Åsa Larsson
Aurora boreal
Traducción del sueco por Mayte Giménez y Pontus Sánchez
Título original: Solstorm
© Åsa Larsson, 2003
Crece como un árbol
detrás de mi frente
con hojas rojas, ¡deslumbrantes hojas, azules, blancas!
Un árbol
que aún tiembla en el viento.
Y voy a aplastar
tu casa, y nada
me será ajeno,
ni siquiera
lo humano.
Como un árbol desde dentro
rompe hacia fuera
y aplasta
el cráneo.
Y luce
como un farol en el bosque
dentro de la oscuridad.
Göran Sonnevi
ATARDECIÓ
Y AMANECIÓ: DÍA PRIMERO
Cuando muere Viktor Strandgård, en realidad no es la primera vez que sucede. Está tumbado de espaldas en la iglesia de la Fuente de Nuestra Fortaleza y mira hacia arriba a través de los enormes ventanales que hay en el techo. Es como si no hubiera nada entre él y el oscuro cielo de invierno.
«No se puede estar más cerca -piensa-. Cuando lo llevan a uno hasta la iglesia que hay en una montaña en el fin del mundo, el cielo está tan cerca que casi puedes tocarlo alargando la mano.»
La aurora boreal se retuerce como un dragón a través de la noche. Las estrellas y los planetas tienen que rendirse al gran milagro de luz resplandeciente que, sin prisa, se abre paso por la bóveda celeste.
Viktor Strandgård sigue el camino con la mirada.
«Me pregunto si la aurora boreal puede cantar -piensa-. Como una ballena solitaria canta bajo el mar.»
Y, como si su pensamiento la hubiera alcanzado, la aurora boreal se para un segundo. Interrumpe su interminable viaje. Observa a Viktor Strandgård con sus ojos fríos de invierno. Porque, allí tumbado, es bello como un icono. La oscura sangre parece una aureola alrededor de su pelo largo, rubio, de santa Lucía nórdica. Ya no se siente las piernas. Está adormilado. No siente dolor.
Curiosamente, allí tumbado piensa en su primera muerte y mira dentro del ojo del dragón. Aquella vez iba en bicicleta. Era entre invierno y primavera. Bajaba la larga cuesta hacia la intersección de Adolf Hedin y Hjalmar Lundbohm. Contento y lleno de fe, con la guitarra a la espalda. Recuerda que la rueda de la bicicleta resbaló sobre el hielo cuando, desesperado, intentó frenar. Que vio venir por la derecha a la mujer del Fiat Uno de color rojo. Que se miraron el uno al otro. Los dos entendieron qué iba a pasar, y entonces ocurrió. Fue como un tobogán de hielo hacia la muerte.
Con esa imagen en la retina muere Viktor Strandgård por segunda vez en su vida. Los pasos se acercan, pero él no los oye. Sus ojos no necesitan ver de nuevo el cuchillo brillante. Como un caparazón, su cuerpo sigue tumbado sobre el suelo de la iglesia; lo acuchillan una y otra vez. Y el dragón recupera, impasible, su camino a través de la bóveda celeste.
Rebecka Martinsson se despertó con la respiración alterada cuando la inquietud le recorrió el cuerpo. Abrió los ojos en la oscuridad. Justo en el espacio entre el sueño y la realidad, tuvo la fuerte sensación de que había alguien en su piso. Se quedó quieta, tumbada, escuchando, pero lo único que podía oír era el sonido de su propio corazón, que le latía en el pecho como una liebre asustada. Buscó el despertador de la mesilla de noche y encontró el pequeño botón que lo iluminaba. Las cuatro menos cuarto. Se había acostado hacía cuatro horas y era la segunda vez que se despertaba.
«Es el trabajo -pensó-. Trabajo demasiado. Por eso, de noche, la cabeza me gira como la chirriante rueda de un hámster.»
Le dolían la cabeza y la nuca. Seguro que había estado apretando las mandíbulas mientras dormía. Lo mejor era levantarse. Se echó el edredón por encima y fue hasta la cocina. Los pies encontraron el camino sin encender la luz. Puso la cafetera y la radio en marcha. La conocida sintonía que marcaba el final de la programación se repetía una y otra vez, como una monótona llamada a la oración mientras salía el café y ella se duchaba.
El largo pelo se le tendría que secar solo. Se tomó el café a la vez que se vestía. El fin de semana había planchado la ropa y la había colgado en el armario. Hoy era lunes. En la percha del lunes colgaba una blusa color hueso y un traje de chaqueta azul marino de Marella. Olió los calcetines del día anterior. Servían. A la altura de los tobillos estaban un poco dados de sí, pero si los estiraba y los doblaba, no se vería. No podría quitarse los zapatos en todo el día pero le daba lo mismo. Una cuida la ropa interior y los calcetines si tiene motivos para creer que alguien la va a ver desnudarse. Actualmente, su ropa interior había sido lavada demasiadas veces y tenía un color grisáceo.
Una hora más tarde, estaba sentada en la oficina, ante el ordenador. El texto fluía como un torrente desde su cabeza hasta los dedos, que volaban sobre el teclado. El trabajo calmaba su mente. El malestar de la mañana había desaparecido.
«Es curioso -pensó-. No paro de quejarme con mis compañeros, los otros abogados jóvenes, de que el trabajo me hace sentir desgraciada. Pero siento paz cuando trabajo. Casi alegría. Es cuando no trabajo cuando me sobreviene la intranquilidad.»
La luz de la calle se introducía penosamente a través de los cuadrados cristales de la ventana. Se podía oír algún que otro vehículo, pero dentro de poco zumbaría el sordo rugido del tráfico. Rebecka se echó hacia atrás en su silla y le dio a la tecla de imprimir. En el pasillo oscuro la impresora despertó y se hizo cargo de la primera orden del día. La puerta de la recepción se volvió a abrir. Ella suspiró y miró el reloj. Las seis menos diez. Se acabó la soledad.
No se podía oír quién había llegado. Las blandas alfombras del pasillo amortiguaban los pasos, pero al cabo de un momento se abrió la puerta de su despacho.
– ¿Molesto?
Era Maria Taube. Había abierto la puerta con la cadera a la vez que hacía equilibrios con una taza de café en cada mano. Llevaba el escrito de Rebecka bajo el brazo derecho.
Las dos mujeres trabajaban como abogadas recién licenciadas en derecho fiscal en la firma de abogados Meijer & Ditzinger. Las oficinas estaban en la última planta de un bonito edificio de finales del siglo XIX, en la calle Birger Jarl. A lo largo del pasillo había alfombras persas bastante antiguas y sofás y sillones de piel vieja y agradable. Todo transpiraba experiencia, influencia, dinero y competencia. Era una oficina que satisfacía a los clientes con una perfecta mezcla de seguridad y atención.
– Cuando nos muramos estaremos tan cansadas que desearemos que no haya otra vida después de ésta -dijo Maria poniendo una taza de café sobre la mesa de Rebecka-. Claro que no me refiero a ti, Maggie Thatcher. ¿A qué hora has llegado? Si es que te fuiste a casa, claro.
Las dos estuvieron trabajando en la oficina el domingo por la tarde. Maria fue la primera en irse a casa.
– Acabo de llegar -mintió Rebecka, cogiendo el trabajo impreso que le ofrecía Maria.
Maria se hundió en el sillón de las visitas, se sacó de una patada sus carísimos zapatos de piel, recogió las piernas en el asiento y se sentó sobre sus pies.
– ¡Vaya tiempo! -exclamó.
Rebecka miró sorprendida a través de la ventana. Una lluvia fría caía sobre los ventanales. No lo había notado antes. No recordaba si llovía cuando fue al trabajo. El hecho era que no recordaba ni si había ido andando o había cogido el metro. Su mirada se quedó fija, como hipnotizada, sobre el agua que tamborileaba y caía a lo largo de los cristales.
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