– ¿A qué secretos se refería?
– Él no diría a nadie que yo iba a las reuniones del granero y yo… yo nunca te contaría que él nos iba a ayudar. Nunca supe cómo había llegado a saber lo de nuestros cultos, pero ¿qué más daba? En cuanto a ti… sé que no está bien ocultar nada a la propia esposa, pero…
– … pero no era lo primero que escondías, ¿verdad, John? Durante años te las arreglaste para que no averiguara que eras un puritano…
– Te ruego… te ruego…, Susanna -reconoció bajando de nuevo la cabeza-. Perdóname.
¿Debía perdonarlo? Quizá en otro tiempo, en otra ocasión, en otro momento, mi respuesta hubiera sido negativa, pero ahora… ahora sólo podía ser una. Abracé a John. Lo abracé con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, con toda mi alma. Lo abracé como si fuera el padre al que nunca había conocido realmente en vida. Lo abracé como la persona con la que deseaba compartir el resto de mi existencia. Lo abracé como si así pudiera expulsar de mi corazón la amargura agobiante de años y retener todo lo hermoso, lo puro y lo limpio que conocía y deseaba.
– John -le dije sin desasirme de él-. Te quiero. Te quiero mucho. Te quiero más que a mi vida.
El hombre no pasa de ser un asno si va por ahí contando lo que ha soñado.
El sueño de una noche de verano, IV, 1
– Es innegable que te amaba mucho y que te consideraba su hija preferida…
Su única hija, estuve a punto de decirle, pero guardé silencio. Ardía en deseos de referirle lo que había sucedido la noche anterior, pero antes me resultaba indispensable averiguar algunas cosas.
– John -comencé a decir-. De acuerdo con lo dispuesto en la última voluntad de mi padre, tú tienes que encargarte de entregar los legados que dejó, ¿verdad?
– Sí -respondió mirándome con la cara de no saber adónde quería ir a llegar-. Ya lo oíste cuando se abrió el testamento.
– ¿Recuerdas bien lo que tienes que darle a cada uno?
– Susanna -dijo sonriendo-, por supuesto que me acuerdo y aunque se me olvidara siempre puedo consultar la copia que me entregaron. No creo que resulte una tarea difícil.
– ¿Recuerdas los nombres de los demás? -indagué.
– Pues… sí -respondió mientras enarcaba las cejas-. Aparte de tu madre y de tu hermana Judith están esos actores… A mi gente no le agradan los cómicos, pero yo tengo la sensación de que son buenos tipos.
– ¿Eso crees? -indagué.
– Sí, sí lo creo. Por supuesto, no tengo ni idea de cómo será su vida, pero… bueno, se comportaron de manera educada y si tu padre les dejó algo… No, no creo que sean indeseables.
– Es lo mismo que yo pienso -comenté-. Aunque hay que reconocer que alguno de ellos tenía un aspecto…
– ¿Aspecto? -dijo John-. No me pareció que ninguno de ellos se saliera de lo usual. Iban ataviados con una ropa de lo más adecuada. Negra, discreta…
– ¿Negra? ¿Discreta? -dije a la vez que soltaba una carcajada-. Pero… ¿y el actor que iba vestido de verde?
– ¿Vestido de verde? -repitió John con la extrañeza embargándole la voz.
– Sí -respondí-. El que llevaba una barbita recortada y canosa y era grueso…
– Eran todos bastante delgados, Susanna.
– Sí, John -concedí pacientemente-. Tres eran flacos e iban de negro, pero había uno, gordo, con un traje verde y un sombrero amarillo. Sí, un hermoso sombrero amarillo en el que iba prendida una enorme pluma roja.
– Susanna, ¿te sientes bien? -me preguntó mi marido a la vez que me colocaba la mano en la frente.
– Por supuesto que sí, John -respondí irritada-. Me siento de maravilla. Y no comprendo cómo no recuerdas al actor del que te estoy hablando…
– Pero, querida, es que en la lectura del testamento no había nadie ni siquiera parecido a quien dices.
– ¿Qué? -exclamé sorprendida-. John, sé de lo que estoy hablando. Iba… iba vestido como te he dicho y… y se apoyaba en la ventana… y no dejó de sonreír durante todo el acto. Me molestó bastante que lo hiciera, por cierto, pero… bueno, eso ahora no tiene importancia…
– Susanna -dijo John con la preocupación reflejada en el rostro-. Nadie se acercó a la ventana durante la lectura del testamento.
– Pero… pero ¿cómo que no…? El actor de verde…
– No hubo nadie vestido de verde. No sé como quieres que te lo diga. Ni actor, ni caballero, ni campesino, ni clérigo. Sólo estábamos… de la familia, tú, tu madre, tu hermana Judith, su marido, tu tía y yo, y de los amigos de tu padre… veamos… Thomas Combe, Thomas Russell y Francis Collins. Todos delgados. Todos de negro. Ninguno grueso. Ninguno de verde. Y si se trata de una broma… bueno, creo que ya está bien.
La expresión con que me miraba John, mi bueno, mi amado, mi dulce John no dejaba lugar a dudas. Jamás había visto al actor del atavío verde. Y, de repente, como si en medio de la negrura de una tempestad un rayo blanco hubiera iluminado todo, me percaté de que no resultaba extraño que así fuera. ¿Cómo había podido tardar tanto en darme cuenta de todo? ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo había estado tan ciega?
Con absoluta certeza, en la lectura del testamento, nadie había visto al actor que había hablado conmigo durante toda la noche, el que había estado años y años al lado de mi padre, el que conocía sus secretos más íntimos, el que había sido testigo de algunos de los momentos más relevantes de su vida, el que había cumplido una misión indispensable… Era lógico porque… porque no se trataba de un ser de carne y hueso. Era más bien alguien parecido… no, parecido no, exactamente igual que Ariel, el duendecillo sujeto a las órdenes de Próspero, el padre de Miranda.
– Ja, ja, ja… -me eché a reír sin la menor convicción-. Casi te lo crees, ¿verdad?
La mirada que me devolvió John era un testimonio elocuente de que ni por un momento había considerado verosímil la existencia de aquel actor.
– ¿Era una broma? -preguntó con un hilo de voz.
– Sí, John, claro que sí -dije dándole un pellizquito en la mejilla-. Ay, qué poco agudo eres a veces…
Pero mi marido se hallaba totalmente sumido en el desconcierto. Por un instante me miró fijamente como si pudiera encontrar en el fondo de mis pupilas la clave para comprender todo. Al final, resignado, dijo:
– Quizá podríamos comer algo.
Dicen que ha pasado la era de los milagros y ahí tenemos a nuestros filósofos que se empeñan en convertir en comunes y corrientes cosas que son sobrenaturales y carecen de explicación. De ahí que transformemos lo pasmoso en una nadería y que nos refugiemos en un conocimiento que tan sólo es aparente, cuando deberíamos inclinarnos ante lo que es pavoroso y desconocido.
Bien está lo que bien acaba, II, 3
1619
Ya han pasado tres años desde la muerte de mi padre y la lectura de su testamento. Mi madre sigue quejándose a diario de la maldad de su difunto esposo. Sí, continúa diciendo que siempre fue un egoísta. En un par de ocasiones me he sentido especialmente impulsada a cerrarle la boca de una vez por todas, descubriéndole que sé toda la verdad. Sin embargo, al final, siempre he logrado resistir la tentación. A estas alturas no serviría de nada enfrentarla con el hecho de que conozco todo lo sucedido y sólo contribuiría a amargar -todavía más- el poco tiempo que le resta de vida. A Judith no le han ido bien las cosas. Su marido, Thomas, encontró una amante más joven. Supongo que se hartó de estar casado con una mujer que es cuatro años mayor que él y que le atormenta con unos celos agrios y continuos provocados por el miedo a perderlo. Quizá Thomas sólo pretendía resarcirse en otro lado de la magra herencia que había recibido Judith. Sólo Dios lo sabe. En cualquier caso, creo que seguramente no se hubiera descubierto nada de no ser porque la joven con la cual yacía fuera del lecho matrimonial quedó encinta. Thomas fue llevado ante los magistrados acusado de «cópula carnal», pero la muchacha falleció en el parto y, al final, la pena se redujo a pagar una multa de cinco chelines. No es mucho castigo, la verdad, por una vida tronchada en sus inicios.
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