Richard Zimler - El guardián de la aurora

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El siglo XVI está llegando a su fin. En la colonia portuguesa de Goa, la Inquisición ha logrado establecerse y está haciendo progresos en su labor de convertir al cristianismo tanto a los judíos secretos como a la población hindú. Pese a lo convulso de la situación, la familia Zarco mantiene sus raíces portuguesas y judías. Tiago y su hermana Sofia disfrutan ilustrando manuscritos junto a su padre y con las fiestas hindúes que celebra su querida cocinera Nupi. Pero ese paraíso acaba al mismo tiempo que su infancia, cuando padre e hijo son capturados por la Inquisición.
Años después, completamente destrozado, Tiago vuelve a la India tras cumplir su sentencia en Portugal. Devastado por todo lo que ha perdido, descubrirá quién se esconde tras la traición y la denuncia a su familia, una verdad que hubiera preferido no tener que afrontar.
Además de una extraordinaria recreación histórica y un vívido testimonio de la crueldad bajo la Inquisición en la India, El guardián de la aurora es un cautivador relato de misterio, y una profunda y lúcida exploración sobre la naturaleza del mal y sus consecuencias.

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– Cinco más, y lo veneraban de tal modo que enseguida supe que era alguien importante. Un hombre muy agradable, además. Debió haber sido fiel y bueno en su vida anterior para haber tenido una reencarnación tan favorable. Y no paraba de sonreír, como si ocultara un buen chiste bajo la lengua.

«Lo tenía, ¡y era sobre ti!», pensé.

– Phanishwar, no era ni un brahmán, ni siquiera un noble -le dije de repente-. Lo que le hacía tanta gracia era la posibilidad de engañarte.

– No, te equivocas. Puede que incluso formara parte de la realeza. ¡Como Dharanendra! De hecho, pensé en ello. Un rey… Quizá conocí al rey de los portugueses ¿no crees? ¿Sabrías reconocer su rostro si te lo describiera?

– Era un cura.

– No, no, no. Es imposible. Llevaba tantas capas de ropa. Sólo un gran señor podría…

– Era un dominico o un jesuita. Los curas controlan la Inquisición aquí. ¿No te das cuenta? El primer nombre que oíste -padre- significa que es un miembro de la Iglesia católica. Te engañó.

– Pero me invitó a bailar con Dharanendra en su boda. Nadie mentiría acerca de un día tan sagrado.

– ¡Los curas católicos no pueden casarse!

– ¿De verdad?

El rostro de mi compañero de celda se ensombreció mientras sopesaba las consecuencias de esa nueva información, pero luego se dibujó una sonrisa en sus labios.

– ¡Ahora lo entiendo! Hablábamos a través de un intérprete, y ese estúpido debe haberse equivocado. ¡Debía de ser la boda de su hijo! -dijo con renovado vigor.

– Phanishwar, de veras creo que…

El afecto que sentía por él era ya tan grande, y él deseaba tan desesperadamente una buena noticia, que no me atreví a finalizar mi objeción. Decidí obviar la verdad, que Dios me perdone.

– ¿Así que viniste a Goa para la ceremonia de su boda? -dije.

– Sí, nosotros - Dharanendra y yo- vinimos tres días antes. Llegamos a Goa en un barco muy bonito, pero los soldados me registraron la bolsa y la descubrieron durmiendo. Montaron un buen jaleo, todo eran gritos y chillidos. A mí me dolía la barriga de tanto reír, porque se pusieron a saltar como sapos y no se atrevían a acercarse a la bolsa. ¡Cualquiera diría que mi Dharanendra era un cocodrilo! Sabía que Padre Carlos Miguel Fonseca se reiría también, y les conté a esos hombres que me había invitado. Estoy seguro de que un mono me habría entendido mejor, pero esos portugueses… -Movió la mano delante de su cara y miró al techo-. Por muy despacio que les hablara, me miraban sin entender nada de lo que les contaba. Fueron muy desagradables, me pusieron grilletes. Y me trajeron aquí. -Apretó un puño-. Estoy seguro de que si Padre Carlos Miguel Fonseca supiera que estoy aquí ahora, se enfurecería con ellos. Seguro que ya nos hemos perdido la boda de su hijo. Cuando lo sepa, castigará a esos malvados. Y luego nos invitará a ti y a mí a su palacio.

Lo dijo con tanto convencimiento que casi empecé a creer que había interpretado correctamente lo que había dicho ese cura después de todo.

– Le contaré tu historia al carcelero -le aseguré mientras le daba unas palmaditas en el hombro-. Le pediré que llame al brahmán portugués que conociste.

– Te ruego que preguntes también si Dharanendra está bien. -Phanishwar me tocó el pie para asegurarse de que le hacía caso e hizo gestos con un dedo-. Si quieres, incluso puedo enseñarte a hacerla bailar sobre tu barriga. Así tendrás una manera de ganarte la vida honradamente, amigo mío, allí adonde vayas. Y quizá llegues a sentarte con Indra de vez en cuando en el cielo. Esos son buenos presentes para alguien a quien quieres, ¿no crees?

7

Al amanecer, le enseñé a Phanishwar las plegarias matinales judías, y él me enseñó cómo empieza el día un jainista. Primero entonaríamos la palabra nisihi, que según me dijo significaba «abandono» y simbolizaba nuestro paso a un espacio sagrado. Luego me hizo caminar tres veces en el sentido de las agujas del reloj por el centro de la celda, donde habría puesto su talla de madera de Parsva subiendo por una serpiente enrollada hacia el cielo si no se la hubieran confiscado los soldados portugueses. Juntos rociamos con agua el santo invisible y luego llegó el momento de ofrecerle arroz, dulces y fruta.

– Dios mío, ¿qué vamos a hacer? -gimió Phanishwar-. Estoy tan confuso aquí dentro que no me acordé de guardar algo de mi cena para él.

Estuvo pensando durante un buen rato en silencio, con las manos en la cara, como cuando un niño se tapa los ojos, hasta que volvió a la vida y me pidió que me arrancara cuatro pelos de la cabeza.

– Pero ¿por qué? -pregunté.

– ¡Hazlo, hazlo! -dijo metiéndome prisa mientras movía las manos como si estuviera espantando a un enjambre de abejas-. Tienes el pelo tupido, puedes permitírtelo.

La puerta exterior de nuestra celda rechinó al abrirse y el Analfabeto, que apestaba a licor de palmera como de costumbre, nos pasó el desayuno a través de la rendija. Le rogué que le contara al padre Carlos Miguel Fonseca que Phanishwar estaba allí.

– Este hombre es un famoso bailarín de serpientes al que el padre Carlos conoció hace poco -le expliqué mientras señalaba al jainista.

El Analfabeto se limitó a soltar un gruñido, pero mi compañero me sonrió con gratitud.

– Ahora se hará justicia -dijo con los ojos llenos de satisfacción.

Ató los pelos que me había arrancado y separó las puntas para formar una flor. La dejó a los pies de Parsva.

– Tiene cuatro pétalos -dijo-. Uno para los seres humanos, otro para los animales, otro para los dioses y otro para los demonios.

Dibujamos una media luna con el arroz del desayuno junto a la flor. Mientras repetía las oraciones de Phanishwar, pensé que papá se habría enfurecido si me hubiese visto rendirle culto a un ídolo, aunque fuera invisible, surgido de la imaginación de un hombre bueno y honrado. Pero también sabía que mi padre estaba muerto y que mi vida debía seguir por caminos que ninguno de los dos habría sido capaz de prever.

Durante el mes siguiente no supimos nada más acerca de nuestra petición para ver al padre Carlos. Phanishwar y yo establecimos un peculiar sentimiento de camaradería y, fiel al gran sol indio de optimismo que siempre brillaba dentro de él, mi compañero continuó convencido de que nos liberarían al momento cuando su amigo cura se enterara de nuestro sufrimiento.

– Un hombre tan importante probablemente esté en un viaje de aprendizaje -dijo el jainista-. Tan pronto como vuelva, vendrá a vernos.

A medida que pasaban las semanas, sentía cada vez más gratitud hacia Phanishwar por lo mucho que respetaba mis cambios de humor. A veces no podía evitar ponerme a llorar como un chiquillo abandonado y él me abrazaba con fuerza y me hablaba con su voz tranquilizadora sobre su familia, de manera que pronto habría sido capaz de reconocer a sus hijos si me los hubiera encontrado por la calle. Otras veces, necesitaba toda mi fuerza de voluntad para no gritar. Caminaba kilómetros y kilómetros dentro de la celda, luchando contra mi mente, tan cargada de peligros como las nubes del monzón. Aprendió a no dirigirme la palabra cuando me ponía así.

Sin ser consciente de ello, poco a poco el jainista me devolvió a un mundo regido por Dios; gracias a él, empecé a creer que podría volver a ver a mi familia en poco tiempo y que, de algún modo, volveríamos a empezar nuestras vidas.

Una tarde, las puertas dobles de la celda se abrieron y un cura corpulento, con el pelo gris, entró en nuestra celda. Supe quién era enseguida por el cabujón de esmeralda que colgaba de su rosario. Phanishwar, que había estado durmiendo hasta entonces, se levantó de golpe.

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