Richard Zimler - El guardián de la aurora

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El siglo XVI está llegando a su fin. En la colonia portuguesa de Goa, la Inquisición ha logrado establecerse y está haciendo progresos en su labor de convertir al cristianismo tanto a los judíos secretos como a la población hindú. Pese a lo convulso de la situación, la familia Zarco mantiene sus raíces portuguesas y judías. Tiago y su hermana Sofia disfrutan ilustrando manuscritos junto a su padre y con las fiestas hindúes que celebra su querida cocinera Nupi. Pero ese paraíso acaba al mismo tiempo que su infancia, cuando padre e hijo son capturados por la Inquisición.
Años después, completamente destrozado, Tiago vuelve a la India tras cumplir su sentencia en Portugal. Devastado por todo lo que ha perdido, descubrirá quién se esconde tras la traición y la denuncia a su familia, una verdad que hubiera preferido no tener que afrontar.
Además de una extraordinaria recreación histórica y un vívido testimonio de la crueldad bajo la Inquisición en la India, El guardián de la aurora es un cautivador relato de misterio, y una profunda y lúcida exploración sobre la naturaleza del mal y sus consecuencias.

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El padre Carlos se puso las manos sobre la generosa panza y, tras un rápido suspiro, sonrió al jainista como si se hubiera sentido aliviado de haberlo encontrado después de una ardua búsqueda. El Analfabeto y otro guardia permanecían firmes detrás de él.

– ¡Ahí está! -exclamó el cura en portugués.

Phanishwar juntó sus manos y le hizo una pequeña reverencia a nuestro invitado.

– Gracias por venir a verme, señoría -dijo en konkaní.

– ¿Hablas su idioma? -me preguntó el cura.

– Sí -respondí, y le traduje lo que el jainista acababa de decirle.

– Soy yo el que debería agradecerle que haya venido a verme -dijo el padre Carlos con voz amable.

– Siento no poder ponerme de pie para saludarlo, señoría -le dijo el jainista-. Por favor, no se ofenda.

– Por supuesto que no -respondió con una sonrisa.

«Benditas sean las sorpresas de la vida -pensé-. ¡Phanishwar tenía razón respecto a ese hombre!»

– Y siento mucho haberme perdido la boda a la que me invitó -dijo mi amigo-, pero llevo aquí algunos meses y los carceleros no querían soltarme.

El padre Carlos me miró con dureza mientras repetía las palabras del jainista en portugués. Cuando hube acabado, el cura sonrió como si estuviera orgulloso de mí, y me tocó ligeramente un brazo. Tuve que resistirme para no caer de rodillas implorándole que me liberara. Estaba mareado y me dolía el estómago, parecía como si toda la esperanza que había enterrado allí estuviera a punto de traicionarme. Pude oír a mi padre diciéndome: «Cálmate y volverás a casa con Tejal. Criarás a mis nietos y…».

– ¡Si lo hubiese sabido, habría venido inmediatamente! -le dijo el padre Carlos a Phanishwar. Tenía una voz muy bonita, calmada por años de paciente estudio. Había olvidado que el sonido del portugués pudiera ser tan conmovedor.

– Ahora estarás seguro conmigo -le dijo a Phanishwar.

Se volvió hacia los guardias y dijo:

– Coged a este hombre y llevadlo con nosotros. Y con mucho cuidado.

Cumpliendo su orden, llevaron a Phanishwar como si fuera sentado en un palanquín. Él sólo alcanzaba a sonreír, halagado por tantas atenciones.

– ¡Ay!, menudo jaleo he causado -dijo el padre Carlos mientras pasaba por mi lado-. Por favor, perdóneme.

Aterrorizado por la idea de que me olvidase, dije en konkaní:

– Phanishwar, te daré todo lo que tengo si puedes liberarme.

– No sufras, Trevas Azuis. Volveré a por ti antes de que se ponga el sol. -Movió los brazos en el aire-. ¿Quién si no tú podría llevarme volando hasta mi aldea bajo la luz de la luna?

No volví a ver a Phanishwar hasta dos días después, pero mi reavivada esperanza no paró de darle vueltas a ensoñaciones delirantes. Imaginé que caminábamos juntos hasta su aldea y saludábamos a Rama y al resto de sus hijos. Los invitaba a todos a visitar nuestra granja. Nupi preparaba korma con pollo para comer. ¡Dábamos las gracias al Señor de la Torá y a los santos jainistas ese día!

Con las yemas de los dedos, recorría la marca de las cicatrices que me habían quedado en las muñecas. Me sentía feliz de tenerlas, ya que demostraban que había sobrevivido a lo peor. Le pregunté al Analfabeto sobre el paradero de Phanishwar esa primera noche y a la mañana siguiente, pero el carcelero se limitó a fruncir el ceño; me consideraba poco más que una molestia.

El tercer día, justo antes de cenar, la puerta se abrió de golpe para mostrar al Analfabeto con Phanishwar en brazos: lo llevaba a peso, estaba inconsciente. Lo dejó caer sobre su camastro con un gruñido de resentimiento.

– Este maldito indio pesa más de lo que crees -declaró. Se frotó las manos como si se quitara una mancha repugnante.

No vi marcas ni quemaduras en el cuerpo de mi amigo, pero tenía sangre seca en las comisuras de los labios.

– ¡Has vuelto a hacerle daño, hijo de puta! -grité.

– ¡Quieto ahí, judío!

Le escupí y me respondió gritando.

– ¡Me parece que tendré que hacerte razonar a golpes!

– ¡Inténtalo! -grité desafiante, pero no le di la oportunidad de probarlo. Salté sobre él y lo lancé contra la pared, le rompí al menos una costilla con un crujido glorioso. Jadeó y gritó pidiendo ayuda, pero me las arreglé para agarrarlo por la garganta. Qué bien que me sentí al tenerlo en mi poder. Habría matado a ese patán vicioso de buena gana, pero otro carcelero acudió corriendo y me separó de él.

– ¡Estás muerto, judío! -gritó el hombre que acababa de llegar mientras levantaba la porra por encima de su cabeza.

Me desperté a oscuras. Me dolía la cabeza. En algún lugar más allá de la puerta, Nupi hablaba con mi padre sobre un viaje que estábamos a punto de hacer al pueblo de ella.

– El sol nos mantendrá a salvo -le decía a mi padre.

– Pero el sol no ve a través de las piedras -contestó él.

Luego el mundo entero se desvaneció. Yo estaba flotando. Creí oler el aroma de la noche, a canela caliente. La luna estaba encima de mí, creaba espirales plateadas de luz alrededor de mi cabeza y brillaba sobre el bosque de bambú que quedaba por debajo de mis pies. Me pregunté si eso sería la muerte. Esperaba que así fuera.

Cuando volví a despertarme, era como si hubiese caído desde una gran altura. Me dolía todo el cuerpo. Intenté lamerme los labios, pero el dolor era insoportable. El segundo carcelero debió haberme pateado la cara y me había roto la mandíbula. Me apreté en la sien con un dedo y sentí como si la uña entrase hasta el hueso.

A la mañana siguiente, informé a Phanishwar mediante gestos de que no era capaz de hablar. Rozó sus labios cuarteados con mi mandíbula hinchada y luego se sentó de espaldas a mí, mirando a la pared. Ni siquiera tocó el desayuno ni se volvió para mirarme por mucho que tirase de él para llamar su atención. Yo aún no sabía que era incapaz de levantar los brazos para coger la comida.

Varias horas más tarde, empezó a aullar. Era un sonido tristísimo. Yo me agaché como un mendigo a sus pies para que me contara qué le pasaba, pero él se limitó a negar con la cabeza. Esa noche, no obstante, cuando las últimas sombras del ocaso desaparecieron de nuestros muros, se me acercó, se sentó junto a mi camastro y me contó lo que había sucedido.

Después de dejar la celda casi cuatro días antes, lo llevaron a una sala con cientos de libros dispuestos en estantes que cubrían las paredes. El padre Carlos tomó un gran libro negro y leyó algo en su mesa a la luz de una vela dorada tan alta como un hombre. Un pequeño indio con un crucifijo colgado alrededor del cuello le hacía de intérprete.

– Lo que el cura leyó trataba de mí, no podía creerlo -me dijo el jainista con voz perpleja-. Describió cómo había encantado a Dharanendra el día en que la conocí. Había incluso un dibujo diminuto de mí que él mismo había hecho. Le pregunté sobre aquello, y respondió: «Estoy documentando las costumbres de la India porque pronto desaparecerán. Cualquier rastro de hechicería y de superstición quedará reducido a polvo. He venido a dejar constancia de todo ello para la posteridad».

Phanishwar le dijo que no veía cómo iban a desaparecer las costumbres indias, ya que se habían practicado durante miles de años.

– Todos vuestros dioses han muerto -le explicó el cura con una sonrisa de entusiasmo-. Los hemos destruido con esto -añadió mientras le mostraba el crucifijo que le colgaba del cuello.

Cuando Phanishwar le preguntó cómo podía ser que Indra, el Rey de los Dioses, muriera, el padre Carlos respondió con una voz grave, que no presagiaba nada bueno, para decirle que lo había matado la compasión de Cristo, del mismo modo que mataría a todos los infieles y paganos.

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