David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– Es imposible -dijo Gargano.

– Déjale -le murmuré al oído-. ¿No ves que sufre?

Bebí un trago de vino, me sequé la boca con el dorso de la manga y me acerqué a Thierry de Alsacia.

– Querido conde, os prometo, por mi honor y por mi alma, que si existe un medio de salvar a Sibila, lo encontraré…

Morgennes asintió.

– Gracias -dijo el conde.

– Ahora deberíais ir a acostaros. La noche es buena consejera…

– Tenéis razón.

El conde se retiró con paso titubeante y desapareció en el interior del carro. Después de que las cortinas se hubieran cerrado tras él, Nicéforo se volvió hacia mí.

– La muerte de Sibila era inevitable.

– ¿Por qué?

– Porque leí vuestros poemas, y son magníficos. Creo que habría cedido… Ninguna mujer puede resistirse a tanto talento.

– ¿Ninguna? ¿Realmente?

No me atrevía a mirar a Filomena, que comía frente a mí, al otro lado del fuego. Pero Nicéforo parecía seguro de sí mismo, y asintió con la cabeza.

– Conozco a una que no ha cedido -dije.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -prosiguió Nicéforo.

– Desde luego.

– ¿Por qué habéis dejado de hacer juegos malabares desde que estáis con nosotros?

– Porque únicamente los hacía con los huevos de Cocotte…

– Y desde entonces no ha vuelto a poner -añadió Morgennes.

– ¿Y a qué creéis que se debe?

Tosí dos o tres veces, acaricié a mi gallina rojiza con mano distraída, y respondí:

– Creo que está afligida…

– ¿Afligida? ¿Una gallina?

– Cocotte es Cocotte. Tal vez tenga plumas como todas las gallinas; y es cierto que cacarea, picotea, come grano y pan duro, piedrecitas y gusanos; pero para mí es Cocotte, y no hay ninguna como ella…

– Os entiendo muy bien -dijo Gargano.

– Si es tan valiosa para vos y puesto que sois tan buen malabarista, ¿qué ocurrió en Arras? -preguntó Nicéforo.

No respondí inmediatamente, fascinado por el baile de las llamas, tan pronto rojas como azules, que ascendían de nuestro fuego.

Morgennes ya me había hecho antes esta pregunta, pero yo no le había respondido… Sin embargo, yo había visto algo. Pero prefería no hablar de ello.

– En todo caso -intervino Gargano-, no fue a causa de Cocotte.

– ¿Cómo lo sabéis? -pregunté.

– Me lo ha dicho.

– ¿Podéis hablar con los animales? -intervino Morgennes. -Sí.

– ¿Y de qué habéis hablado? -inquirió.

– Pues de esto y de lo otro. De banalidades principalmente. Pero también, desde luego, de lo que ocurrió en Arras, cuando dejasteis caer el huevo…

– ¿Y qué os dijo?

– Que estabais muy enfermo. En parte es por eso por lo que ya no quiere poner. Para preservaros.

– ¿Y qué más dijo?

– También dijo que ella no tiene nada que ver con todo ello. Que sus huevos siempre han sido unos buenos huevos, con su clara y su yema… Está preocupada.

Sonreí distraídamente. Cocotte estaba durmiendo sobre un suave nido de paja en el interior de la caravana. Cuánto camino recorrido desde Saint-Pierre de Beauvais y Arras… Me parecía que nuestra expedición tocaba a su fin, y mi intuición me decía que no volveríamos a Constantinopla. Al menos no enseguida… No antes de que Morgennes hubiera tenido tiempo de dirigirse a Jerusalén y de arreglar allí sus cuentas con Dios.

14

Mañana os haré coronar. Mañana seréis armado caballero.

Chrétien de Troyes,

Clig è s

– ¿Jerusalén? ¡Y por qué no Damasco o El Cairo! Esto nos obligará a desviarnos -dijo Nicéforo a Morgennes. -Tengo que ir -replicó Morgennes. -Es por la cruz, ¿verdad?

– ¡Sí!

– Muy bien. Iremos a Jerusalén. Pero si allí no hay nada que te retenga, Chrétien y tú volveréis conmigo a Constantinopla, para actuar ante el emperador.

– ¡Prometido!

En realidad Morgennes no tenía ni idea de qué debería hacer una vez estuviera al pie de la Vera Cruz. Como religioso, su deber era servirla. Pero ¿y como Morgennes?

Gargano reunió a sus bueyes y los dirigió hacia el sur, en dirección a la ciudad tres veces santa. Al verlo, recordé la leyenda de san Jorge, según la cual se habían necesitado ocho bueyes para llevar hasta Lydda el gran dragón al que había dado muerte. Y nuestro tiro contaba con ocho bueyes. ¿Era una casualidad? ¿Y era también una casualidad que Nicéforo hubiera insistido tanto en que escribiera un cuento acerca del combate de san Jorge y hubiera pedido a Morgennes que lo interpretara? Filomena se había pasado días enteros trabajando en una gigantesca marioneta que representaba un dragón.

Todo giraba en torno a ese monstruo. E incluso en torno a Morgennes, sobre quien planeaba la sombra de los matadores de dragones desde que había cogido un espetón sin quemarse, como san Marcelo, el draconocte.

No, tantas coincidencias no podían ser fruto del azar. Seguramente Nicéforo tenía algún proyecto secreto en la cabeza. ¿Por qué tenía tanta prisa en volver a Constantinopla? ¿Y Gargano? ¿De dónde provenía su poder? ¿Quién era en realidad? Aunque, si efectivamente hablaba con los animales, comprendía mejor por qué se servía tan poco de las riendas y por qué no dudaba, por la noche, en dejar que los animales durmieran sueltos, fuera de cualquier cercado.

Lo que más me desconcertaba era que tenía el presentimiento de que, de todos estos personajes, Morgennes no era el más misterioso. Nosotros no formábamos parte de una compañía de teatro, sino de una especie de bestiario en el que nosotros éramos los protagonistas.

Las altas murallas de Jerusalén sostenían un cielo desgarrado por las cruces, tan numerosas que desde lejos parecía que era un cementerio. Sonaban campanas llamando a la oración.

– Tengo la impresión -dijo Gargano- de que hay algún problema.

– Es extraño. Estamos atravesando campos y no veo a nadie. ¿Dónde está la gente? Es verdad que estamos en invierno, pero no lo entiendo. ¿Qué hacen los campesinos? ¿Están todos en sus casas, calentándose junto al hogar? -añadió Nicéforo.

Todo parecía estar de duelo. Incluso el viento había dejado de soplar, y los pájaros permanecían posados sobre unos surcos poco profundos, desamparados; paseaban a su alrededor unas miradas en las que podía leerse: «¡Hambre! ¡Frío! ¡Miedo! ¡Frío!».

– Aquí huele a muerto -constató Thierry de Alsacia.

– Pero ¿quién debe de haber muerto? Porque se diría que toda Jerusalén llora -dijo Morgennes.

– Su padre -dijo Nicéforo-. Es decir, su rey.

– ¡Balduino! -exclamó Thierry-. ¿De modo que también tú has muerto?

Balduino, tal como se refería a él Thierry de Alsacia, había sido coronado rey de Jerusalén después de la muerte de su padre, el ambicioso Fulco V el Joven. Desde el momento en el que había ocupado el trono, el nuevo rey había continuado con el proyecto de su predecesor: la conquista de Egipto. Y como su padre antes que él, Balduino III había fracasado. Había muerto a los treinta y dos años, sin descendencia, tal vez envenenado por uno de sus médicos. Por eso entraba dentro de la lógica que Amaury, su hermano pequeño, conde de Jaffa y de Ascalón, hubiera sido designado para sucederle -y para dar continuidad a las locas ambiciones de su padre.

Su coronación debía tener lugar ocho días después del entierro de su hermano, es decir, el 18 de febrero de 1162. Jerusalén no estaba de duelo. Coronaba a su rey.

Amaury había querido dar a la ceremonia el aspecto de un entierro. ¿Por qué? Porque no se encontraba de humor para alegrías, y porque las circunstancias en las que había sido reconocido por sus pares no habían estado exentas de vejaciones hacia su persona.

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