Aunque Wadi y yo tuvimos unas cuantas conversaciones sobre las primeras dos semanas que pasamos juntos, nos sentíamos agobiados por el miedo a ofendernos mutuamente. Empezamos a relajarnos cuando empecé a criticarle en broma, ya fuera por su pelo hirsuto o por los jubones con bordados de oro que solía llevar en las ocasiones más especiales. Él interpretaba todo eso como un signo de mi renovado afecto, justo como yo había esperado; era una indicación, también, de mi posición supeditada, ya que me esforzaba en encontrar nuevas puyas que lo divirtieran, como si fuera su hermano menor. Él empezó a reírse espontáneamente y a guardar menos las formas durante la cena, e incluso ponía los ojos en blanco cuando su madre soltaba algún comentario vanidoso o autocomplaciente. Juntos no tardamos en formar un frente unido contra ella, como cuando éramos pequeños, volvimos a ser amigos gracias a un enemigo común. Debió hacer que se sintiera más seguro el hecho de que pudiéramos recrear un poco de la magia de nuestra juventud. Eso probablemente conseguía que la tía María se sintiera más segura de sí misma, también; porque de ese modo le daba la sensación de que nada importante había cambiado.
Pronto me sentí seguro, lo suficiente para preguntar sobre el manuscrito de Berequías Zarco. Cuando les dije que no tenía ni idea de si aún estaría en la granja, Wadi dijo que debía estar seguro en el lugar donde lo habíamos escondido, y que había dado órdenes explícitas al mayordomo que había contratado de que cuidara especialmente de los muebles. Mi tía dijo con toda naturalidad que había olvidado completamente que ese manuscrito existiera.
Ninguno de los dos sugirió que debiéramos volver pronto a la granja para asegurarnos de que aún estuviese allí. Seguramente se habrían puesto de acuerdo sobre lo que debían decir si se lo llegaba a preguntar, aunque también podía ser que estuvieran diciendo la verdad.
Y no obstante, me di cuenta de que no importaba. Eran los únicos que sabían que el manuscrito existía, por lo que uno de ellos, si no ambos, tenía que ser el culpable, y a mí ya no me importaba cuál de los dos era. «Les dejaré hacer hasta que llegue el momento», pensé.
Una vez, mientras hablábamos sobre el trabajo que había que hacer en la parte trasera del jardín, Wadi extendió la mano hacia mí.
– ¡El aire está ardiendo! -gritó.
Lo agarré justo cuando empezaba a revolverse. Había olvidado la violencia de sus convulsiones y el terror que podían llegar a provocarme. Cuando el ataque finalizó, se inclinó pesadamente sobre mí mientras lo ayudaba a llegar a su cama. Me senté con él hasta que se quedó dormido, y tuve que esforzarme para no sentir lo que sentía por él.
Había llegado el momento de hablar con Sara. Cuando pienso en ello, creo que había estado posponiendo esa visita hasta estar seguro de que lo que me contaría no me disuadiría de mis intenciones.
De hecho estaba a punto de ir a visitarla a su casa, cuando vi que Wadi salía por segunda noche consecutiva sin habernos dicho ni a mí ni a su madre adónde iba, empapado de perfume de sándalo, el suficiente para un regimiento.
Creí haber dado con algo emocionante y posiblemente comprometedor, por lo que esa noche lo seguí hasta una casita de madera en un callejón de mala muerte de las afueras de la ciudad, a unos doscientos pasos al este de la residencia del gobernador. Wadi entró con una llave que sacó del bolsillo de su chaleco. Una vez arriba, pronto se encendió una vela y dos sombras corrieron las cortinas, la segunda mucho más baja que la primera: una mujer. Me acerqué un poco más a escondidas pero no pude oír nada. Casi una hora más tarde, Wadi volvía a casa a toda prisa.
Esa noche dejó abierta la puerta de su dormitorio. Con el cuchillo en la mano, lo observé mientras dormía. Se agitó cuando notó que me inclinaba sobre él.
– ¿Tigre, eres tú? -preguntó mientras se incorporaba hasta quedar sentado en la cama.
Escondí la hoja del cuchillo detrás de mi espalda.
– Soy yo. Perdona si te he molestado.
– ¿Qué haces aquí?
«Sólo miraba a ver si podía asesinarte sin que tuvieras tiempo para gritar», pensé, satisfecho de ver que estaba a mi merced.
– Te he oído gritar y he venido a ver si estabas bien -respondí-. Deberías volver a dormirte o mañana estarás demasiado cansado para ir a trabajar.
Volví a seguirlo al día siguiente, pero esa vez me quedé allí un rato más después de que se hubiera marchado, escondido a la vuelta de la esquina más próxima de la casa en la que había entrado. La amante salió unos minutos después de que él se fuera. Era una chica esbelta, probablemente no tenía más de dieciséis o diecisiete años, pero era imposible verle la cara con nitidez debido a la oscuridad, especialmente porque llevaba un sombrero negro de ala ancha con una larga pluma. Caminaba como si la arrastraran con una cuerda, a veces incluso corría o miraba atrás por encima del hombro; era evidente que estaba preocupada por llegar a casa cuanto antes y que le daba miedo que la sorprendieran. Noté el latido de su corazón, casi tan rápido como el mío. Tuve la sensación de que estaba donde debía estar.
Sin ni siquiera una vela o una lámpara de aceite, la chica cruzó la verja de una mansión que había entre la catedral y el río, y llegó por el jardín hasta la parte trasera de la casa. Debía de tener la manera de entrar y salir por una puerta trasera que le permitía escaparse sin que nadie se diera cuenta.
Ése pasó a ser un affaire en el que estábamos implicados los tres.
Fui a ver a Sara a la noche siguiente, con el deseo no sólo de saber qué era eso que tenía que contarme sobre Sofía, sino también de persuadirla para que me ayudara a descubrir la identidad de la amante de Wadi. Cuando abrió la puerta, me mostró tal expresión de alivio que me quedé atónito. Esa noche lloviznaba y Sara me hizo entrar en el salón empujándome como una niña impaciente para que pudiera secarme. Había brasas en la chimenea. Extendí los brazos hacia ellas para sentir su calor.
– ¿Recibiste mi carta? -preguntó sin dejar de mirar mi rostro, como si el mundo dependiera de mi respuesta.
– Sí.
– Gracias a Dios. Entonces no te has creído nada de lo que te ha contado tu tía.
– Sara, no estoy seguro de saber lo que quieres decir.
– Espera -dijo.
Me pidió las sandalias, que estaban empapadas, y las colgó del guardallamas de la chimenea. Luego fue a buscar una toalla y esperó con gesto maternal a que me secara el pelo y la cara. Sara tenía los ojos verdes y una mirada brillante e inteligente. Llevaba el pelo elegantemente recogido en lo alto de la cabeza y, aunque había ganado algo de peso, esos contornos redondeados le sentaban bien. Parecía contenta consigo misma.
– ¿Qué pasa? -pregunté al ver que no dejaba de sonreír.
– Es sólo que te has convertido en todo un hombre. Te veo muy fuerte. Esos inquisidores no pudieron contigo. Doy gracias a Dios.
– Me he convertido al cristianismo -le dije.
– Por favor, Tiago -dijo torciendo los labios de forma divertida-. Creo en la bondad del Señor con todo mi corazón, pero los dos sabemos que incluso el más cristiano de los devotos no puede ser realmente cristiano en Goa.
– ¿Qué significa eso?
– ¡Significa que incluso el mismísimo Jesucristo sería arrestado si se atreviera a aparecer por esta horrible ciudad!
Me dejó boquiabierto el descaro con el que hablaba.
– No te preocupes -se apresuró a decirme-. No tengo sirvientes por la noche. No soporto tenerlos pendientes de mí todo el tiempo. No entiendo cómo puede gustarle a la gente.
– ¿Y tu padre?
– Murió unos años después de que tú partieras, fue una horrible enfermedad que se llevó a mucha gente ese año.
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