William Watson - El caballero del puente

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César un gran noble del sur de Francia enloquecido tras asesinar a su propio hijo durante una batalla, vive con su esposa Bonne y su hija Flore refugiado en un castillo en ruinas, en un país devastado por las guerras entre Roger Trencavel y su señor feudal. A partir de estos personajes, Watson transporta al lector a una época en la que la imperaba el código del amor cortés y desarrolla una profunda reflexión sobre la melancolía, el amor y la locura, temas que no son exclusivos de la época histórica en la que se desarrolla la acción, sino que son universales.

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– ¿Qué habéis dicho? -le preguntó a Roger.

– Que Dios defiende al justo -respondió aquél-. Es el principio esencial del juicio por combate.

César observó el suelo entre sus pies. Esperó una señal.

Sobre los huesos y los tendones del rostro de Bonne, la piel se veía prieta y tensa, como si el día ejerciera presión sobre ella.

– Cuando limpiaba la casa para la visita de Roger -dijo-, lo último que hice, mientras todo el mundo aún dormía -y alzó el mentón, pues hacía pública una ofrenda privada-, fue rebozar en arena vuestra armadura, lubricarla y bruñirla.

César le brindó una sonrisa tan genuina que Bonne aguzó la mirada.

– Os idolatré en un sueño -le contó César-. Una diosa desnuda que resplandecía en la noche.

– No era un sueño -repuso Bonne-, ¿Erais vos quien miraba desde la ventana? Me hubiese gustado saberlo. Estaba aburrida, desnuda a la luz de las velas sin nada que hacer.

– Bueno, resulta que mi armadura está lista -repuso César-. Parece que, después de todo, Dios pretende decirnos algo. De eso se trata, ¿verdad? Quiero decir, ¡que va a salir algo de todo esto!

– Dios va a deciros algo sólo a vos, César -comentó Bonne, y añadió-: ¡Al fin! Después, vos y yo conversaremos.

Roger,, cuya inteligencia era sutil pero también la de un hombre de gobierno, y había hecho lo posible por captar algo de aquel encuentro entre dos mentes crípticas, exigió ruidosamente:

– Pero ¿de qué estáis hablando? ¿A qué se refiere César?

Bonne le miró con el ceño fruncido, como si, desgraciadamente, Roger no se hallara al corriente de la moda dialéctica de entonces.

– Quiere decir que luchará contra el caballero germano -explicó-. César será el campeón del joven caballero.

34

MUERTE Y GLORIA

Bonne estaba embutiendo a César dentro de su vieja armadura como si lo hubiera hecho cada día durante años, como así fue alguna vez, mucho tiempo atrás. César daba pequeños brincos, cual caballo que percibiese la llegada de la avena.

– Quedaos quieto -le dijo Bonne.

– Está demasiado apretada -protestó César.

– No, no lo está. No si queréis seguir llevándola puesta.

Vigorce levantaba con esfuerzo no la espada habitual de César, sino el gran espadón de doble empuñadura que había ocultado durante años en la oscuridad, la espada con que el padre había matado al hijo.

– Dejadme probarla -dijo César. La cogió de manos del capitán y la blandió levemente a través del aire-. Es como blandir una pluma, es tan ligera como una pluma.

– La afilé -dijo Bonne-. Cantó para mí. Es una espada tan buena como la que más.

César la balanceó y adoptó la postura propia de asestar el golpe de gracia.

– ¿Creéis que conseguirá partir ese yelmo que lleva?

– Oh, sí -respondió Bonne-. Os sobrepasa un pie en estatura, pero vos tenéis esos brazos tan largos. Si calculáis bien la distancia y conseguís que caiga sobre él, le partirá en dos como a una naranja.

Flore apenas conseguía creer lo que oía. Ambos sonaban como si se estuvieran preparando para una boda. Al principio había estado fuera de sí, creyendo que el caballero germano mataría a su padre, y el vizconde ahorcaría entonces a Amanieu. Ahora estaba perpleja. Azarosas pulsaciones de miedo y esperanza, de pesar y de amor, latían en ella, y unas veces la empujaban a las lágrimas, y otras a una risa frenética y estridente.

– ¿Ganará mi padre? -le preguntó a Amanieu.

– Empiezo a creer que podría hacerlo. El cree que ganará, y con eso ya tiene ganada media batalla, de modo que es posible que lo haga.

El mortificado galán se había instalado apoyado en la muralla, y mantenía el brazo inmovilizado hasta después de la lucha, cuando o bien sería ahorcado, o se lo entablillarían. Si su destino era morir, al menos se libraría de que le pusieran el hueso en su sitio.

– Además -le había explicado a Flore-, Roger sabe que, si huyo, no llegaré muy lejos con el brazo roto.

– ¿Lo haríais? -había preguntado Flore-. ¿Huiríais si pudierais?

– Cariño -le había respondido él-, no me veríais los talones a causa del polvo.

Ahora Flore le dijo:

– Resulta extraño que mi padre tenga que librar vuestra batalla por vos, ¿verdad?

– A mí no me parece extraño -dijo Amanieu-. Me tiró al poeta encima y me rompió el brazo.

– Eso fue un accidente.

– No he dicho que no lo fuera.

– De cualquier forma -repuso Flore-, no es lo que esperaba, que mi padre librara nuestras batallas en lugar de vos.

– Un montón de cosas en la vida no son como uno esperaba -sentenció Amanieu-. Nunca había esperado que un poeta me cayera del cielo -el brazo le dolía-; de ser así, le habría herido con mi espada y os habría librado a vos de tantos contratiempos.

Flore lloró y entrelazó los dedos de ambas manos. «Estoy retorciéndome las manos», se dijo, y se dedicó a pasear arriba y abajo mirando a la nada allí donde pudiese encontrarla. Se detuvo de nuevo cerca de Amanieu, pues quizá le ahorcasen al cabo de una hora, pero mantuvo el rostro alzado hacia el cielo y la mirada fija en el vacío.

– Vuestro padre va a luchar por su propio bien -le dijo Amanieu-, porque desea hacerlo. No va a luchar por vos o por mí, sino por sí mismo y por Bonne. Se ha abalanzado sobre esta oportunidad. No tenéis más que mirarle.

Flore fulminó con la mirada a César, quien pegaba grandes tajos en el aire con la espada. Parecía que fuese su cumpleaños y que hubiese aparecido alguien con el regalo adecuado. Flore estaba trastornada por el miedo y fuera de sí a causa de la rabia. Las palabras que acababa de decirle a Amanieu no eran, con toda certeza, lo que había deseado decirle. Debía tratar de decirle algo agradable.

– Creo que es muy egoísta por parte de mi padre -comentó.

César se hallaba a lomos del caballo Mecklenburg. Este estaba en plena forma y de mal humor, precisamente lo que uno desearía de una bestia para un combate a muerte. César llevaba el gran espadón desnudo a la espalda y su viejo escudo redondo en el brazo. En la entrada del puente, Vigorce le esperaba con la lanza. Le entregó la espada desnuda al capitán para que la apoyara contra el extremo del puente.

– Si la cosa llega a golpes de espada -dijo-, a esas alturas ya me habrán hecho retroceder hasta aquí.

Cogió la lanza e hizo trotar al caballo sobre la hierba hasta que ambos se acostumbraron al peso extra, pues no era aquélla un arma ligera de justas, sino una pesada vara de roble el doble de alta que él. Mosquito se había unido a Vigorce al pie de la colina y ambos saludaron con sus bonetes cuando pasaba (¡vaya tipos leales!) de vuelta hacia el puente. Allí, junto al pabellón azul de seda moteado de lágrimas rojas, Bonne esperaba el resultado.

No había nadie más en aquel lado del puente. En el otro extremo, una verde colina dominaba la garganta, y en lo alto se hallaba el vizconde, con la espada envuelta en un paño blanco para actuar de bastón de mando. Los hombres de detrás de él debían de ser el propio séquito de Roger. César miró al frente. El caballero germano sobresalía de entre el enjambre de campesinos hasta una altura que, incluso a aquella distancia, resultaba alarmante. Ahora que César había ocupado su lugar, los siervos se apartaron del caballero negro para hacerle sitio, hasta dejar un espacio que semejaba una ancha cabeza de flecha con el germano en el vértice.

En el interior de César acaeció un milagro. En lo más hondo de él, su espíritu resplandeció. Sintió que los huesos relucían entre la sangre y que la sangre lanzaba destellos contra la piel. Se sentía pleno de deleite por ser él mismo, por ser quien era, y por no ser aquella poderosa y presuntuosa figura que había jurado permanecer enjaulada en el podrido hedor de su cuerpo de gigante, y su rostro en aquel yelmo cerrado y ensombrecido.

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