, para disimular y hacer como si se tratara de un juego, el joven al-Adid retiró su guantelete de fina seda, y una mano de una blancura de tiza apareció a la vista de todos. Los egipcios bajaron los ojos para no verla, pero Amaury la empuñó y la apretó con energía mientras recitaba en voz alta los términos de su pacto y exigía que el califa los repitiera después de él.
Luego, satisfecho, retrocedió y volvió con los suyos.
Riendo nerviosamente y haciendo melindres, el califa dio orden de que trajeran los regalos que había previsto para los francos y volvió a ponerse el guante. Entonces una procesión de eunucos negros se adelantó. Cada uno llevaba una bandeja de oro con diversos objetos preciosos y magníficas joyas. Amaury, por su parte, recibió una soberbia piedra de color verde oscuro.
– Es una serpentina -aclaró Chawar, cuando el rey le preguntó su nombre.
– Una ofita -precisó Guillermo.
Chawar asintió con la cabeza:
– Exacto. ¿La conocéis?
– Sí -dijo Guillermo-. Pues estas piedras llevan el mismo nombre que cierta secta de adoradores de la serpiente establecida en Babilonia…
Chawar no hizo ningún comentario, sonrió enigmáticamente y dijo:
– Perdonadme, pero los asuntos del califato…
Y se esfumó, como una serpiente que corre a refugiarse bajo una piedra.
Guillermo se inclinó hacia Amaury y le susurró unas palabras al oído, que el rey escuchó atentamente. Cuando Guillermo acabó de hablar, Amaury miró a derecha e izquierda, buscando a Morgennes, porque tenía una misión que confiarle.
Por los libros en posesión nuestra, conocemos los hechos
de los antiguos y la historia de las épocas pasadas.
Chrétien de Troyes,
Clig è s
Habían pasado varios meses desde el regreso de Amaury a Jerusalén y el establecimiento de un protectorado franco en Egipto.
Morgennes, que se había quedado por orden del rey, tenía por misión «hacerse olvidar», una tarea en la que era maestro. En este caso, consistía en mezclarse con la población de modo que pudiera mantener a Amaury al corriente de lo que se tramaba en El Cairo. Porque ser la «sombra del rey» era también ser sus oídos y sus ojos.
Oficialmente, sin embargo, el rey no tenía sombra. Ni real ni de ningún otro tipo.
Y nunca nadie debía hacerle notar que arrastraba, como todos, un doble oscuro de su persona, un doble cambiante, móvil y que le seguía a todas partes hiciera lo que hiciese y fuera adonde fuese. Porque al ascender al trono de Jerusalén, había recibido de Dios la absolución de sus pecados. El rey se volvía bueno por la exclusiva gracia del trono, y nadie, nunca, debía poder encontrar en él nada que objetar. Para todos era evidente que Dios no habría podido aceptar como soberano de su santa ciudad a un hombre imperfecto, marcado por los defectos.
A semejanza de su cofrade de Roma -el Papa-, el rey era un hombre intachable y considerado infalible.
Sin embargo, sin duda para hacer olvidar la sombra que supuestamente ya no les acompañaba, los reyes de Jerusalén muy pronto adoptaron la costumbre de dar a algunos hombres excepcionales el estatus de «sombra».
Este consistía en no ser. En desaparecer, llevándose consigo todos los defectos que se suponía que el rey ya no tenía. Pues si el rey es franco, recto, honesto y virtuoso, las sombras, por su parte, son retorcidas, solapadas, mentirosas y viciosas, y no dudan en engañar para alcanzar sus fines. El rey es objeto de admiración, es grande, es bueno. Las sombras, en cambio, no son objeto de nada, sino de rumores, de habladurías que les acusan de todos los males y les hacen responsables de todo lo que funciona contrariamente a lo esperado.
Morgennes cumplía a la perfección su papel de sombra: usaba diferentes disfraces para introducirse en lugares que normalmente le habrían estado prohibidos, repartía sobornos, pasaba informaciones y espiaba conversaciones. Gracias a su excelente memoria, retenía todo lo que era demasiado peligroso consignar por escrito. Cada semana, media docena de correos cargados con parte de lo que Morgennes había averiguado partían a Jerusalén a lomos de camellos. Así el rey permanecía al corriente de todo. Y particularmente de los excesos de los dos templarios nombrados en El Cairo para representarle. Porque, en efecto, esos hombres no tenían ningún reparo en entrar en las mezquitas a caballo o sin descalzarse, en levantar el velo de las mujeres o servirse sin pagar en las tiendas; actuaban en todas las circunstancias de un modo tan indigno que atraían sobre sí -y sobre los francos en general- el odio y el resentimiento de los egipcios, incluidos los coptos.
La elección de Galet el Calvo y Dodin el Salvaje podía sorprender; pero en realidad no tenía nada de extraño que Amaury los hubiera elegido como emisarios, ya que ambos hablaban muy bien el árabe y estaban acostumbrados a dirigir negociaciones a veces extremadamente duras -particularmente con esa facción mahometana mil veces maldita que infestaba las montañas donde los templarios y los hospitalarios habían instalado sus cuarteles: los asesinos-. Para estos dos templarios, no había individuo demasiado pobre o demasiado poderoso para que no pudieran sustraérsele algunos denarios que añadir a las arcas del Temple -o del reino, en este caso.
Pero esta es otra cuestión. Ahora tengo que volver a Morgennes, que en este preciso instante se había envuelto el cuerpo en un gran manto gris y espiaba desde una terraza las idas y venidas de Chawar. El comportamiento del visir, obsequioso y siempre dispuesto a mostrarse de acuerdo con los dos templarios, le intrigaba. Morgennes sospechaba que no jugaba limpio. Para descubrir su juego, le seguía desde hacía más de una semana, sin resultado. Pero cierto domingo, al anochecer, Chawar fue a pasear del lado de Fustat, no lejos del barrio copto. Su marcha era vacilante, y describió mil y un rodeos por las callejuelas serpenteantes de la ciudad vieja, antes de deslizarse al interior de una sórdida vivienda de paredes leprosas, donde Morgennes también entró.
Morgennes no lo sabía, pero el edificio en el que Chawar acababa de desaparecer era un templo consagrado a una divinidad muy antigua llamada Apopis. Solo los iniciados tenían derecho a entrar allí. Después de haberse arrodillado, para dar testimonio de su humildad, descendían por un largo y estrecho corredor guardado por serpientes de piedra. La leyenda contaba que estas estatuas tenían el poder de cobrar vida para golpear a los intrusos. Pero Morgennes desconocía esta leyenda, igual que ignoraba que los antiguos adeptos de Apopis se habían «mudado» para ceder su puesto a los ofitas.
Читать дальше