Durante los días siguientes, descubrí muchas cosas de Lisboa que no había podido ver antes. Pasaba horas sentado en lo alto de la colina de Graça para ver a la gente por la calle, más de cien metros por debajo de donde me hallaba, cada persona con sus propias historias. Aunque ansiaba desesperadamente el consuelo de su amistad, pensé: «Cuando esto acabe, desapareceré unos años…».
Empecé a comprar cada día pan y fruta en la Rua de San Pedro, donde los abuelos de mi padre habían vivido. Los tenderos no habían oído hablar jamás de mangos y papayas, por lo que tenía que comprar manzanas rojas y peras verdes en su lugar, pero la fruta de Europa siempre me ha parecido demasiado dura y no acabé de acostumbrarme a ella. Me las arreglé para encontrar uvas e higos secos, y finalmente algo de coco seco también. Mezclaba los copos con miel y untaba la mezcla en el pan de hogaza que hacían en Portugal, aunque pronto empecé a comerla simplemente con una cuchara. El sabor me transportaba a la India. A veces, cuando el sol entraba por mi ventana, cerraba los ojos e imaginaba que la estatua de Shiva de mamá me protegía desde la entrada.
Al final de la primera semana que pasé en libertad, me senté en el suelo de mi habitación con una escribanía. Escribí cuidadosamente dos cartas con la caligrafía del padre Carlos y les puse fechas anteriores a la última carta que yo le había enviado. No me había atrevido a trabajar en esas cartas antes de abandonar la prisión porque habría tenido que esconderlas en algún lugar en casa del Senhor Pereira, lo que podría haberlo puesto en peligro a él.
En cada una de las cartas me refería de forma codificada al deseo de poseer los instrumentos religiosos adecuados para la práctica del judaísmo, ya que resultaba imposible encontrarlos en Goa. Por miedo a que la sutileza no fuera suficiente para lo que me proponía, hice referencia explícita a la necesidad de mantenerlo todo en secreto.
No debe contarle jamás, a nadie, nada sobre nuestras transacciones o el Santo Oficio me encarcelará. Y no olvide mandar las cartas siempre a nombre de Jácome Morais, ya que es un hombre que no me identificaría -ni a mí ni a usted- ni siquiera bajo tortura.
Le di un tono aún más amistoso a la segunda carta. Me permití que el jesuita le hiciera preguntas personales sobre su familia al señor Matthews y que le expresara su gratitud.
Es usted un amigo de verdad, y le estaré eternamente agradecido por el esmero con el que ha mantenido en secreto mis planes de viajar a Tierra Santa, ocultos de la gente con malas intenciones.
Cerré las dos cartas con una referencia al Éxodo 15 de la Torá: «Tu diestra, oh Jehová, ha quebrantado al enemigo». Eso añadía un diabólico desafío muy propio de los judíos, pensé.
Y luego firmé con el nombre del padre Carlos, con grandes fiorituras.
De momento, guardé esas dos cartas falsificadas bajo el colchón. Las utilizaría sólo cuando estuviera preparado para marcharme a Goa.
Por aquel entonces, el padre Carlos y el capitán Morais probablemente se habían encontrado varias veces para discutir mi extraña correspondencia y esos regalos no deseados. Seguramente habían hecho llamar al Analfabeto y le habrían preguntado por ello. Sin duda el carcelero y el cura debieron de negar que conocieran a James Matthews o a Charles Benjamin, pero Morais probablemente no los habría creído. El capitán sospecharía que estaba siendo utilizado por judíos secretos que se negaban a revelar por qué lo comprometían de ese modo.
– ¿Por qué me han elegido a mí? -debió gritarles una y otra vez.
– ¡Pero si yo no he hecho nada! -respondería el jesuita-. No sé nada sobre todo eso, ¡absolutamente nada!
Puede que Morais creyera al cura al principio, pero no tardaría en comprender que su conexión con mis cartas y regalos podía hacer que acabara en prisión. A menos que actuara primero y traicionara al padre Carlos… y al Analfabeto.
Apostaba a que Morais se habría quedado el retrato que yo había hecho del padre Carlos, que lo guardaría para utilizarlo más adelante contra él.
El cura probablemente habría escrito una dura carta a mi amigo Benedict Gray para intentar aclarar el misterio, pero el que había sido mi compañero en prisión nunca le respondería.
Cada uno de los hombres a los que había implicado negaría saber nada acerca de mis cartas si se iniciaba un proceso inquisitorial contra ellos, pero sus captores verían como algo normal y adecuado que unos judíos secretos mintieran; al menos hasta que los torturaran.
Lo mejor era que su confusión sólo los haría parecer más sospechosos. Eso me complacía inmensamente. Me esmeré en la carta que afirmaba que Jácome Morais no diría el nombre del padre Carlos ni siquiera bajo tortura. Seguro que eso les parecería un gran reto a los inquisidores.
Con los pies asados por las brasas, el Analfabeto confesaría rápidamente que había formado parte de una conspiración judía. Y puesto que en prisión aprendí que no existe ningún hombre inquebrantable, Jácome Morais seguramente le daría la razón. Y el padre Carlos también.
El Santo Oficio estaría encantado de encontrar a tres hombres de tan distintas procedencias y tan dispuestos a ponerse de acuerdo. Realmente sólo era cuestión de saber qué hombre traicionaría a los otros primero con la esperanza de salvar el pellejo.
Compré un pasaje en un barco que partía hacia Goa al cabo de un mes, no pude encontrar otro que zarpara antes. Luego le escribí a Benedict Gray para solicitarle más noticias.
Diecinueve días más tarde, recibía lo siguiente:
Apreciado señor Matthews:
Qué feliz coincidencia, estaba a punto de escribirle cuando llegó su correspondencia. Me alegro muchísimo de que os hayan liberado. ¡Ojalá pueda llegar a reunirse conmigo en Inglaterra algún día!
Estaba a punto de escribirle porque un hombre muy curioso vino a verme hace sólo dos días. Era portugués y menudo como un gorrión. Hablamos en latín, puesto que afirmé no conocer su idioma. Su cadencia en esa lengua antigua me llevó a creer que se trataba de un cura, pero iba vestido como un caballero europeo y negó con vehemencia cualquier conexión con la jerarquía papista. Afirmaba ser un representante de la corona portuguesa establecido en Goa. Nada más empezar nuestra conversación se refirió a una carta que yo había recibido del padre Carlos Fonseca. Obviamente sentía mucha curiosidad por su contenido. No le negué haber recibido la misiva, pero no le dije nada acerca de su contenido, por supuesto. Resultó sencillo, puesto que no la había leído. No le dije a quién se la había enviado, ni si se la había enviado a alguien, aunque me rogó que le diera toda la información que pudiera, ante lo que simplemente le mostré las profundas cicatrices que tenía en los pies y le pedí que abandonara mi casa. Ya en la puerta, se puso la mano en un bolsillo y sacó una cajita plateada grabada con letras hebreas y lo que su gente llama una menorah; un candelabro de siete brazos, en definitiva. «¿Había visto esto alguna vez?», me preguntó.
Le respondí con una negativa, por supuesto.
Señor Matthews, sospecho que usted conoce el significado de esa cajita, y me gustaría que me lo explicara, ya que la curiosidad puede más que yo. (Si eso no nos compromete demasiado a ninguno de los dos, me gustaría que me escribiera, ¡y mejor pronto que tarde!)
Después de leer esa carta, debería haber sentido el júbilo de la victoria, ya que significaba que el padre Carlos probablemente ya estaba en prisión y seguramente lo estarían interrogando duramente, pero tras un breve momento de placer, me sentí abatido. Ahora me doy cuenta de que el cansancio de todos mis años de trabajos y encarcelación pudo más que yo. Creo, también, que fui incapaz de sentirme verdaderamente feliz, ya que aún tenía por delante un largo viaje en barco antes de poder ver a mi hermana y a Tejal.
Читать дальше