Con un débil susurro agónico le dije a Phanishwar que nuestra única opción era dejar sin sentido al carcelero, y le rogué que me diera su opinión sobre mi plan, pero se negó a responder.
El día que tenían que llevarme a que me cortaran el pelo me encontraba en un estado de furia incontrolable. Cuando el nuevo carcelero -un tipo bajito, con las mejillas rojas- entró en la celda para llevárseme, salté sobre él. Aún tuve la fuerza suficiente para reducirlo hasta dejarlo de rodillas en el suelo, pero cuando se revolvió entre mis brazos, me golpeó la mandíbula con el codo. Cualquier atisbo de lucha se diluyó completamente por mi parte. Aullando de dolor, me arrastré mientras me amenazaba con sacudirme hasta dejarme sin sentido.
Phanishwar lo insultó y le dijo que cuando volviera a nacer lo haría en el infierno.
El guardia nuevo, que hablaba konkaní, se rió.
– La reencarnación es sólo para los arroz preto -que era como algunos portugueses llamaban a los indios para humillarlos. Era el arroz negro y basto que comían los campesinos.
Entre dientes, juré por la gloria de mi padre que volvería a intentar escaparme, pero en secreto me rendí a mis captores y les entregué mi vida pasada y futura. ¿Cómo podía seguir luchando? Mis costillas se habían convertido en los travesaños de una escalera desvencijada y sangraba cada vez que rozaba el catre con las canillas. Mis dedos nudosos parecían los de un esqueleto.
¿De quién eran mis ojos ahora? Ciertamente, no eran los de mi madre ni los de ningún ser vivo. Por suerte no tenía ningún espejo a mano.
La voluntad de un hombre no es nada comparada con el dolor físico, que convertía todos mis planes en un desierto, todos menos uno: matar a quien nos había denunciado a mi padre y a mí, a quien nos había condenado a aquel infierno nauseabundo.
Encontré mi único consuelo alimentando a Phanishwar con mis manos y lavándolo cada día. Cuando intentaba levantarle los brazos, el pobre hombre se estremecía de dolor. Se lamentaba durante la mayor parte de la noche. Entonces yo me acercaba a su camastro, le ponía la cabeza en mi regazo y le espantaba los mosquitos de la cara para que pudiera dormir sin interrupciones. Conocí el tacto de sus lágrimas en mis manos. A veces parecía que salieran de las yemas de mis dedos.
«Si los hombres y las mujeres lloraran por las manos, quizá la compasión llegaría más fácilmente», empecé a pensar, y es una idea que no me ha abandonado en todos los años que han pasado desde entonces.
Cuando tenía a Phanishwar en brazos, a menudo me dormía sentado y soñaba con la muerte. Era un barco con las velas rojas y negras que se nos llevaba lejos, empujados por el viento salado del aliento de Shiva. Muchas mañanas veía a Tejal ante mí, desnuda, sosteniendo una cesta con flores de ponciana, la cesta que siempre utilizaba yo para recoger flores para Nupi. Yo me negaba a coger las flores. No podía. «Si hubiera conseguido matarme, serías libre», le decía a la chica.
La oscuridad de nuestra celda por la noche se convertía en el recuerdo de la suavidad de Tejal, y una mañana incluso me besó en los labios para despertarme. Era mi abyecta hambre, en mi opinión, la que creaba esas visiones.
Mamá llevaba puesto el pañuelo blanco siempre que se me aparecía. Me mecía en sus brazos, tal como yo hacía con Phanishwar, y cuando me miraba las manos, veía las de ella. Era como si nos hubiéramos convertido en la misma persona. Me decía que me estaría esperando cuando volviera a casa. Yo le agradecía su promesa pero, incluso en sueños, sabía que ella no debía prometer tales cosas. ¿Cómo podría escapar de la celda que compartía conmigo?
Una noche, justo antes del amanecer, Wadi alargó su brazo hacia mí, con los dedos tensos.
– ¡El aire está ardiendo! -gritaba mi primo.
Yo lo salvaba. Sentía que al hacerlo, nos salvábamos los dos.
Supongo que todos somos prisioneros de nuestros vínculos pasados, incluso si hemos vivido lo suficiente para lamentarlos.
Mandaron a un médico indio tres semanas más tarde. Colocó los hombros de Phanishwar en su sitio mientras el jainista lloraba. El comportamiento distante del médico me reveló que ya había realizado la misma operación muchas veces. Antes de que se marchara, me arrodillé frente a él.
– Denos veneno -le dije.
No estaba seguro de si usaría el veneno para mí mismo o si lo guardaría para Phanishwar, pero estaría bien tenerlo. Un judío, creo, siempre debería estar preparado -y dispuesto- para suicidarse.
El doctor me apartó de un empujón, pero yo me agarré a sus piernas hasta que el carcelero me separó de él.
Aunque el dolor físico de Phanishwar remitía, aún no conseguía que me contara lo que pensaba. Me pidió que lo dejara en paz. Cuando me acerqué a él por la noche, me apartó diciendo:
– Parsva está muerto y enterrado.
Mediante gestos le pedí que dijéramos nuestras oraciones judías y jainistas, pero se negó a hacerlo. En el mundo envilecido al que había descendido, los príncipes serpiente ya no podían proteger a los santos jainistas y los hombres no podían hacer bailar a las cobras.
Cuatro semanas más tarde, fui capaz de abrir la boca lo suficiente como para tragar pequeños puñados de arroz e incluso masticar algunos bocados de pescado frito. Podía hablar en susurros sin verme superado por el dolor.
Le dije a Phanishwar que el padre Carlos había mentido acerca de la muerte de Indra para arrancarle una confesión de brujería.
– Los has vencido al no proporcionarles lo que querían -le dije.
– ¡Eres tú quien intenta engañarme! -me replicó furioso, con los ojos encendidos por la ira-. Mi ignorancia del mundo me ha valido la ruina. ¡Qué estúpido fui al pensar que comprendía a los hombres!
– Ya lo verás… Parsva y Dharanendra destruirán algún día las cruces de todos los cristianos de la India.
El viejo jainista se rió y a continuación murmuró algo incomprensible en una voz que ya no supe reconocer.
Unos días más tarde volvió a dejar de comer. Cerraba los ojos cada vez que me acercaba y fingía no oírme.
Una noche, no obstante, llamó a su hijo Rama en sueños.
– No puedo continuar así -susurró cuando le desperté.
– Debes comer y recuperar fuerzas -le dije.
– No, debo morir tan pronto como pueda para poder volver como un asesino. Entonces los mataré a todos.
Unos días más tarde, un periquito de color rosa, anillado, apareció en nuestra ventana y nos miró desde el alféizar. Las creencias de Phanishwar debían haber dado forma a mi demencia, porque reconocí a mi padre en los ojos brillantes del pájaro. «Ha vuelto para salvarme -pensé-. Dejará que lo coja para que pueda atarle una nota a una de sus patas.»
Intenté atraer al periquito, pero no se acercaba. Saltando, estuve a punto de tocarlo, pero se fue volando y sólo se llevó mis maldiciones al nido.
¿Qué habría escrito si pudiera haber usado mi sangre como tinta? ¿Y a quién? Ni siquiera mi tío habría podido ayudarnos en esa prisión. Si eso fuera posible, ya habría venido a visitarme.
Phanishwar estaba cada vez más débil porque no comía. Me daba miedo que consiguiera acabar con su propia vida. No hablábamos casi nunca, se pasaba día y noche en su camastro. Las llagas de su espalda empezaron a sangrar y a infectarse, y apestaba por la falta de aseo.
Con la esperanza de salvarlo -y para animarme yo mismo- le dije que había sido Parsva quien había enviado al periquito.
– Era la reencarnación de tu Dharanendra. Voló hasta aquí para asegurarse de que seguimos vivos.
El jainista cerró los ojos para pensar en lo que le había dicho.
– Ya, pero no creo que estemos vivos, amigo mío -respondió como si se tratara de una obviedad.
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