– Por supuesto.
Sonrió, y yo hice lo mismo.
«Si actúo como un espejo fiel, no podrá saber lo que pienso», me repetía a mí mismo por dentro.
Su rostro se ensombreció.
– ¿Quieres saber por qué subió a la Cabeza de Hanuman? -preguntó con solemnidad.
– Sí.
– No lo sé. -Tomó un par de sorbos de té para prepararse-. Lo único que sé es que el día que murió, insistió en salir temprano. Fue culpa mía, de algún modo. Quiero decir que dejé que se marchara. Podría haberla detenido, pero pensé que era una buena señal que quisiera dar un largo paseo. A mediodía, al ver que no volvía, empecé a preocuparme. Nupi aún estaba con nosotros. Revolvimos toda la casa y luego salimos a buscarla. Recuerdo que Sofía había dicho que era un día especialmente claro y que intentaría subir a una colina para poder ver el océano. Más tarde, mi padre se unió a la búsqueda. Cuando la encontramos, llevaba muerta varias horas. Cayó desde una gran altura, debió morir al momento. -Extendió una mano para ponerla sobre mi hombro-. Ti, quiero que sepas que no sufrió.
«¿Crees que no sufrió? -deseé gritar-. ¿Eres idiota o qué? ¿No has aprendido nada en todos estos años?»
Le pedí que me contara todo lo que había pasado ese día: qué habían tomado como desayuno ( chapatti con azúcar de palma, una costumbre que había aprendido de mí), qué llevaba puesto (un vestido de seda azul lavanda que la tía María le había comprado), e incluso cómo se había arreglado el pelo (se lo había dejado suelto).
Cuando le pregunté qué tiempo hizo, dijo que había neblina y que la temperatura era cálida.
– Pero ella dijo que era un día especialmente claro -le recordé.
– Lo sé. Fue raro que lo dijera. -Se encogió de hombros-. Quizá quería decir que sería claro desde lo alto de la Cabeza de Hanuman. Estaba tan trastornada y triste esos días que no quise llevarle la contraria.
Seguí interrogándolo, pero la única cosa rara que recordó acerca de Sofía, aparte de que se levantara tan temprano, fue que le había dicho que quería darle a Nupi la estatua de Shiva que guardaba la entrada.
– ¿Te dijo por qué?
– Sólo dijo que Nupi le daría un mejor uso que nosotros. Tenía sentido, ya que la mayor parte del tiempo vivíamos en Goa. Le dije que me parecía bien, porque así era, de hecho. ¿Sabes? Ti, todos estos años he deseado haberla acompañado en ese paseo. -Los ojos le brillaron y sacudió la cabeza con gran remordimiento-. Podría haber ido con ella -añadió con un susurro tembloroso-. No tenía nada importante que hacer ese día. Pero no fui…, no fui…
Lo último que quería era que se diera cuenta de que sospechaba que la había asesinado él. Me di cuenta de que era el momento de tranquilizarlo.
– No te culpes por ello -le dije-. Estoy seguro de que hiciste lo que pudiste por ella. Sé que te quería mucho. Y quiero agradecerte que me lo hayas contado todo con tanto detalle. -Bajé la mirada, con aire compungido, aunque en realidad lo hice para preparar una mentira importante-. Sofía me dijo una vez que le encantó aquella vez que la llevaste a lo alto de la Cabeza de Hanuman, justo después de que os enamorarais.
– ¿De verdad? -exclamó-. En ese momento me pareció que se había enfadado. Incluso me gritó.
– Sólo era una evasiva, ya sabes cómo son las chicas.
Sonrió con aire de complicidad. Lo odié por eso, por no haber entendido a mi hermana en absoluto. Le devolví la sonrisa, no obstante, como si los dos fuéramos hombres que habían aprendido con la experiencia que las mujeres eran una forma de vida diferente, más engañosa.
– Wadi, ¿trajiste su cuerpo de vuelta a Goa?
– Sí, la enterramos en el cementerio municipal.
– ¿Como cristiana?
– Tuvimos que hacerlo. Se… se había convertido.
– Bien. Al menos eso es un consuelo.
– ¿De verdad? ¿No te enfadas por ello?
– Al contrario, me tranquiliza saberlo.
– Ti, eres una caja de sorpresas hoy.
– ¿No te lo contó tu madre? Jesucristo fue mi único consuelo en prisión.
– Me lo dijo, pero pensé que… que te estabas…
– ¿Qué me burlaba de ella? Puede que aún tenga problemas para entenderme con tu madre, pero al menos estamos de acuerdo en lo que a Jesucristo se refiere. «Alégrate mucho, hija de Sión; he aquí tu rey.»
Se quedó callado un momento, pensando cómo debía reaccionar. Cuando bebí un sorbo de té, se levantó y fue hacia la ventana, puso las manos sobre el alféizar y miró hacia fuera; sin duda deseaba estar lejos de allí. Cuando volvió conmigo, se arrodilló junto a mi silla y me cogió la mano como cuando me agradecía que hubiera cuidado de él tras uno de sus ataques.
– Siento mucho lo que habéis pasado tú y tu familia -dijo-. Sé que no te escribí, pero después de la muerte de Sofía no tenía nada que decirle a nadie. Además, no podía mentirte, y sabía… sabía que si te contaba lo que había pasado quizá no habrías tenido la fuerza necesaria para continuar con vida. Que no sobrevivirías a la prisión. Que no volverías con nosotros. Lo siento, lo siento tanto…
Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Me conmovió bastante. Estuvimos un rato abrazados sin decir nada, sintiendo uno el dolor del otro. A pesar del desprecio que sentía por él y de seis años de sospechas encadenadas, sentí que me estaba abriendo ante él. Sin embargo, no lloré. Al menos conseguí no llorar.
Después de separarnos, Wadi levantó la mirada, temeroso, hacia la habitación de su madre, con la esperanza de que no nos hubiera visto u oído.
– No te preocupes por tu madre, al menos por lo que respecta a mí -le dije-. La prisión fue peor de lo que podría haber imaginado (no te mentiré sobre eso) pero en Jesucristo descubrí el perdón para todos nosotros. «Cualquiera que se enoje, será culpable de juicio», dijo el Maestro. Ya no soy un hereje, y no debe seguir habiendo odio ni frialdad entre nosotros. Ni entre nosotros ni con tu madre. De hecho, como ella mismo me dijo hace poco, lo que está hecho, hecho está.
Después de que consiguiera convencer a Wadi de la sinceridad de mi conversión y del aprecio que le tenía, no tardé en acostumbrarme a la cómoda rutina en su casa. Vivía en la habitación de invitados que siempre había tenido, cenaba con mi tía y con Wadi casi cada noche y, de vez en cuando, incluso ayudaba a la cocinera a preparar el desayuno. En mi primer sábado como invitado, insistí en ir al mercado a comprar fruta y verdura, ya que ver todas esas papayas y mangos maduros -y esos exuberantes mantos formados por miles de chiles secos- para mí significaba saber que la generosidad aún podía existir en nuestro mundo. Durante esa primera semana, comí como un cocodrilo. El más mínimo olor a curry procedente de algún tenderete de comida era suficiente para que empezara a sacar el monedero.
El domingo asistí a la misa de la catedral con mi nueva familia, por supuesto. Me comporté de forma reservada pero amable con todo el mundo y no perdí ni una oportunidad de expresarles mi agradecimiento a mi tía y a mi primo delante de sus amistades, como me pareció adecuado que hiciera un joven que lo había perdido todo a causa de su imprudencia y su herejía. Cuando me quedaba solo, no obstante, mandaba a las criadas a por recados que debían efectuar fuera de la casa y me ponía a buscar algo que pudiera probar la conspiración de mi tía y Wadi contra mi padre, revolvía los arcones, armarios y vitrinas, buscaba bajo los colchones y las alfombras; me acostumbré a las fugaces alegrías y frustraciones de tener un objetivo clandestino. Buscaba una nota de los inquisidores dirigida a mi primo o a mi tía, o quizás una lista de cargos contra mi padre; algo que los vinculara con él. Para mi gran desilusión, no encontré nada excepto alguna prueba de la infidelidad de mi tío. Oculta bajo la caja lacada de perfumes de mi tía, encontré una florida carta de amor de una mujer llamada Antonia que debía haberle robado mi tía.
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