Richard Zimler - El guardián de la aurora

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El siglo XVI está llegando a su fin. En la colonia portuguesa de Goa, la Inquisición ha logrado establecerse y está haciendo progresos en su labor de convertir al cristianismo tanto a los judíos secretos como a la población hindú. Pese a lo convulso de la situación, la familia Zarco mantiene sus raíces portuguesas y judías. Tiago y su hermana Sofia disfrutan ilustrando manuscritos junto a su padre y con las fiestas hindúes que celebra su querida cocinera Nupi. Pero ese paraíso acaba al mismo tiempo que su infancia, cuando padre e hijo son capturados por la Inquisición.
Años después, completamente destrozado, Tiago vuelve a la India tras cumplir su sentencia en Portugal. Devastado por todo lo que ha perdido, descubrirá quién se esconde tras la traición y la denuncia a su familia, una verdad que hubiera preferido no tener que afrontar.
Además de una extraordinaria recreación histórica y un vívido testimonio de la crueldad bajo la Inquisición en la India, El guardián de la aurora es un cautivador relato de misterio, y una profunda y lúcida exploración sobre la naturaleza del mal y sus consecuencias.

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Cuando la llamé otra vez, mi voz sonó débil. En el terrible silencio posterior me di cuenta de que la aldea estaba viva, llena de ruidos sordos: los vecinos de Tejal que se escondían de mí y susurraban entre ellos.

«Están esperando a ver qué hago», pensé.

Estuve a punto de volver a llamarla, pero pensé que quizá sólo conseguiría que el cielo cayese sobre nuestras cabezas si lo hacía. Sólo quería gritar de frustración.

«La esperaré -pensé-. Es lo único que sé hacer.»

Me senté en la cálida arena, preparado para permanecer allí el tiempo que hiciera falta hasta que saliese, pero de repente vi que Ajira, la hermana de Nupi, venía corriendo hacia mí, encabezando un grupo de mujeres, con los pliegues del sari recogidos. El anochecer ya había empezado a extender sus sombras por el mundo. Ajira llevaba una lámpara de aceite en la mano que hacía brillar su pelo gris como si de plata se tratara.

Me levanté para saludarla, pero ella retrocedió.

– El marido de Tejal llegará pronto a casa. No debe encontrarte aquí.

– ¿Tejal está casada?

Antes de que Ajira pudiera responder, Darpak, uno de los ancianos que nos habían elegido a Sofía y a mí para representar a Ganesha, se acercó a nosotros. Su pelo blanco era menos tupido y llevaba una gran cruz de madera colgada alrededor del cuello. Los críos se daban empujones por seguirlo y de vez en cuando asomaban la cabeza desde detrás de sus piernas para poder verme.

– Debes irte -me dijo.

– Pero ¿qué pasa con Kama, mi hijo?

– La diosa Kali nos lo quitó -dijo el anciano-. Hizo que enfermara después de nacer.

– ¿Mi hijo está muerto? -le pregunté a Ajira.

Ella se mordió el labio y miró a lo lejos con temor. El hecho de que se negara a mirarme me convenció de que las reglas de la aldea debían prohibirle contarme la verdad: que Kama aún estaba vivo.

Darpak me cogió por el hombro.

– Ajira no puede hablar contigo. Debes irte.

– ¿Quién eres tú para decidir si ella puede hablar conmigo? -le pregunté.

– Le has hecho mucho daño a Tejal. Pero eso se acabó, ahora tiene un esposo: Durio. Y un hijo y una hija con él. No hay sitio para ti en nuestra aldea. Es tarde, demasiado tarde. Vete ahora, antes de que el padre de Tejal y Durio sepan que estás aquí, o causarás problemas, muchos problemas.

Permanecí en silencio, pensando en las opciones que tenía. Sabía que debía hablar con Tejal.

– Ven -dijo Arjuna mientras me cogía de la mano-. Te acompañaré fuera de la aldea.

Si no me hubiera sonreído de forma compasiva, ¿me habría ido?

Me marché para darme tiempo para pensar en cómo recuperarla. Salimos andando de la aldea tierra adentro, para ocultar nuestros movimientos de Durio y de los otros hombres que llegarían en barca, y luego seguimos en dirección norte, hacia Goa. Las linternas iluminaron los rostros de los pescadores como si fueran luciérnagas. Arjuna y yo no hablamos hasta que estuvimos lejos de su vista, ocultos por un palmar.

– Te dejo aquí -dijo Arjuna.

– ¿Cómo es Durio? -pregunté.

– Es un pescador -respondió el chico, como si no hubiera nada más que decir.

– ¿Cuántos años tiene?

Se encogió de hombros.

– No lo sé. Ya tiene un hijo mayor que yo, de su primera mujer.

– ¿Es bueno con Tejal?

– Eso tampoco lo sé.

– ¿Y Kama? Está vivo, ¿verdad? ¿Se llama así el hijo de Tejal?

Arjuna asintió.

– ¿Cuántos años tiene?

– Seis o siete.

– No es hijo de Durio, ¿verdad?

– ¿Cómo puedo saberlo? Haces demasiadas preguntas.

Frunció el ceño y se dispuso a marcharse.

– Sólo una más… ¿Por qué Darpak lleva una cruz?

– Los soldados portugueses vinieron hace dos años. Destruyeron todos los dioses hindúes que nos quedaban. Los ancianos ahora llevan cruces por si vuelven los soldados.

– ¿Se salvaron las cabezas de Ganesha que llevamos ese día?

Negó con la cabeza.

– Los portugueses las quemaron. No nos queda nada.

Mientras Arjuna desaparecía caminando por la playa, me desplomé sobre el suelo arenoso y me quedé mirando hacia la Vía Láctea, que pronto se convirtió en todos los mares que había cruzado. ¿Cuántos más tendría que cruzar hasta llegar a casa? Todo había quedado del revés. Si mi hermana estaba muerta y Tejal ya no me amaba, estaba solo en el mundo.

¿Era así como Dios quería que fueran las cosas?

«Ya veo lo que me tienes preparado», pensé, con ese exagerado sentimiento de individualidad que nos invade cuando le hablamos a Dios con ira.

Volví atrás, hacia Benali, pero no quería que me viesen. Cuando pude distinguir los rostros de los aldeanos, me escondí tras unos arbustos y me puse a vigilar la cabaña de Tejal para observar cualquier movimiento. Saqué mi cuchillo, me sentía como un mendigo ante las puertas de un palacio, preguntándome qué posibilidades tenía de entrar y cambiar mi lugar por el del rey.

Ajira me sacudió para despertarme por la mañana, llevaba una papaya amarilla y madura y tres chapatti calientes.

El cuchillo se me había caído de la mano durante la noche. Ajira lo miró temerosa y luego me llevó lejos de la aldea. Se sentó cerca de mí mientras comía, triste, echándose arena por encima de los pies como si contara el tiempo que faltaba para cumplir sus obligaciones conmigo. Se lamió los estropeados dientes que le quedaban, como solía hacer Nupi, y con voz malhumorada dijo que sería mejor que no hablásemos sobre Tejal ni sobre Kama. Por sus miradas furtivas, me di cuenta de que deseaba sacar de su interior alguna pena que llevaba en secreto. Yo aún ignoraba que la necesidad de encontrar a su hermana le estaba trastocando los sentimientos.

Cuando finalmente pregunté por Nupi, Ajira se echó a llorar, y me dijo entre sollozos que su hermana no había vuelto a la aldea desde hacía cinco años.

– Estoy tan preocupada, tan preocupada -gimió-. Por favor, si sabes algo de ella, dímelo. Dímelo ahora.

– Me has traído comida sólo para descubrir si sabía algo de ella -le dije con rencor.

– ¡Te he traído comida porque eres su ahijado! -respondió con furia en los ojos-. Y porque has sufrido. Como todos nosotros.

Hablar y pensar en konkaní -algo que no había hecho en muchos años- me hizo sentir frágil. Cualquier palabra que dijera me sonaba mucho mejor y más llena de significado que si la decía en portugués.

– No sé nada de Nupi -le dije, arrepentido por mi comentario cruel-. Pero estoy seguro de que puedo encontrarla, y cuando lo haga, te lo haré saber. Te prometo que la buscaré. Ahora necesito algo de ti. Tengo que saber lo que ha sucedido con Tejal.

– No puedo decírtelo -dijo-, está prohibido.

– Nupi querría que me lo contaras todo.

– Quizá sí -Ajira dejó caer los hombros de repente-. Hiciste algo terrible… -dijo con la voz enronquecida por el rencor.

«Necesita castigarme antes de regalarme lo que sabe», pensé.

– ¿Qué hice? Me enamoré de Tejal. ¿Qué tiene de malo?

– Tú… compartiste lecho con ella.

– Iba a casarme con ella. Su padre estaba de acuerdo, y el mío también.

– Pero no te casaste ¿verdad? -me espetó.

– ¡Me arrestó la Inquisición! Me mandaron a una cárcel de Lisboa.

– ¡Baja la voz! El motivo no importa. ¿Qué sabemos nosotros de Lisboa? Cuando Tejal volvió a la aldea, lo hizo con un hijo, pero sin padre. Eso es todo cuanto sabíamos. La vergüenza… es capaz de acabar con una chica. Los hombres no lo entendéis. -Juntó las manos y se meció adelante y atrás, apenada.

Cuando las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, se las secó con un gesto brusco.

– Nupi, todas las mujeres aportamos lo que pudimos a su dote, en secreto, pero aun así el único que quiso quedarse con ella tal como estaban las cosas fue Durio.

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