Me senté con él y mientras le soltaba secuencias de números para que las resolviese, su exuberancia me recordó a Wadi. Pensaba en mi primo como en un hábil rival al ajedrez; vivía en un mundo secreto tan grande como el mío y siempre tendría que mantenerme alerta.
– Dos más -gritó el niño, que había respondido rápidamente el último cálculo.
– Siete veces nueve.
– ¡Eso es muy fácil! -gimió-. Sesenta y tres.
– Veintiséis veces… veintiséis veces cinco.
Elegí esos números porque el valor de YHWH -el nombre del Señor en el Antiguo Testamento- era veintiséis en hebreo, un idioma en el que las letras tenían también valores numéricos. Mi padre siempre me decía que meditara pensando en una imagen de cinco combinaciones del nombre sagrado siempre que quisiera aclarar mi mente.
Mientras el chico garabateaba sus cálculos en el suelo hice lo que papá me había enseñado, pero lo único que veía era lo que ya sabía: que tendría que confiar en el Nuevo Testamento para distraer la atención de Wadi siempre que notara que se le caía la máscara.
«-¿Quién dicen los hombres que soy yo? -preguntó Jesús a sus discípulos mientras salían de las aldeas de Cesarea de Filipo.
»-Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas -le respondieron.»
Como una forma menor de Cristo, tendría que ser un hombre para mí mismo y otro bastante distinto para Wadi y todos los demás. ¿O fue precisamente eso lo que Jesús no fue capaz de hacer, la razón por la que no consiguió salvarse?
– ¡Ciento treinta! -gritó triunfal el hijo del posadero.
Fue así como volví a casa de mis tíos, completamente consciente de que debería elegir un camino distinto si apreciaba mi vida. Fue Wadi quien respondió cuando llamé a la puerta. ¿Es que hay gente que se hace más fuerte con el sufrimiento de los demás? Era más fuerte y más alto de lo que recordaba, y más dominante, y su piel se había oscurecido con el sol y se había suavizado, excepto en las mejillas, por la barba mal afeitada.
«Eso me beneficia -pensé-. Ya veo que mi retorno lo preocupa lo suficiente como para permitirse ir al barbero.»
El poder y la confianza de Wadi eran evidentes, incluso en el solideo reluciente que era su pelo negro. Abrió los ojos de par en par. Eran radiantes, jamás me había dado cuenta de la luz que desprendían, como si fueran hijos del sol.
– ¡Tiago! -exclamó mientras me abrazaba.
Yo le devolví el abrazo, y a la vez observaba la escena desde una distancia prudencial.
Cogió mi bolsa y me hizo entrar. Yo caminaba por la casa como si los sofás de terciopelo y los espejos dorados fueran espías. La lujosa delicadeza de todo lo que había allí -incluso la manera en que mis pies se hundían en las alfombras persas- me repugnaba. Cuando nuestras miradas se encontraron, me aterrorizó que pudiera descubrirme; tantos años de planificación podían quedar arruinados en un instante.
– Mi madre está en el piso de arriba. Voy a buscarla -dijo.
«O sea, que no quieres quedarte a solas conmigo», pensé, aliviado al ver que se sentía tan incómodo como yo.
– No, por favor -dije, vacilante-. Primero… primero cuéntame algo mientras estamos solos.
– ¿Algo? ¿Qué quieres saber?
– Sofía. Empieza por ella.
– Siéntate, siéntate… -dijo mientras me señalaba un sillón-. No puedo creer que ya estés aquí. Espera un momento -llamó a una criada para que nos trajera té-. ¿Te parece bien? -se apresuró a preguntarme después con una sonrisa, para añadir a continuación-: ¿O preferirías algo frío? Debería habértelo preguntado antes.
– El té estará bien -respondí-. Gracias. La caminata me ha dejado sediento.
– ¿Dónde has estado?
– En Benali.
– ¿Has visto a Tejal? -me preguntó con urgencia.
Creí notar en su voz una esperanza sincera, pero no podía estar seguro de ello. ¿Acaso quería yo que le importaran mi futuro y mis sentimientos?
– Sólo una vez, podemos hablar sobre eso más tarde. Por favor, cuéntame lo de Sofía, ahora.
– Fue terrible -dijo mientras se pasaba bruscamente la mano por el pelo-. Una pesadilla.
Cogió una silla y se sentó cerca de mí, con los hombros encorvados y las manos aplastadas entre las piernas, como un niño pequeño que teme ser castigado. Resultaba encantador ver esa actitud en un hombre tan poderoso. Me daba cuenta de por qué las mujeres debían encontrarlo tan encantador, y me pregunté a quién habría elegido después de Sofía. Fuera quien fuese, debió pensar: «Puede parecer temible, pero no es más que un corderito…». Yo sabía que alguna vez me había deseado en secreto, y el mero hecho de saberlo despertaba señales de advertencia en mi corazón. Sabía que jamás podríamos abordar ese tema sin que nos sintiéramos violentos por ello.
– Nos casamos dos meses después de que… después de que te… después de tu desaparición -dijo.
– Por favor, Wadi, yo no desaparecí. Me arrestaron. Después de haber pasado por el exilio, la prisión y la muerte de mi padre, no creo que debamos hablar en un tono tan afectado acerca de lo que ocurrió.
– Lo siento -dijo mientras negaba con la cabeza-. Todo esto es tan raro…
Fui un estúpido al mostrar mi resentimiento. Le di unas palmaditas en la pierna para compensar mi error táctico, me incliné y suspiré, como si fuera el cansancio físico y no la irritación lo que me apartaba de él.
– No debería haberte hablado así -le dije-. He pasado demasiados años solo. Me temo que ya no puedo ofrecer una buena conversación.
Mientras decía esto, me di cuenta de que debía continuar por esa vía de compasión hacia él, debía fingir que había sido Wadi quien más había sufrido. Feliz de haberlo descubierto a tiempo, añadí:
– Sé que esto debe ser muy duro para ti.
Wadi parecía cómodo escuchando mis palabras de conciliación. Sospecho que era la señal que debía estar esperando. Me contó que había encontrado a Sofía en la base de la Cabeza de Hanuman, con el cuerpo retorcido, destrozado y frío. Hablaba pensando bien lo que decía y su voz mantenía un mínimo temblor que yo recordaba de nuestra infancia: habría apostado que para él no habría nada más serio o terrible que hablar sobre la muerte de mi hermana. En eso coincidíamos, por supuesto, pero estaba dispuesto a no mostrarle más que la superficie de mis sentimientos: no pensaba descender por mi mente al lugar en el que se hallaban enterrados mis recuerdos de ella hasta que volviera a estar solo.
En esos momentos ya nos habían servido el té. Apuré la taza de un trago.
– Debió de ser horrible -dije mientras me limpiaba los labios con una servilleta-. No puedo ni imaginarme lo que debes haber sufrido.
¿Debió sonarle tan falso a él como me sonó a mí? No me pareció que se diera cuenta.
– Fue muy duro… para todos nosotros -respondió mientras me servía otra taza-. Especialmente para mi padre; le tenía mucho cariño.
– ¿Vivisteis en nuestra granja después de casaros?
– No, pero íbamos a pasar una o dos semanas de vez en cuando. Pensé que eso la ayudaría. Después de que te arrestaran, parecía que todas sus esperanzas se marchitaban y morían. Pero creo que ir a la granja no hizo sino empeorar las cosas, aunque en aquel momento no me di cuenta. No lo exteriorizaba cuando estábamos allí. Ti, cada vez que pensaba que estaba a punto de superar todo ese sufrimiento, volvía a recaer. Había días en los que ni siquiera se levantaba de la cama.
– Pobre Sofía. -Desvié la mirada para fingir que pensaba en sus palabras-. Dime, ¿salía a pasear sola a menudo?
– A veces, sobre todo iba al canal de Indra, donde cogimos las ranas aquella vez. ¿Recuerdas? -preguntó esperanzado.
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