David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– Cubridla con una lona mientras voy a ver al califa…

– ¿Cómo se llama este monumento? -preguntó el joven Balduino a Guillermo, apretándole la mano.

– La Esfinge -respondió Guillermo-. Se dice que tiene cuerpo de león, pero ¿cómo saberlo? La arena la cubre desde hace tantos años…

El palacio califal era una colosal construcción rectangular, cuyo aspecto exterior no hacía presagiar de ningún modo el esplendor de su interior.

Solo algunos francos habían tenido el privilegio de acompañar a Amaury, y entre ellos se encontraban Guillermo de Tiro y Balduino IV. Como ambos habían insistido, Morgennes se había unido también al grupo. Se sorprendió enormemente al ver, entre los otros representantes del reino de Jerusalén, a dos de los seres que más odiaba en el mundo: Galet el Calvo y Dodin el Salvaje, los dos templarios con los que había tenido un violento altercado en el Krak de los Caballeros.

Pero los dos hombres no tenían tanta memoria como él y le habían olvidado. ¿Cuántos años habían pasado desde su anterior encuentro? Debían de ser cinco ya. Cinco largos años durante los cuales Morgennes se había convertido en otro hombre, con la piel tostada por el sol, endurecida por las pruebas que había soportado, y en los que su tonsura había desaparecido. Cinco largos años durante los cuales los dos templarios no parecían haber cambiado en nada. Uno seguía llevando en el costado izquierdo la misericordia del padre de Morgennes, y el otro parecía gozar aún de la gloria que le había otorgado la babucha de Nur al-Din. Dos mentirosos contumaces, dos bribones, dos usurpadores de los que Morgennes se vengaría a su modo.

Para no hacerse notar, fue tan discreto como un gato y habló menos que una estatua. Pero los lugares que atravesaban eran tan magníficos, de una belleza tan pasmosa, que habría podido bailar la giga y tocar la flauta sin que nada cambiara. En efecto, el interior del palacio desbordaba de riquezas hasta tal punto que los francos sintieron vértigo. ¿Era posible que hubiera en el mundo esplendores semejantes? ¿O quizá, al entrar en ese palacio, habían franqueado el umbral de otra tierra?

Guardias de piel negra, sobrecargados de armas y con armadura de gala, se arrodillaban a su paso. Chawar, finalmente, había acudido en persona a recibirlos a la entrada del palacio, y se divertía jugando a ser guía. Al verle, Morgennes palideció, porque se trataba del infame personaje que, desde su carro, había atacado a los coptos en Alejandría. El hombre a quien habría matado si Alexis de Beaujeu no hubiera intervenido a tiempo para impedírselo. Sin embargo, Chawar no pareció reconocerle, o si le había reconocido, no dio muestras de ello.

Para impresionar a los francos, el visir les hizo pasar por un sinfín de pasillos adornados con cortinajes de oro y seda, y luego por patios a cielo abierto donde había fuentes que manaban en medio de jardines exuberantes. Guillermo de Tiro dejó escritas sobre esta visita algunas páginas, muy conocidas, de las que aquí se ofrece un extracto:

En este lugar se nos reveló lo más pasmoso, lo más misterioso, lo más secreto de Egipto. Allí pudimos ver balsas de mármol llenas del agua más límpida que pueda imaginarse, así como una multitud de aves desconocidas en nuestro mundo. ¡Qué espectáculo tan prodigioso para nosotros, pobres francos, el de estos pájaros de formas inauditas y colores extraños, de gorjeos tan diversos como excepcionales!… Había, para pasear, galerías con columnas de mármol revestidas de oro, con esculturas incrustadas; el pavimento estaba hecho de diferentes materias, y todo el contorno de estas galerías era verdaderamente digno de la majestad real… Avanzando aún más lejos, bajo la guía del jefe de los eunucos, [encontramos] otras edificaciones aún más elegantes que las precedentes… Había allí una sorprendente variedad de cuadrúpedos, tanta como la mano de los pintores pueda complacerse en representar, como la poesía pueda describir o la imaginación de un hombre dormido pueda inventar en sus sueños nocturnos; como la que se encuentra, en fin, realmente, en los países del Oriente y del Mediodía, mientras que Occidente nunca ha visto nada parecido.

Todo esto tenía un único objetivo: ablandar a los francos, subyugarlos. Someterlos a la muy alta autoridad de Egipto, para obligar a Amaury a reconocerse, instintivamente, vasallo en vez de soberano. Pero Amaury no era un hombre que se dejara impresionar fácilmente.

Mientras recorrían estas salas, jardines y pasillos, el rey mostraba una expresión de hastío -como si estos esplendores le fueran familiares y en Jerusalén se lavara los pies en un barreño de oro con piedras preciosas engastadas-, que por otra parte sentía, ya que, a sus ojos, su hijo era mil veces más hermoso que el palacio del califa. Y así fue como se fijó en Morgennes.

Morgennes caminaba exactamente a la sombra de Balduino, como si quisiera protegerle. Servirle de guardia de corps. Fue en ese instante, según cuenta Guillermo de Tiro, cuando el rey decidió contratar a Morgennes como espía -aunque ya se le había ocurrido cuando había renunciado a ser armado caballero.

Era un hombre recto, en el que un rey podía confiar.

Esta decisión, que convertiría a Morgennes en uno de esos hombres llamados la «sombra del rey», fue una de las más sabias que Amaury tomó nunca. E interiormente se felicitó por ella mientras comunicaba su elección a Guillermo de Tiro, que le escuchó con atención asintiendo con la cabeza.

La recepción empezó con la presentación de los francos al califa de Egipto, al-Adid. Era un adolescente esquelético, de rostro demacrado, con la cabeza rasurada y vestido con amplios ropajes que realzaban la delgadez de sus miembros. Sus ojos, excesivamente maquillados, parecían los de un loco, y todo en él producía la extraña sensación de que era transparente, como si solo le quedaran unos días de vida, o como si ya no viviera desde hacía mucho tiempo.

Era un ser que no contaba.

Un símbolo, una idea.

Así, conforme al uso, al-Adid no habló en toda la ceremonia. Fue Chawar quien se expresó por él. Pero el resultado de sus conversaciones fue que Egipto aceptaba la protección de los francos, y se comprometía a entregarles, cada año, un impuesto de cien mil monedas de oro. Chawar estaba en la gloria y sonreía enseñando todos sus dientes. Sus maquinaciones habían dado resultado.

Egipto se encontraba a salvo de los sunitas de Damasco, y los griegos se habían quedado en Bizancio. Los francos, finalmente, aportaban su protección sin incomodarle en nada. ¡Era perfecto!

Algunos funcionarios, todos coptos, sentados en el suelo con una losa de piedra atravesada sobre las rodillas, tomaban nota de cuanto se decía. Morgennes se fijó en que, de vez en cuando, uno de ellos levantaba los ojos en su dirección sin dejar de escribir. Parecía que quisiera indicarle algo, pero Morgennes no veía qué podía ser.

Finalmente, cuando el acuerdo diplomático quedó sellado, oralmente, y Amaury hubo anunciado que había ordenado a los templarios Galet el Calvo y Dodin el Salvaje que permanecieran en El Cairo para recaudar el impuesto prometido, se produjo un acontecimiento que nunca, en más de cuatro mil años, se había visto en Egipto.

Y es que la humanidad nunca había tenido antes a un rey como Amaury. Pues el monarca franco, por más que otorgara cierto valor a las promesas hechas oralmente y a los contratos firmados (si bien un poco menos a estos últimos), solo confiaba en los que se comprometían f í sicamente con él.

Cuando Amaury propuso a los egipcios sellar su acuerdo «con un franco y viril ap-p-pretón de manos», estos se quedaron sencillamente estupefactos y creyeron que bromeaba.

Estaba claro que no le conocían.

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