«…Me doy perfecta cuenta de sus compromisos con el rey Pedro II y su Gobierno, y me las arreglaré, en tanto me lo permitan los intereses de mi pueblo, para evitar innecesarias querellas, a fin de no causar inconvenientes a nuestros aliados en este aspecto. De todos modos le aseguro, Excelencia, que la situación política interna creada en esta ardua lucha por la liberación, no es sólo la oposición de algunas personas o de ciertos grupos políticos, sino el irresistible deseo de todos los patriotas, de todos aquellos que luchan y se hallan relacionados desde hace tiempo con esta batalla, y éstos son la inmensa mayoría de los pueblos de Yugoslavia…»En el momento actual todos nuestros esfuerzos se dirigen en una dirección… crear una unión y hermandad de las naciones yugoslavas, la cual no existía antes de esta guerra, y cuya ausencia ha originado la catástrofe en nuestro país…»
A pesar de las divergencias políticas existentes entre ambos, Churchill y Tito siguieron colaborando tan satisfactoriamente que en el momento del día D, los partisanos, ayudados por las armas occidentales, luchaban contra unas veinticinco divisiones alemanas casi en igualdad de términos, y en el momento en que el Ejército Rojo -después de sus fáciles conquistas de Rumania y Bulgaria, en septiembre- se dirigía hacia Yugoslavia, los alemanes se retiraban ya de ella. [13]Tito se dispuso a acudir a Moscú con objeto de coordinar las operaciones de sus guerrilleros con las del Ejército Rojo. Los rusos le aconsejaron que saliera en secreto, por lo cual, con su perro «Tigar» -cuya cabeza iba enfundada en un saco-, se dirigió al aeródromo de la isla de Vis, frente a la costa yugoslava, y subió a bordo de un «Dakota» tripulado por soviéticos, eludiendo la vigilancia de los centinelas británicos del aeropuerto. [14]
Aquella era la primera visita de Tito a Rusia desde 1940, cuando siendo miembro desconocido de un partido clandestino de escasa importancia, recibía el vulgar nombre clave de Walter. En el momento de trasladarse a Rusia era ya un victorioso mariscal y jefe también de un activo partido político que no tardaría en hacerse con el control del país. Le llevaron al mismo robusto Stalin abrazó a Tito, y ante la sorpresa de éste le levantó en vilo unos centímetros. Tito contestó a estas efusiones con actitud respetuosa, deferente, y Stalin se enfrió perceptiblemente. En realidad, ya estaba un tanto preocupado por los recientes mensajes de Tito, especialmente con uno que comenzaba: «Si no nos puede ayudar, al menos no nos ponga obstáculos.» El veterano Stalin tuvo también que sentirse resentido ante la deslumbrante apariencia y los magníficos uniformes de Tito, así como por la propaganda que le hacía la Prensa occidental.
– Tenga cuidado, Walter -dijo Stalin, condescendiente, en una de sus entrevistas-. La burguesía de Servia es sumamente fuerte.
– No estoy de acuerdo con usted, camarada Stalin -replicó Tito, al que le disgustaba que le llamasen Walter-. La burguesía de Servia es muy débil.
Siguió un embarazoso silencio, no atenuado por el hecho de que Tito tuviese razón.
Cuando Stalin le preguntó acerca de cierto político yugoslavo no comunista, Tito contestó:
– Es un truhán y un traidor. Ha estado colaborando con los alemanes.
Stalin mencionó a otro hombre, y como obtuviese la misma contestación, dijo:
– Walter, para usted todos son truhanes.
– Exactamente, camarada Stalin -arguyó Tito, con gesto digno-. Todo el que traiciona a su país es un truhán.
Lo que resultaba sólo una situación tirante amenazó en convertirse en algo más serio cuando Stalin declaró que se mostraba partidario de restituir al rey Pedro en el trono, a fin de evitar choques con Gran Bretaña y Norteamérica, ya que en ese momento de la guerra aún necesitaba mucha ayuda militar. Tito, que también precisaba ayuda, pero no a semejante precio, replicó ásperamente que era imposible restaurar la monarquía. El pueblo no la respaldaría, dijo, y tachó impetuosamente tal acto como una traición.
Stalin dominó sus impulsos y contestó:
– No necesita usted restaurarle de hecho -dijo astutamente-. Manténgale en segundo plano, y en el momento oportuno puede alojarle un cuchillo en la espalda.
En ese instante Molotov informó que los ingleses habían desembarcado en la costa yugoslava.
– ¡No es posible! -exclamó Tito.
– ¿Qué quiere usted decir con eso?-replicó Stalin de mal humor-. Es un hecho cierto.
Pero Tito explicó que sin duda se trataba de sólo tres baterías artilleras que el mariscal de campo Harold Alexander había prometido desembarcar cerca de Mostar, para auxiliar las operaciones de los guerrilleros.
– Nos resistiríamos.
Tito demostró la misma independencia de criterio en lo relativo a los rusos, sosteniendo inequívocamente que permitiría la entrada del Ejército Rojo a su país sólo cuando él le invitase a entrar, y estableció claramente que sólo necesitaba una ayuda limitada: una división acorazada sería suficiente para ayudarle a liberar Belgrado. Por otra parte, no se permitiría que el Ejército Rojo usurpase funciones civiles y administrativas en Yugoslavia, como lo había hecho en Rumania y Bulgaria. Stalin accedió a tales restricciones con aparente complacencia, y dijo que enviaría a Tito un cuerpo de ejército en lugar de una división, es decir, unas cuatro veces más de lo que había pedido. Tito regresó en avión a su país en el momento en que el prometido cuerpo de Ejército Soviético entraba en Yugoslavia, y con su ayuda los partisanos tomaban finalmente Belgrado unas tres semanas más tarde. Ello señaló el fin de la lucha militar para Tito, ya que los alemanes estaban impacientes por huir a Hungría. La vida política de Tito también experimentó un cambio, y el antiguo proscrito trasladó su residencia al palacio del príncipe Pablo, situado en los alrededores de la capital. En primer lugar, pagó su deuda con Churchill firmando un acuerdo con el Gobierno exiliado en Londres, por el cual se comprometía a celebrar elecciones libres para determinar el Gobierno permanente que regiría Yugoslavia. Esto no le costaba nada a Tito, el cual, a diferencia de los dirigentes comunistas de otros países de Europa Oriental, era un héroe nacional, el salvador de Yugoslavia, y no había la menor duda de que la abrumadora mayoría de sus compatriotas votarían en su favor.
Pocos días más tarde de la partida de Tito, Churchill llegaba a Moscú. Tenía grandes deseos de ver a Stalin -«con el que siempre he considerado que puedo hablar como un ser humano con otro»- para tratar acerca de la situación de posguerra de los países europeos liberados. Los dos hombres se hallaban discutiendo el asunto de Polonia, cuando Churchill dijo de improviso:
– Aclaremos la situación en los Balcanes. Sus ejércitos se encuentran en Rumania y Bulgaria, donde tenemos intereses, misiones y agentes. No debemos interferirnos mutuamente. Por lo que a Gran Bretaña y a Rusia se relaciona, ¿qué le parece disponer ustedes del noventa por ciento del predominio en Rumania, nosotros de otro noventa por ciento en Grecia, y partir el cincuenta por ciento en Yugoslavia?
Churchill escribió luego algo en un papel, y Stalin comprobó que además de lo dicho para Rumania, Grecia y Yugoslavia, Churchill proponía que Hungría se repartiese al cincuenta por ciento y que Rusia ostentase el setenta y cinco por ciento del poder en Bulgaria. El mariscal guardó unos momentos de silencio, y luego trazó una gran raya azul sobre el papel que le había entregado Churchill.
En el lapso de unos pocos segundos se había hecho historia.
– ¿No parecerá un tanto cínico que dispongamos de estos asuntos, en lo que va el destino de tantos millones de seres humanos, de una manera tan ligera?-dijo Churchill-. Será mejor que quememos el papel.
Читать дальше