David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Qué espectáculo!

– ¡Realmente, lo nunca visto!

El patriarca de Jerusalén apretaba los puños. Aquello no tenía nada que ver con las artes que él apreciaba, aquellas que autorizaba a representar en el interior del Santo Sepulcro y que mostraban la Pasión o el nacimiento de Cristo.

– ¡Cuidado!

Una pata del tamaño de un tronco de árbol se abatió sobre el centro de la cueva e hizo temblar la sala.

– ¡Mirad! ¡Ahí!

Resbalando a lo largo del miembro anterior del dragón, Morgennes volvió al escenario y se puso a buscar un arma: una piedra, una roca.

En ese momento, Amaury empuñó el estandarte real, que sostenía aún su condestable, y se lo lanzó a Morgennes mientras gritaba:

– ¡San Jorge, t-t-toma esto!

Morgennes lo sujetó y apenas tuvo tiempo de agradecer su gesto al rey con una inclinación de cabeza, porque el dragón ya se disponía a atacar de nuevo. ¡Garras, garras y colmillos afilados! ¡Una dentellada a la derecha con el cuello, una patada a la izquierda! Morgennes paró cada uno de los golpes que descargaba contra él el dragón y rodó bajo su vientre.

Muy pronto, la hermosa enseña de Jerusalén quedó hecha jirones. Luego, Morgennes dobló una de sus rodillas. Su pecho se elevaba a sacudidas. Le costaba respirar. El violento palpitar de la sangre en sus sienes era como un repique de campanas. ¿Había llegado el final? La otra rodilla cedió también… Estaba a punto de ser derrotado. Nadie podía vencer al universo, nadie tenía la menor posibilidad de batirle. Y entonces una voz surgió del fondo de la cueva.

Una voz femenina.

– ¿Quién anda ahí?

Una mujer, vestida completamente de blanco, apareció en el extremo de la gruta. Llevaba un velo sobre el rostro, de modo que no se veía si era hermosa o fea. Por su voz, solo podía saberse que era joven y distinguida.

Debía de ser la princesa.

– ¡He venido para salvaros! -le gritó Morgennes.

Levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo el dragón iniciaba su última carga.

Morgennes empuñó la lanza, clavó la base en el suelo y la sostuvo con la punta hacia arriba. Murmuró un padrenuestro y clavó la mirada en lo que sería su gloria o su perdición.

El gran dragón se dejó caer sobre Morgennes, y san Jorge desapareció, aplastado. El impacto fue tan violento que toda la sala tembló. Un verdadero terremoto. ¿Y ahora? ¿Era el final?

¿Había muerto la diabólica criatura? ¿Y san Jorge con ella?

No. Aún no había terminado.

Porque el dragón empezó a agitarse, como atacado por la fiebre. Girando de lado, mostró su lomo a la multitud. Job tenía razón! ¡Era una auténtica hilera de escudos, imposible de penetrar! Un murmullo se alzó entre el público…

– ¿Y san Jorge?

– ¡Aquí está!

Un río de sangre surgió de entre los omóplatos del gran dragón y salpicó la sala. Como Atenea saliendo de su padre equipada con todas sus armas, Morgennes emergió con un grito prodigioso y levantó su lanza.

¡Había vencido! ¡Bendito fuera el todopoderoso Dios de los ejércitos!

Pero en la sala reinaba el silencio. Nadie se atrevía a gritar, por miedo a que todo empezara de nuevo. Todos retenían el aliento; la explosión de júbilo, unánime, no resonó hasta el momento en que el dragón dejó escapar un sonoro pedo, seguido de un olor a col.

– ¡Victoria!

La nobleza aplaudió a rabiar, e incluso Thierry de Alsacia, hasta entonces cariacontecido, dio rienda suelta a su alegría.

– ¡Viva san Jorge! -gritó.

Morgennes saludó al público, hizo algunas reverencias y se llevó la mano al corazón. Parecía agotado, pero feliz. Las ropas, la barba y los cabellos estaban empapados de una sangre de color rojo oscuro y apenas se distinguía su rosada carne.

Entonces, mientras la princesa corría hacia él para dejarse abrazar, subí al escenario y me dirigí a la multitud:

– Así, la sangre fue pagada con la sangre y los golpes respondieron a los golpes. Dos fuerzas, dos potencias, se han enfrentado, y no ha sido la más voluminosa la que ha salido victoriosa. Porque una estaba guiada por Dios, y la otra por Satán…

– Es muy cierto -gritó Amaury, que estaba encantado con el espectáculo que había presenciado.

Devolví la mirada al rey, satisfecho de que el misterio representado le hubiera complacido. En general, yo tenía una pobre opinión de los que se ganan la vida recitando ante los poderosos; pero este rey era una excepción. Este rex bellatore, este rey guerrero, había querido que representaran para él el más formidable combate llevado a cabo por un soldado cristiano, y yo se lo había ofrecido. Con la complicidad, es cierto, de toda la Compañía del Dragón Blanco, y en particular de Filomena… Por otra parte, no solo habíamos representado nuestro espectáculo para Amaury. Lo habíamos hecho también contra la muerte y la tristeza. Para que el rey olvidara, aunque solo fuera el rato que dura una obra, el fallecimiento de su hermano. Y para que Thierry de Alsacia olvidara también a Sibila y su sufrimiento.

– ¡Esta aventura -continué- proporcionará tanto renombre a san Jorge que en adelante será tenido por el mejor caballero del mundo y de todas partes vendrán a honrarlo!

– ¡Viva!

– ¡San Jorge!

Realmente me sentía feliz. Sí. Había ganado mi apuesta de mantener a la muerte a raya… Lástima que en Jerusalén no hubiera concursos de poesía como en Arras. «Vaya, y ahora que lo pienso, ¿dónde está Thierry de Alsacia? No le veo por ninguna parte…» Aprovechando un breve reflujo en la tormenta de aplausos, precisé: «Y aquí acaba el cuento…». Y abandoné el escenario.

Me sentía inquieto. ¿Dónde se habría metido el conde de Flandes?

Apenas había puesto el pie fuera de la cueva, cuando el rubicundo Amaury me abrazó. El rey estaba tan gordo que desaparecí entre los pliegues de su grasa, y sentí sobre mi pecho la presión de sus voluminosos senos.

– A fe mía que tengo que recompensar a cada uno de los miembros de vuestra c-c-compañía -me dijo Amaury-. ¡P-p-pídeme lo que quieras!

– Bien -dije-, si me atreviera a…

– ¡Atrévete! Te lo ordeno.

– Me apasionan los textos y las obras de todos los géneros… ¿No podría consultar vuestros libros? ¿Entrar en vuestras bibliotecas?

– ¿Nuestros libros? Pero ¿p-p-para qué?

– No solo los vuestros -precisé-, sino los de todo vuestro reino. Yo pongo en romance cuentos de aventuras, y me es muy útil rodearme de los mejores autores, para inspirarme en ellos…

– Ya veo. No es complicado. -Amaury se volvió hacia el canónigo de Acre y le ordenó-: Guillermo, muestra nuestros manuscritos a este buen monje.

– ¿Todos?

– Sí, incluidos los que mantienes a salvo de miradas indiscretas…

– Se hará como deseáis, sire -dijo Guillermo.

– ¿Y tú? ¿Qué quieres? -preguntó Amaury a Nicéforo.

– ¿Yo? Nada. Solo vuestro éxito…

– ¿Es decir…? P-p-perdóname, joven amigo, pero desconfío de los que quieren mi bien.

– Sin embargo, majestad, eso es justamente lo que más deseo: vuestro bien.

– ¿Cuál? ¿El que significará unir Egipto al reino, o bien el de verme en los b-b-brazos de una mujer?

– Ambos, amado rey -concluyó Nicéforo con una sonrisa enigmática.

– Bien, haré t-t-todo lo que esté en mi mano por satisfacerte. Y tú, mi buen, emm…, soldado, monje, comediante… En fin, tú, el del cráneo más o menos tonsurado, ¿qué deseas?

La pregunta iba dirigida a Morgennes, que se tomó tanto tiempo para responder que todos los que estaban a su alrededor se impacientaron.

– ¿Y bien? -dijo el rey-. ¿Tan complicado es?

– Sire, por favor -dijo Morgennes-. ¡Hacedme caballero!

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