Churchill contestó que esperaba que Rusia lograría grandes indemnizaciones, pero que no podía olvidar lo ocurrido en la última guerra, cuando se estableció una cifra que Alemania no podía pagar.
– Sería una buena idea -insistió Stalin- mencionar algo en el comunicado acerca de la intención de hacer que Alemania pague los daños que ha originado a las naciones aliadas. Tanto Roosevelt como Churchill se mostraron de acuerdo con la proposición, y este último propuso un brindis por el mariscal.
– Ya he hecho este brindis en varias ocasiones. Esta vez lo hago con un sentimiento más cálido que en anteriores encuentros, no porque sea más propicio, sino porque las grandes victorias y la gloria de las armas rusas le hacen más grato que en las duras épocas que hemos pasado. Tengo la sensación de que, sean cuales fueren las discrepancias que tengamos en ciertos aspectos, el mariscal es un buen amigo de la Gran Bretaña. Deseo que el futuro de Rusia sea brillante, próspero y feliz. Yo haré cuanto pueda para contribuir a ello, y estoy seguro de que otro tanto hará el presidente. Había una época en que el mariscal no se mostraba tan propicio hacia nosotros, y recuerdo haber dicho algunas cosas fuertes contra él, pero nuestros peligros comunes y nuestra mutua lealtad han terminado con todo eso. El fuego de la guerra ha consumido los desacuerdos del pasado. Sabemos que hay un amigo en el que podemos confiar, y espero que él sentirá lo mismo acerca de nosotros. Ruego que viva lo suficiente para ver a su querida Rusia no sólo gloriosa en la guerra, sino también feliz en la paz.
Stettinius se dirigió entonces hacia Stalin y habló con exagerado sentimiento y entusiasmo:
– Si trabajamos juntos en la época de la posguerra, no hay razón para que todos los hogares de la Unión Soviética no dispongan pronto de electricidad y de agua corriente.
– Ya hemos aprendido mucho de Estados Unidos -replicó Stalin sin el menor asomo de sonrisa.
Un momento más tarde Roosevelt contó una anécdota acerca del Ku Klux Klan. En cierta ocasión había sido él invitado por el presidente de la cámara de comercio de una pequeña ciudad del sur norteamericano. Cuando preguntó si los dos hombres que se sentaron a su lado -uno judío y otro italiano- eran miembros del klan, su anfitrión contestó: «¡Ah, sí, pero son buenas personas! Todo el mundo los conoce por aquí.»
– Es un buen ejemplo -hizo notar Roosevelt- de lo difícil que resulta tener prejuicios, sean raciales, religiosos o de otro tipo, cuando se conoce realmente a las personas.
– Eso es muy cierto -afirmó Stalin, y Stettinius consideró que era una evidencia para el mundo de la forma en que los pueblos de diferentes antecedentes también podían hallar una base común de entendimiento.
La conversación se desvió hacia la política inglesa y a los problemas de Churchill en las próximas elecciones.
– El mariscal Stalin posee una tarea política mucho más sencilla -declaró traviesamente el primer ministro-. Sólo tiene un partido con que enfrentarse.
– La experiencia demuestra que un solo partido resulta lo más conveniente para un jefe de Estado -contestó Stalin, con el mismo buen humor.
El ambiente siguió tranquilo hasta que Roosevelt manifestó que tendría que dejarles al día siguiente.
– Pero, Franklin, no puede usted marcharse -dijo Churchill, con vehemencia-. Tenemos a nuestro alcance un gran objetivo.
– Winston, he contraído compromisos, y debo partir mañana, como había proyectado.
Poco antes el presidente había dicho a Stettinius que tendría que recurrir a esa disculpa para evitar que la conferencia se prolongase demasiado.
– También yo creo que se necesita más tiempo para considerar y terminar los asuntos de la conferencia -dijo Stalin, y dirigiéndose hacia donde se hallaba el presidente le dijo que veía difícil que pudiera concluirse todo para las tres del día siguiente, que era domingo.
Roosevelt terminó por ceder amablemente.
– Si es necesario -declaró-, esperaré hasta el lunes.
Después de la cena, Roosevelt regresó a sus habitaciones del palacio de Livadia. Cansado como se hallaba por la trascendental jornada, aún tenía que escribir dos notas importantes. James Byrnes y Edward Flynn -dos astutos políticos- le habían advertido ya que recibiría numerosas críticas en Estados Unidos cuando se supiera que Rusia iba a conseguir dos votos más en las Naciones Unidas, por lo que era conveniente conseguir también dos votos suplementarios para Norteamérica.
Roosevelt escribió entonces una nota a Stalin, explicándole sinceramente el problema y pidiéndole que accediese a otorgar dos votos más a Estados Unidos. El presidente escribió asimismo otra carta similar a Churchill, y luego se retiró a descansar.
Al día siguiente, 11 de febrero, Stalin y Roosevelt mostraron su conformidad a Churchill y Eden acerca del acuerdo sobre el Lejano Oriente. Churchill se disponía a firmar el documento, cuando Eden llamó a este papel «un desacreditado producto de la conferencia», delante de Stalin y Roosevelt. Churchill contestó ásperamente que el prestigio británico se resentiría, si seguía el consejo de Eden, y firmó el acuerdo.
Nada fue capaz de enturbiar el alegre espíritu de Roosevelt, el cual acababa de recibir la respuesta a las dos cartas de la noche anterior. Churchill contestó: «No necesito decirle que le apoyaré en todo lo posible, acerca de este asunto.» Stalin, por su parte, escribió: «Creo que el número de votos de Estados Unidos debe aumentarse a tres… Si es necesario, estoy dispuesto a respaldar oficialmente tal propuesta.»
Durante la octava reunión plenaria de aquel día, que era también la última, el buen humor de Roosevelt resultaba contagioso. No había surgido un solo problema, y la redacción d l comunicado exigió menos de una hora. Todos parecían hallarse contentos, menos Churchill. Este comenzó a gruñir, diciendo que sería duramente atacado en Inglaterra acerca de la decisión sobre Polonia.
– Dirán que hemos cedido por completo ante Rusia en el asunto de las fronteras, y en general en toda la cuestión -manifestó el primer ministro.
– ¿Habla usted en serio?-inquirió Stalin-. No puedo creerlo.
– Los polacos de Londres pondrán el grito en el cielo.
– Pero dominarán los demás polacos -contestó Stalin.
– Eso espero -observó Churchill, sombríamente-. No vamos a insistir en el asunto, pero no se trata de una cuestión de cantidad de personas, sino de la causa por la que Inglaterra desenvainó la espada. Dirán que usted ha eliminado totalmente al único Gobierno constitucional de Polonia. De todos modos, procuraré defender el acuerdo con todas mis fuerzas -terminó diciendo Churchill, con acento deprimido.
Si Churchill se mostró sombrío entonces, la comida que siguió a continuación no lo fue en modo alguno. Allí el sentir general era de alivio porque las cosas hubiesen salido tan bien. Roosevelt se mostró expansivo. Su querida declaración de la Europa Libre, y la promesa de libertad mundial y de democracia, habían sido aceptadas, y Stalin se había mostrado de acuerdo en comunicarle por escrito la entrada de Rusia en la guerra contra el Japón, a los dos o tres meses de la caída de Alemania.
Harriman también se hallaba satisfecho, pues Stalin convino en apoyar a Chiang Kai Shek, reconociendo la soberanía de la China Nacionalista sobre Manchuria. Era en verdad un gran triunfo diplomático. Por lo que a Polonia se refería, el embajador tenía la seguridad de que Stalin había hablado de buena fe cuando prometió elecciones libres. Sin embargo, detrás de todo este optimismo le quedaba una duda mortificante, ya que Harriman recordaba el antiguo dicho: «Con un ruso siempre hay que comprar el caballo dos veces.» El problema era, por consiguiente, hacer que los rusos cumplieran su palabra.
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