Las campanas repicaban, llamando a la población a dirigirse al Santo Sepulcro. Este pronto quedó rodeado por una multitud tan compacta que parecía un solo cuerpo, imposible de atravesar. Pero esta carne era la del futuro rey, el único que podía hender a esa multitud de súbditos. Acompañado de todos los caballeros del reino, Amaury penetró en el interior de la iglesia cristiana más importante y caminó hacia su patriarca. Este último, que era también, a su modo, una especie de rey, se había revestido con sus ropajes pontificios. Sus ayudantes habían encendido las lámparas y los cirios, que componían, desde el suelo hasta el techo, un cielo estrellado que el rey y su séquito atravesaron como un cometa.
Ahora todos formaban un círculo en torno al rey, con los brazos cruzados sobre el pecho. Un canto, el Veni Creator, se elevó de sus pechos, sumándose al largo lamento de las campanas.
El rey estaba escoltado por sus dos principales servidores: su senescal y su condestable. El primero, Milon de Plancy, que era igualmente gobernador de Gaza y miembro de la Orden del Temple, sostenía el cetro real. El segundo, llamado Onfroy de Toron, permanecía erguido, orgulloso como un pavo. En la mano izquierda sostenía las riendas del caballo de Amaury, que llevaba el mismo nombre que la legendaria montura del rey Arturo: Passelande. Y en la mano derecha enarbolaba el estandarte real, donde estaban representadas las armas de Jerusalén.
Ligeramente apartado, el chambelán paseaba a Alfa II y a Omega III, los dos bassets de Amaury, sujetos de la correa. Reinaba una actitud de recogimiento. El rey se arrodilló finalmente. No había santo crisma, porque Amaury no había querido que le consagraran. El patriarca le dio a besar las espuelas y la espada de Godofredo de Bouillon, y luego depositó sobre la cabeza de Amaury la corona real.
Solo entonces se volvió hacia la Santa Cruz que presidía el altar, y pronunció la fórmula ritual: Amaury, per Dei gratiam in sancta civitate Jerusalem Latinorum Rex.
Amaury era rey.
Alzando su espada, el monarca gritó:
– ¡A la guerra!
Pero la serpiente es venenosa, y su boca lanza llamas,
tan llena está de maldad.
Chrétien de Troyes,
Ivain o El Caballero del Le ó n
Unas alas inmensas proyectaban sombras móviles sobre ellos y los silbidos cruzaban el aire. De los agujeros excavados en la cueva brotaban llamas que amenazaban con quemarles.
– P-p-prodigioso -exclamó Amaury lanzando miradas entusiastas en torno a él.
Hacía un calor infernal. Por todas partes planeaba un hedor a azufre y a huevos podridos. Los espectadores tenían que enjugarse constantemente el rostro, cubierto de hollín y surcado por gruesas gotas de sudor.
– Espléndido -aplaudió Amaury, colocando a uno de sus dos perritos sobre las rodillas, mientras el otro se apretujaba contra sus piernas-. ¡Maravilloso!
El senescal se persignó, preguntándose cuándo finalizaría aquel horror.
De pronto un cuerno dio la señal de ataque.
El chambelán, asustado de encontrarse allí, hundió la cabeza entre los hombros, justo en el momento en el que Morgennes surgía de un lateral de la escena con una espada en la mano. El caballero apuntó el arma en dirección a los espectadores y luego trazó con ella un arco que la llevó sobre su cabeza. En ese momento, como si hubiera esperado esta señal, el gran dragón se abalanzó sobre él desde lo alto.
Era tan enorme en relación con el escenario que solo sus patas, agarradas a un cielo de escamas, se dibujaban por encima del público. Morgennes paró con el escudo las garras de su adversario, que trazaron anchas entalladuras en su defensa. Se escuchó un chirrido metálico, y Morgennes cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra una gran roca.
Por un instante, la multitud le creyó muerto.
– ¡Ha caído! ¡Ha caído!
– ¡Hay que ayudarle!
– ¡Abajo el dragón!
– ¡No, no! ¡Mirad! ¡Por los clavos de Cristo, se levanta!
En efecto, Morgennes se levantaba, sosteniendo su espada firmemente apretada contra él, desplazándose a pasos cortos, buscando una abertura en lo que parecía ser una interminable muralla de escamas. El dragón dio otro paso y con un formidable batir de alas apagó los géiseres de fuego, con lo que sumió a Morgennes y al público en la oscuridad.
Ese fue el momento que eligió la bestia inmunda para escupir.
Una llama surgió de sus fauces, atravesó el decorado y alcanzó a Morgennes, que apenas tuvo tiempo de resguardarse detrás de su escudo. En torno a él, la tierra estaba al rojo. Algunas piedras estallaban, y otras se inflamaban. Solo Morgennes resistía a pie firme.
¿Por qué milagro?
– ¡Dios! ¡Dios le protege! -gritó una voz entre el público. -¡Aleluya! -aulló otra.
El vapor que escapaba silbando de la tierra envolvió a Morgennes en una armadura de bruma. Cualquier otro hombre habría muerto escaldado. Pero Morgennes resistió. Las fauces del dragón se aproximaban ya para lanzar el golpe de gracia. En lugar de retroceder, Morgennes se precipitó hacia delante, le lanzó un mandoble al labio inferior, y luego, rodando sobre sí mismo, escapó por poco a sus colmillos. Morgennes se incorporó. Descargó un nuevo mandoble, que rebotó en el marfil de una garra.
«¿Es real o es una ilusión? -se preguntaba el público-. ¿A qué estamos asistiendo? Decidnos: ¿hay peligro o no?»
Un nuevo golpe consiguió penetrar bajo una escama. Tres gotas de sangre escaparon de la herida, tocaron a Morgennes en el hombro, se deslizaron por su túnica y trazaron una cruz bermeja que fue a añadirse a la cruz tramada de oro que brillaba en su pecho.
El dragón retrocedió. ¿Estaba huyendo?
– ¡Por Nuestra Señora! -gritó Morgennes.
Un tumulto de alas le indicó que su enemigo se alejaba. Morgennes lo aprovechó para tomar aliento y examinar el lugar, en busca de la hija del rey.
– ¿Princesa? ¿Dónde estáis?
– ¡San Jorge, detrás de ti! -gritó una voz entre el público.
Bajo la bóveda rocosa, un gigantesco cuello propulsó a través de la cueva unas fauces del tamaño de un carro. La boca se desplazaba a la velocidad de un caballo al galope, y para evitar ser aplastado, Morgennes se vio obligado a realizar un salto prodigioso, que le llevó a la cabeza del dragón, al lugar donde las crestas de escamas batían el aire como algas agitadas por el oleaje. «¡Rápido! ¡No hay tiempo que perder!» Saltó hacia el morro del dragón, mientras este huía de la cueva, que amenazaba con derrumbarse.
¡Ahí! Bajo un párpado de cuero, un ojo brillaba con un resplandor lechoso. Morgennes se deshizo de su escudo, sujetó su espada con las dos manos y la hundió en la pupila de la bestia.
Un aullido atravesó la cueva.
¿Había acabado todo?
– ¿San Jorge? ¿San Jorge?
La cabeza del dragón había desaparecido, y san Jorge con ella. Luego, de repente, surgió del fondo del escenario, como para golpear lateralmente a la multitud. Por muy poco, los espectadores evitaron el impacto, porque en el último momento el gran dragón había reducido su impulso. Algunos pretendidos caballeros, atemorizados, se habían aplastado contra el suelo para protegerse.
Varios centenares de pares de ojos se alzaron hacia Morgennes y lo vieron sujeto al cuello del gran dragón, con la espada clavada en el ojo del monstruo. ¿Con qué lucharía ahora? ¿Cómo podía vencer?
Un tornado barrió la sala, arrancando plumas de los penachos de los cascos, pañuelos y chales, haciendo volar ornamentos en todas direcciones y dando a la selecta asamblea el aspecto de un ejército derrotado.
Ya no había nadie. Ni dragón ni Morgennes. El tiempo de que la cueva curara sus heridas, de que el polvo se posara, y el antro de la bestia apareció vacío. El gran dragón había ascendido al cielo, llevándose a Morgennes con él. Qué importaba que le faltara un ojo; no lo necesitaba para volar. La aflicción se apoderó de la sala. Los espectadores empezaron a dudar. «¿A qué hemos asistido en realidad?»
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