Y mi hermano respondió:
– Más tarde. El hijo del zar está muy enfermo.
– ¿Y cuándo se pondrá bueno?
– No lo sé -respondió Iósif, y me miró a mí y meneó la cabeza como diciendo: «Mira adónde nos ha llevado tu idilio». Luego miró a aquella puerta contigua, y comprendí que nuestra inmediata proximidad al zarevich tenía un objetivo, y que en el momento exacto de la muerte de Alexéi se lo llevarían a esa habitación oscura y desde allí al bosque, mientras sacaban a Vova de su cama y lo conducían a la habitación del enfermo, con Niki y Alix a su lado, y lo proclamarían milagrosamente curado. Supuse que Niki creía que podía apropiarse de mi hijo igual que se apropiaba de las mejores pieles, maderas, vodka y caviar, en provecho de la corona. Después de todo, hacía mucho tiempo yo le había ofrecido estúpidamente a mi hijo. Pero mis ambiciones con respecto a Vova siempre me habían incluido a mí, también: mi matrimonio con Niki, mi hijo y yo juntos, conducidos a palacio… Ahora veía que Niki y Alix estaban tan íntimamente unidos por la tragedia de la enfermedad de su hijo que él no enviaría jamás a Alix a un convento ni se divorciaría de ella, no importaba lo que le ocurriese a su hijo. De modo que lo único que quedaba de mi antigua fantasía era aquel cuento a lo Dumas, en el cual se requería a mi hijo que asumiera la identidad de otro.
Y no es que un discreto arreglo como aquel careciese de precedentes. La corte en general sospechaba hacía mucho tiempo que el emperador Alejandro I salió una noche junto a sus centinelas con gorro y abrigo (los centinelas juraban que era él, conocían muy bien su aspecto) y desapareció por las calles de la capital, y poco tiempo después su familia anunció su muerte en el sur, en Taganrog. Él había derrotado a Napoleón, y luego, a pesar del «aire francés de libertad que me había deleitado en mi juventud», siguió oprimiendo a su propio pueblo, defendiendo los principios de la aristocracia, hasta que, exhausto, les dijo a sus hermanos: «Ya no puedo soportar más el peso del gobierno». Su ataúd fue enviado desde Taganrog a San Petersburgo. El féretro, que por costumbre siempre se mantenía abierto durante los funerales de Estado, para el funeral de Alejandro I permaneció cerrado. Uno de los grandes duques comentó que el rostro ennegrecido del cadáver, sus rasgos indiscernibles, podían ser los de cualquiera, como la familia de Alejandro, decidida a procurar una transición tranquila y a asegurarse sus riquezas, sabía muy bien. Y después de que su hermano, Nicolás I, ascendiera al trono, desafiando a los guardias que querían establecer una república, apareció en los páramos de Siberia un hombre santo, un eremita, que decía llamarse Fíodor Kozmich, y que tenía un asombroso parecido con el antiguo emperador. Un emperador vestido de harapos como eremita en Siberia. El hermano del emperador vivo, vestido de armiño y ocupando el Palacio de Invierno, como zar. Pero Nicolás I tenía treinta años cuando llegó al trono, y había sido educado en la corte. Mi hijo solo tenía diez, y lo había criado yo. Sin preparación alguna, lo obligarían a meterse en la cama del zarevich, mientras a mí me conducían a la fuerza a Spala, sola, escoltada hasta la estación por mi hermano, los dos Kschessinski al servicio de la corte. Los tres Kschessinski.
Toda la noche al otro lado de la puerta que comunicaba nuestra habitación con la de Alexéi oímos las muchas idas y venidas de los doctores Raukhfus, Derevenko, Botkin, Fiodérov y Ostrogorsky (todos ellos enviados desde San Petersburgo) y a través de la puerta oímos sus voces y luego la voz de Niki y la de Alix. Por debajo de la puerta aparecía de vez en cuando la sombra de un zapato, y luego se retiraba. Había luz, y luego hubo sombra. Y, por supuesto, oíamos el sufrimiento del niño y el suave canturreo de su madre intentando calmarle infructuosamente. Aunque le puse el camisón a Vova, yo no me desvestí sino que me quedé sentada en una silla colocada ante su cama, igual que Niki había dicho que Alix se sentaba totalmente vestida junto a su hijo aquella noche y cada noche durante las últimas dos semanas, durmiendo apenas. Vova estaba echado en la cama, con los ojos abiertos. Veíamos claramente desde nuestra ventana la luna y las estrellas, nítidas por la escarcha; la tierra parecía muy grande, y el cielo muy lejano. Yo acariciaba la frente de mi hijo y su sedoso cabello castaño y sus bonitos y esbeltos dedos e intentaba responder sus preguntas.
– ¿Por qué llora ese niño?
– Porque le duele.
– ¿Y cuándo dejará de llorar?
– No lo sé.
Pero con los continuos quejidos y chillidos de la puerta de al lado, las preguntas de Vova acabaron por cesar. Escuchaba, con los ojos muy abiertos, los gritos del niño de la habitación de al lado: «¡Dios mío, ten piedad!» o «¡Mamá, ayúdame!», o, lo peor de todo: «¡Dejadme morir!», y pronto Vova empezó a lloriquear también, contagiado.
– Mamá, ¿se está muriendo ese niño? -me preguntaba. Pero se tapó los oídos con las manos para no oír mi respuesta. Y luego oí los inconfundibles sonidos de una oración, una sola voz, que no conversaba, sino que entonaba: «Mediante su santa unción y su amantísima misericordia, que el Señor te ayude por la gracia del Espíritu Santo», y varias voces que respondían: «Amén». Era la primera parte del rito de la extremaunción, la unción de los enfermos, seguida por la última confesión, y finalmente la administración del viático, la eucaristía, alimento para el último viaje. ¿El viaje adónde? El viaje a los cielos. Alexéi se estaba muriendo, ya mismo, en la habitación de al lado, y en cualquier momento Niki abriría aquella puerta que comunicaba las habitaciones y tomaría posesión de su otro hijo sin decirme nada, sin pedirme nada. Y justo entonces decidí que lo haría. Le diría a Niki que era demasiado tarde y demasiado pronto. Podría tener a Vova más tarde, como hombre, como paje, como oficial de la Guardia, como diplomático o como ministro. Podía hacerle príncipe. Pero no podía llevarse a mi niño entonces, si Dios le arrebataba a Alexéi. Y en el silencio que procedía de la habitación de al lado, acaricié la cabeza de mi hijo dormido y ensayé lo que iba a decirle, Batushka, oye mi plegaria.
Pero Niki no apareció ante nosotros en aquella pequeña habitación hasta la mañana siguiente, y se limitó a decir:
– Alexéi está mejor. Ven a verle.
¿Qué o quién había conseguido aquel repentino milagro? El staretz Rasputín. Alix le había telefoneado por la noche, en algún momento entre mi llegada y la administración de los últimos ritos, y en su dolor y desesperación había pedido su ayuda furiosamente, igual que Niki había buscado la mía. Y al igual que yo había corrido a obedecerle, también hizo lo mismo Rasputín, que estaba lejos, en Pokrovskoe, en Siberia. El no tuvo que viajar, sin embargo: se limitó a rezar, intercedió ante Dios, y luego envió a la zarina un telegrama: «Dios ha visto tus lágrimas y ha oído tus plegarias. No sufras. El Pequeño no morirá».
Quizá debería decir aquí unas palabras sobre Rasputín. Había empezado a realizar curaciones para Alexéi, y a causa de este hecho se había vuelto indispensable para Alix, cosa que no habría supuesto ningún problema si Rasputín hubiese sido un hombre discreto, pero, ay, era hombre de teatro del principio al fin, de modo que quizá yo le comprendía mucho mejor que la mayoría. Empecemos por el traje: un desaliñado capote negro, la blusa de campesino y las botas de campesino (todo lo cual Alix sustituyó por camisas de seda con acianos bordados, pantalones de terciopelo y botas tan suaves como la mantequilla, además de un gorro y un abrigo de castor); el largo pelo sin peinar que caía sobre sus hombros como no lo llevaba ningún hombre, ya fuese campesino o príncipe, solo los locos sagrados; la barba larga y descuidada, la barba de todos los Antiguos Creyentes, y luego los ojos, de un azul muy claro, como esa pálida gema que se llama turmalina, tan agudos y penetrantes y tan transparentes a la luz como el cristal. Oí decir que apenas sabía leer un fragmento de las Escrituras, que tenía problemas para recordar cualquiera de sus pasajes, y que escribía garabateando unas enormes letras negras, deformes, de tamaño irregular, sin ortografía, amontonadas unas encima de otras. Pero cuando hablaba era como un conjuro, una retahíla casi incoherente: «El mundo es como el día; mira, ya es casi de noche; ama a las nubes, porque ahí es donde vivimos». Lo más teatral de todo eran sus curaciones, en las cuales tomaba la mano del paciente y luego, con gran poder de concentración, hacía que su rostro perdiese todo el color, y se volviese amarillo. El sudor brotaba de su rostro, y con los ojos cerrados empezaba a temblar… era como si la vida le abandonase y entrase en el cuerpo del enfermo. Sin embargo, un alud de críticas había rodeado siempre a Rasputín, a causa de su conducta fuera del escenario. En la cima de su popularidad, acudían mujeres continuamente a su apartamento de Petersburgo a escuchar sus sermones, darle dinero e incluso ser profanadas por él, después de lo cual, por la noche, él se iba a los baños y tenía tratos con prostitutas, bebía hasta emborracharse en público más incluso que cualquier ruso corriente, y una vez en el restaurante Yar de Moscú, Rasputín, lascivo, se exhibió ante un grupo de mujeres y causó un escándalo que solo terminó cuando se recurrió tan alto en la cadena del mando que alguien, el ayudante del ministro del Interior, se consideró en una posición lo suficientemente alta para dar permiso para el arresto del favorito de palacio. Alix creía que los informes policiales eran falsos, y que los ministros que hablaban en contra de su asociación con él eran enemigos de Rasputín… y de ella. Pero empezaron a circular sus cartas a Rasputín por Petersburgo en 1911, unas cartas escritas con un estilo efusivo, tan ajenas a su conducta pública absolutamente glacial, unas cartas en las que todo el mundo era su «querido», y en las cuales ella deseaba besarlos a todos, copias de las cuales el propio Rasputín hizo circular al principio por la capital y luego en ciudades de toda Rusia para silenciar a sus torturadores. («Solo deseo una cosa, quedarme dormida para siempre sobre tus hombros y entre tus brazos. ¿Dónde estás? ¿Adónde has ido? ¿Estarás de nuevo cerca de mí?») Toda Rusia entonces pareció escandalizarse. ¿Qué hacía la emperatriz en los brazos de un staretz sin lavar?
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