Richard Zimler - El guardián de la aurora

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El siglo XVI está llegando a su fin. En la colonia portuguesa de Goa, la Inquisición ha logrado establecerse y está haciendo progresos en su labor de convertir al cristianismo tanto a los judíos secretos como a la población hindú. Pese a lo convulso de la situación, la familia Zarco mantiene sus raíces portuguesas y judías. Tiago y su hermana Sofia disfrutan ilustrando manuscritos junto a su padre y con las fiestas hindúes que celebra su querida cocinera Nupi. Pero ese paraíso acaba al mismo tiempo que su infancia, cuando padre e hijo son capturados por la Inquisición.
Años después, completamente destrozado, Tiago vuelve a la India tras cumplir su sentencia en Portugal. Devastado por todo lo que ha perdido, descubrirá quién se esconde tras la traición y la denuncia a su familia, una verdad que hubiera preferido no tener que afrontar.
Además de una extraordinaria recreación histórica y un vívido testimonio de la crueldad bajo la Inquisición en la India, El guardián de la aurora es un cautivador relato de misterio, y una profunda y lúcida exploración sobre la naturaleza del mal y sus consecuencias.

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– ¿Crees… crees que fue asesinada?

– ¿Asesinada? -se sorprendió. Luego se levantó y tomó aire para calmarse-. No, Ti. Lo siento pero estoy casi segura de que se suicidó. Los regalos que me dio…, fue su manera de decirme adiós, de dejar esta vida soltando lastre. ¿Sabes lo que quiero decir?

Intenté responder, pero el silencio me pareció la única manera de encajar su revelación. Sabía que lo que había dicho tenía sentido, especialmente porque Wadi me había contado que Sofía había querido darle la estatua de Shiva de nuestra madre a Nupi, pero continuaba siendo un asesinato por lo que a mí respectaba: su marido la había matado al abandonarla.

– ¿Hablaste alguna vez con Wadi acerca de tus sospechas de que se trataba de un suicidio? -le pregunté.

– No, nunca. -Fue hacia la ventana y corrió las cortinas con un tirón brusco, parecía enfadada consigo misma. Se volvió hacia mí antes de volver a hablar-. Tras el funeral de tu hermana, creí que no volvería a hablar con él jamás. De hecho, yo no quería. Supongo que no podía evitar culparlo. Pero unos seis meses más tarde vino aquí a verme. -Volvió a sentarse, con las manos juntas sobre el regazo-. No le hablé de la conversación que había tenido con Sofía. Vino porque se sentía solo. Estaba muy apenado y había perdido mucho peso. No pude evitar compadecerme de él. Pero Wadi… siempre se ha regido por ciertas urgencias físicas, por decirlo de alguna manera, y estaba desesperado por… por tener compañía. -Sonrió fugazmente-. Incluso lo intentó conmigo, pero yo ya no era tan estúpida como antes. Le presenté a varias amigas jóvenes durante las dos semanas siguientes. Organicé cenas. Y luego no volví a verlo. Ya no me necesitaba.

– O sea, ¿que ésta es la primera vez que le cuentas a alguien tus sospechas de que lo de Sofía fue un suicidio?

– Sí, no me pareció prudente contárselo a nadie más.

– Bien. Pues que quede entre nosotros. Dime, ¿sabes con quién se ha estado viendo Wadi?

– Ti, ¿sabes algo que yo no sepa?

– Vi que se reunía en secreto con una chica. Era muy joven, creo, pero tampoco pude verla muy bien. -Le describí la mansión en la que la había visto entrar.

– ¡Conozco esa casa! -exclamó Sara, sonriendo como si hubiese sucedido algo glorioso-. ¡Qué escándalo!

– ¿Porqué? ¿Quién es ella?

– Ana… Ana Pontes Dias. Le presenté a Wadi a una prima de Ana en una de esas fiestas de las que te hablaba. Debió de conocerla ahí. Parece ser que Ana es la única hija…, la única y queridísima hija de Rafael Dias, el próspero mercader de especias.

– ¿El del ojo de cristal? -pregunté tras recordar haberlo visto en un palanquín muchos años atrás mientras los niños lo perseguían y lo señalaban.

– El mismo, y sé de buena tinta que nuestra Ana es la prometida de Gonzalo Bruges desde hace más de un año. Y ese joven -dijo con aire triunfal, dejando entrever que ésa era la parte que más le gustaba del escándalo- es el hijo mayor de Francisco Bruges, el viejo avaro miserable que recauda los impuestos de las mercancías que entran y salen de Goa. Conozco bien al chico. Es agradable y está loco por Ana. Ti, ¿lo entiendes? Wadi está amenazando con romper uno de esos matrimonios que pretenden unir dos imperios. Si los padres lo supieran… -Agitó las manos como hacían los portugueses para indicar un desastre.

– ¿Realmente les importaría tanto? A tío Isaac le va muy bien el negocio. ¿Y si Ana está realmente enamorada de Wadi?…

– ¡Pero no puede rivalizar con Gonzalo Bruges! -me interrumpió-. El padre de Ana no consentiría jamás un matrimonio con tu primo, y romper el compromiso destruiría todo lo que el viejo mercader ha estado planeando. También está el pequeño detalle de que Wadi sea un hijo adoptivo, lo de que lo llamaran Morito y todo eso. Y sus convulsiones. Ésta es una ciudad pequeña y la gente no olvida ese tipo de cosas.

– Debo estar seguro de que la chica que vi es realmente Ana.

– ¿Por qué?

– Sara, no soy el que soy, y ahora es donde tengo que empezar a mentirte. -Me rasqué la nariz como me había pedido que hiciera.

Ella sonrió.

– Simplemente dime si comprobar la identidad de la chica ayudaría a Ana de algún modo. O al menos a Gonzalo.

– Depende de lo que entiendas por «ayudar».

Se inclinó hacia mí con rostro impaciente.

– ¿Protegería a esa joven pareja de Wadi? Te lo aseguro, lo único que conseguirá será meter a Ana en un callejón sin salida. Y el pobre Gonzalo…, preferiría no verle sufrir.

– Mis planes podrían ayudarlos, aunque debo confesar que no es mi principal intención. Y… y eso es todo lo que puedo contarte.

– Entonces muéstrame la casa a la que volvió la chica después de verse con Wadi. Muéstramela ahora -se levantó frotándose las manos, impaciente por embarcarse en una aventura.

– Sara, si es ella, necesitaré que me hagas aún otro favor. No creo que te ponga en peligro, pero tampoco puedo estar absolutamente seguro de ello.

Y luego le expliqué las partes de mi plan que necesitaba saber.

Seguro de que jamás sería capaz de controlar completamente los acontecimientos que estaba a punto de provocar, a la tarde siguiente me dirigí a la curtiduría en la que papá y yo solíamos comprar la vitela. Me aseguré de que no me seguían. El propietario, un tamil, me abrió la puerta. Había envejecido mal y se apoyaba en un bastón de caña, incapaz de levantar la cabeza lo suficiente como para que nuestras miradas se encontraran.

– Ha pasado mucho tiempo -dijo a la vez que suspiraba del modo que suelen hacerlo algunos hindúes, como diciendo: «No hace falta que me cuentes por qué, ya que todos sabemos que la vida nos separa irremediablemente…».

– Necesito volver a visitar al experto en venenos -le dije-. Quiero que Garuda se me lleve si me atrapan.

– Entonces entra -dijo el tamil, haciendo un gesto para que lo siguiera.

Renqueó delante de mí hasta la puerta trasera. La inscripción que había hecho mi padre en la puerta, aunque estaba descolorida, aún era visible: «Muchos son los caminos que llevan a Dios, pero qué afortunados somos de que sólo uno nos lleve más allá».

Cuando volví a leer esas palabras, pensé que significaban que no tendríamos que volver a nacer en este mundo, aunque quizá no fue eso lo que mi padre quiso expresar.

La puerta de Vaasuki aún estaba pintada de un azul intenso, con una flor de hibisco de color rosa y blanca en el centro. Cuando llamé, abrió la puerta él mismo y levantó una ceja para expresar su sorpresa. Se había dejado crecer el pelo y las canas blancas le llegaban hasta los hombros desnudos.

– ¿Te acuerdas de mí? -pregunté.

– Sí, y te advertí que no volvieras a Goa -respondió enfadado.

– Lo siento. No pude evitarlo. Y ahora necesito algo para proteger mi vida por si sucede lo peor.

– ¿Crees que es eso lo que sucederá?

– Sí.

Era la primera vez que admitía que no viviría mucho más. Entonces me di cuenta de algo que debería haber visto antes: que era bueno que Tejal me hubiera rechazado, ya que me había liberado para que hiciera lo que debía. Quizás ella incluso lo entendía de algún modo.

– Entra, pues -dijo Vaasuki, esta vez con voz más amable.

Me cogió por el brazo y me llevó a su jardín de invierno. Las palmeras, cuyas hojas parecían plumas, formaban arcos por encima de su cabeza cuando se arrodilló delante de la estatua de Shiva y se puso a rezar. Probablemente pensaba en la necesidad de ayudar a otro hombre a quitarse la vida. Quizá les pedía a los dioses que le perdonaran. O a mí.

Al finalizar sus súplicas me pidió que me sentara con él y le contara lo que me había ocurrido. Hablamos durante dos horas, y me hizo preguntas ansiosas, como si yo pudiera ofrecerle el armamento necesario para ganar una guerra. Hablamos detenidamente sobre mis captores, incluso sobre sus nombres, y un poco después me di cuenta de que estaba catalogando cuidadosamente todo lo que pudiera contarle sobre el funcionamiento de la Inquisición en Goa y la prisión Galé de Lisboa. Cuando acabé, me bendijo y yo le pregunté por qué necesitaba saber tanto.

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