Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Pero el Poder, que se había servido violentamente de hábiles ejecutores materiales, decidió con prudente cinismo que dejar vivir a los regicidas significaba construir un pésimo ejemplo para el futuro. Y puesto que -pese a las numerosas matanzas de la historia romana- hasta entonces nunca se había visto que, en los sagrados palatia de Augusto y con la connivencia del noble Senado, se degollase a una mujer embarazada y se matara a una niña de trece meses, Casio Quereas, julio Lupo «y otros», exaltados el día antes como restauradores de la libertad, fueron condenados con toda la dureza del ius romano contra los regicidas: flagelación y muerte en la cruz.

Mientras sus cómplices estaban conmocionados por la atroz sentencia y la increíble agonía que comportaba, Quereas no manifestó reacción alguna, como tampoco la había manifestado las decenas de veces que se le había ordenado matar, y pidió bruscamente al exactor supplicii, el oficial encargado de las ejecuciones -quien con ojo técnico ya sopesaba la dificultad de levantar aquel pesado cuerpo con las muñecas clavadas al patibulum-, que se diera prisa.

– Sin lamentaciones -dijo-. Me disgusta vivir a las órdenes de estos nuevos patrones.

El exactor lo complació en la medida de lo posible en tan espeluznante tipo de muerte. Y él murió sin que le arrancasen un gemido.

Claudio, en un acceso de dignidad, prohibió que aquel sanguinario vigésimo cuarto día de enero fuese considerado día festivo. En cuanto a lo demás, se sometió por completo a los optimates y, sin alterarse, ordenó destruir cuanto podía turbar el nuevo régimen y recordar desagradablemente el antiguo.

– De Egipto me encargo yo -anunció despiadadamente Sextio Saturnino, tras lo cual enumeró las obras que había que abandonar en las arenas del desierto.

En vano habían visto siete años antes los sacerdotes egipcios renacer de las cenizas, después de cinco siglos, al mítico Fénix.

Mucho polvo cubrió también en Roma las nuevas ruinas. Delante del pórtico del templo isíaco, furiosamente incendiado entre el griterío de una muchedumbre supersticiosa, con sus ornamentos de turquesas y de marfil, sus estatuas de cuarzo, granito y diorita y sus frágiles papiros, Valerio Asiático observó con cáustico fastidio;

– Destruir los monumentos del enemigo debe de ser un placer más intenso que comprarse una virgen de Bitinia, pero yo soy demasiado viejo para atreverme a comparar.

En el primer año de su imperio, el joven Cayo César se había arriesgado a decir: «Los hombres se lamentan de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo». Los vencedores se acordaron y, sobre las serenas aguas del lacus Nemorensis, las naves de mármol que flotaban ligeras fueron asaltadas de improviso por dos cohortes pretorianas con inesperadas herramientas de trabajo.

– Daos prisa -gritó desde lo alto de su caballo el tribuno que dirigía la operación-. Antes de que oscurezca no debe quedar nada.

Con violencia profesional, los pretorianos saltaron a bordo de las naves. La escasa gente de los campos circundantes que había visto bajar al lago a aquellos fragorosos jinetes se quedó aterrorizada mirando. Los pretorianos arremetieron contra los atónitos sacerdotes, que, dudando entre suplicar o intentar defenderse, se habían refugiado en el jem, los arrastraron por el puente, los acuchillaron, los arrojaron al agua agonizando o muertos y, mientras los cuerpos flotaban con sus blancas vestiduras, empezaron a tirar al lago, sin orden ni concierto, vasos, arpas, sistros y estatuas que el agua engulló de inmediato.

La gente que miraba huyó y se dispersó por los bosques, preguntándose el porqué de aquella devastación.

– ¡Han matado al emperador! -anunció alguien.

Los pretorianos cortaron las amarras de las anclas; tirando de los cabos, acercaron las naves a la orilla y cogieron todo lo que podían llevarse, hasta las tejas de bronce.

Con violencia jadeante, en la que se mezclaban miedos supersticiosos, el tribuno gritó:

– ¡Ahora hundid esas carcasas embrujadas hasta el fondo! ¡Que no quede nada flotando! ¡Es una orden imperial!

Los hombres tenían más prisa que él; furiosamente, jadeando a causa del tremendo esfuerzo y de los pensamientos siniestros que los atormentaban, volcaron en las sentinas carretadas de piedras y de arena, rajaron y desfondaron las quillas a hachazos. Por último, echaron al agua las herramientas contaminadas por el maleficio y saltaron a tierra con alivio.

Agazapados entre los arbustos de las colinas que rodeaban el lago, campesinos y pastores, que conservarían el recuerdo durante generaciones, miraban en silencio. A pesar de las brechas, el agua tardó muchas horas en inundar totalmente los sólidos cascos diseñados por el imaginativo Eutimio, y estos no empezaron a hundirse con elegante lentitud hasta el anochecer, mientras se llevaban de Miseno a Eutimio, encadenado, ante los ojos atónitos de sus hombres.

La Me-se -ket, con sus fuertes baos y sus larguísimos reinos, se sumergió sin volcarse, y se la vio descender con un leve regolfo, corno una sombra cada vez más oscura en el agua.

La Ma-ne -yet, la nave de oro, en cambio, mientras el agua comenzaba a correr sobre su puente sin remos ni velas, tembló y, al tiempo que el jem, con las puertas derribadas, se venía abajo entre una masa de escombros, se hundió por la proa.

La ola producida por el naufragio rompió contra la orilla. Luego, las aguas silenciosas y el fango sin corrientes se cerraron sobre las naves del emperador durante mil novecientos años.

Notas histórico-arqueológicas

CAPÍTULO I

La caliga. El calzado -reproducido en un sinfín de bajorrelieves y estatuas triunfales- que llevó a cientos de miles de conquistadores a los más lejanos confines del imperio y que inspiró a los legionarios del frente del Rin el afectuoso y divertido sobrenombre de Calígula, es decir, «zapatito», para llamar al pequeño Cayo César, era realmente muy sólido. Todavía hoy se conserva en el Museo de Cluny un ejemplar, perdido por algún legionario en lo que entonces era la Galia romana, y han aparecido otros incluso en Britania.

Las copas de plata del tribuno Cayo Silio. Diecinueve siglos después del día en que Silio envió su regalo a un amigo de tierras lejanas, se encontraron, excavando en una remota isla danesa la tumba de un antiguo guerrero llamado Hoby, dos preciosas copas de plata en las que estaba grabado en griego el nombre del artista, «Chirisopos», y escrita la sorprendente dedicatoria de un tribuno romano: Cayo Silio. El bárbaro Hoby quiso tenerlas en su tumba como símbolo de una difícil paz.

La isla de Planasia. En la pequeñísima isla -actualmente Pianosa- donde el adolescente Agripa Póstumo fue retenido y ejecutado, se Ivan descubierto los restos de una villa de la familia imperial. Sin embargo, algunas inscripciones muestran que no tardó en ser transformada en desolado lugar de exilio. Después, durante siglos, siguió siendo una cárcel.

CAPÍTULO II

La Niké de Samotracia. En 1863 alguien desembarcó en esa isla abandonada, exploró las ruinas desiertas de la ciudad de las negras murallas ciclópeas y descubrió una admirable estatua, precisamente la Niké de Samotracia que Germánico no había conseguido ver. Pero la arqueología era aún, en gran parte, una actividad de exhumación desordenada y de apropiación sin control de los objetos descubiertos. La Niké de grandes alas de mármol acabó en el Museo del Louvre.

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