John Toland - Los Últimos Cien Días

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Los últimos cien días de la Segunda Guerra Mundial en el escenario europeo son la culminación del drama que se ha desarrollado a lo largo de toda la contienda. En esos tres meses los Aliados darán el golpe de gracia al Tercer Reich pero, antes de que éste se hunda definitivamente, Alemania tendrá que soportar una tragedia con escasos precedentes en la historia de la humanidad. Víctima de intensos bombardeos, del frío y la falta de alimento, de los excesos cometidos por las tropas rusas y del terror impuesto por los últimos guardianes del nazismo, la población germana acabará recibiendo la noticia de la derrota con indisimulado alivio.
En estas páginas, el historiador John Toland ofrece una extensa, documentada y apasionante reconstrucción de esos últimos y dramáticos días. Su lenguaje ameno y directo, más cercano al periodismo que al propio de los libros de historia, transporta al lector a los diferentes escenarios en los que se libra esa partida final, en un fascinante relato de interés creciente que logra captar toda su atención desde el primer momento.
Los últimos cien días, un clásico imprescindible del que se han vendido millones de ejemplares desde su aparición en 1965, está considerado hoy día como la obra más completa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

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– ¡Camarada, di a estos rusos que somos húngaros, y no alemanes!

Afortunadamente, Litteráti había hallado un hombre en el que los rusos creían, y al fin le llevaron a la casa de un guardabosques, no lejos de allí. Debilitado a causa de la herida, Litteráti se tendió en un lecho, colocando un pañuelo bajo la cabeza, para impedir que la sangre manchase la funda de la almohada. Luego vio un rostro conocido que le miraba. Era el del «bárbaro» que le había golpeado. Mientras una enfermera soviética le lavaba la herida, el soldado ruso de feroz aspecto empezó a sonreírle, y después de entregarle dos paquetes de cigarrillos le estrechó la mano con todo entusiasmo.

De los setenta mil hombres de Pfeffer-Wildenbruch, poco más de setecientos escaparon a las líneas alemanas. Casi todos los demás murieron en combate o fueron asesinados. El comandante soviético aseguró que había capturado a treinta mil soldados. Como luego sólo dispusiera de unos pocos millares de prisioneros, se limitó a detener a veinticinco mil civiles en las calles de Buda. Pero la verdadera historia de la matanza de prisioneros, así como los numerosos saqueos y violaciones cometidos por toda Buda, no pudieron ocultarse, y la gente del otro lado del Danubio comenzó a preguntarse si después de todo la liberación había representado una ventaja tan considerable.

Ese mismo día el «Catoctin», con Roosevelt a bordo, abandonó el puerto ruso de Sebastopol. Por lo que al presidente se refería, el futuro de los Balcanes se hallaba asegurado desde el momento en que Stalin aceptaba la Declaración de Europa Libre. Roosevelt se daba cuenta ya de que en Bulgaria, Rumania y Hungría se iban estableciendo a la fuerza Gobiernos comunistas, pero imaginó que la situación volvería más tarde a la normalidad, de acuerdo con los términos de Yalta.

Capítulo séptimo. Operación «Trueno»

1

Cuando el 12 de febrero se publicó el comunicado oficial de la Conferencia de Crimea, la mayor parte de los ingleses y norteamericanos la aprobaron con entusiasmo. En Inglaterra una serie de artículos aparecidos en periódicos tan diversos como el Manchester Guardian, el Daily Express y el Daily Worker elogiaban las decisiones alcanzadas por los Tres Grandes. Joseph C. Harsch, de The Cristian Science Monitor, expresaba así la favorable opinión de la mayor parte de los norteamericanos:

«… La Conferencia de Crimea destaca de las anteriores a causa de su especial carácter decisivo. Las reuniones que produjeron la Carta del Atlántico, Casablanca, Teherán y Quebec, estaban dominadas políticamente por un afán de declaraciones. Eran declaraciones de políticas de aspiraciones, de intenciones. Pero no eran entrevistas de decisiones. La reunión de Yalta se hallaba dominada por el deseo, la voluntad y la determinación de lograr sustanciosas decisiones.»

En la Unión Soviética se observaba un sentimiento similar. Pravda dedicó una edición entera a la conferencia. En su opinión, las decisiones alcanzadas indicaban que «la alianza de los Tres Grandes Poderes poseía no sólo un histórico pasado, sino también un gran futuro». Izvestia, por su parte, declaró que era «el acontecimiento político más importante de la época».

El comunicado también provocó la satisfacción de Goebbels, ya que le dio ocasión de fortalecer su propaganda sobre el Plan Morgenthau y la rendición incondicional. Al mismo tiempo afirmó que la decisión de los Tres Grandes en Yalta, de desmembrar a Alemania, forzándola a pagar agobiantes indemnizaciones, demostraba que Alemania debía seguir luchando con renovado vigor… o ser aniquilada.

Entusiasmó en Francia la decisión de concedérsele una zona de ocupación, pero la satisfacción fue atemperada por la desaprobación personal de De Gaulle. El disgusto del general era comprensible. No sólo le habían negado el permiso para asistir a la conferencia, sino que permaneció ignorante de los resultados habidos hasta que Jefferson Caffery, el embajador norteamericano en Francia, le entregó un memorándum el 12 de febrero. R. W. Rever, un funcionario político francés, envió un telegrama a Roosevelt manifestando que De Gaulle había recibido al embajador «fríamente». Este informe, y la negativa de De Gaulle a encontrarse con Roosevelt en Argel, hicieron que el presidente americano se desentendiese del general, al que no profesaba simpatía alguna.

– Me hubiera gustado tratar algunos problemas con él -manifestó a Leahy-. Pero si no ha querido hacerlo, eso no cambia las cosas para mí.

De Gaulle, al menos, se mostró exteriormente cortés en relación con Yalta, pero los polacos de Inglaterra y los de Norteamérica criticaron la conferencia acerbamente. Guiados por el primer ministro Tomás Arciszewski -el reemplazante de Mikolajczyk-, proclamaron que Roosevelt y Churchill habían entregado Polonia a la Unión Soviética como sacrificio para lograr la unión entre ellos. Uno de los polacos hizo algo más que acusar. El teniente general W. Anders, comandante del II cuerpo polaco, que había desempeñado un buen papel en la toma de Montecassino, amenazó con retirar sus tropas de la línea de batalla, y envió un telegrama al presidente de la República, W. Raczkiewicz, manifestando que no podía aceptar…

«…La unilateral decisión por la que Polonia y los polacos eran entregados a la codicia de los bolcheviques.»…En conciencia, no puedo solicitar en el momento presente ningún sacrificio de los.soldados…»

Otro polaco que pudo hacer una protesta más sensacional pero que sin embargo se mantuvo callado, fue el conde Edward Raczynski, embajador en Londres. Poco antes, sir Owen Malley había enseñado a Raczynski un informe final acerca de su exhaustiva investigación en la matanza de once mil oficiales polacos en el bosque de Katyn. Se probaba manifiestamente que la atrocidad había sido cometida por los rusos, y no por los nazis. Sir Owen también dijo al conde que después de haber leído el Gabinete británico este informe, se ordenó suprimirlo, y se redactó otro que no ofendiese a la Unión Soviética. Pero Raczynski había dado a Malley su promesa de no decir nada, y por lo tanto tuvo que unirse a la conspiración del silencio.

Poco antes del mediodía el general Guderian entró en el despacho de Hitler, situado en la Cancillería, donde un buen grupo de personas ya estaban sentadas dando cara al gran escritorio del Führer. En su viaje a Berlín, Guderian había dicho a su joven jefe de Estado Mayor, general Walther Wenck:

– Hoy, Wenck, vamos a poner todo en claro, arriesgando su cabeza o la mía.

El limitado contraataque sobre la avanzadilla de Zhukov fracasaría miserablemente si lo dirigía Himmler, el cual no era más que un aficionado.

– No podemos dejar que las tropas actúen sin al menos un soldado profesional que las dirija -añadió Guderian.

Himmler, un hombre de talla mediana, con labios delgados e incoloros y rasgos un tanto orientales, parecía hallarse bastante incómodo, como siempre le sucedía en tales conferencias. No era un secreto que le disgustaba enfrentarse con Hitler, y una vez llegó a decir al general Wolff que el Führer le hacía sentirse como un escolar que no hubiera hecho sus deberes.

En Himmler luchaba interiormente un conflicto entre lo que era y lo que quería ser. Era bávaro, pero admiraba con fervor a los reyes prusianos como Federico el Grande, y elogiaba constantemente la austeridad prusiana y su reciedumbre. Creía fanáticamente que el ideal germánico debía de ser nórdico -alto, rubio, de ojos azules-, y prefería a tales gentes a su alrededor. Himmler admiraba la perfección física tanto como la destreza atlética, y a menudo solía decir: «Hay que hacer ejercicio para mantenerse joven.» A pesar de ello, sufría constantemente de dolor de estómago, y presentaba una figura ridícula cuando esquiaba o nadaba. Una vez sufrió un desvanecimiento cuando trataba de ganar una carrera de 1.500 metros entre competidores poco destacados. Disponía Himmler de más poder personal que nadie en el Reich, a excepción de Hitler, pero era un individuo pedante, con el alcance intelectual de un maestro alemán de enseñanza primaria. Implacablemente atacaba al cristianismo, y sin embargo, había reorganizado las SS sobre principios jesuitas, copiando asiduamente «los estatutos de servicio y los ejercicios espirituales creados por Ignacio de Loyola…»

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