William Watson - El caballero del puente

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César un gran noble del sur de Francia enloquecido tras asesinar a su propio hijo durante una batalla, vive con su esposa Bonne y su hija Flore refugiado en un castillo en ruinas, en un país devastado por las guerras entre Roger Trencavel y su señor feudal. A partir de estos personajes, Watson transporta al lector a una época en la que la imperaba el código del amor cortés y desarrolla una profunda reflexión sobre la melancolía, el amor y la locura, temas que no son exclusivos de la época histórica en la que se desarrolla la acción, sino que son universales.

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Aquel hombre, que acababa de concluir con una guerra de seis años que formaba parte de la guerra durante la cual había nacido; cuyo padre fue ahorcado por sus propios súbditos en la catedral de Béziers, pero cuya gente no había sido más rebelde para con los Trencavel de lo que los Trencavel lo habían sido para con sus señores, los condes de Tolosa; aquel hombre regía un señorío cuyo límite discurría al norte desde Albi en el oeste hasta Montpellier en el este, y que se extendía hacia el sur hasta los Pirineos. Era ese territorio el que devastó por la prolongada guerra.

– Viajo ligero. Inspecciono a caballo mi maltrecho territorio para ver qué queda de él -explicó Roger-. Llevo a un pequeño ejército conmigo, en su mayoría letrados y hombres de negocios, pero les he dejado allá en la llanura. Hemos llevado tal ritmo que han perdido la cuenta de sus sumas. Un par de días separados nos harán mucho bien. Tengo a una docena de hombres aquí arriba conmigo, no más. ¿Están ahí dentro mis cocineros?

– Se dirigió a la cocina y asomó la cabeza-. ¡Gully! -gritó-. Ya decía yo que esos sinvergüenzas estaban muy callados. ¡No me extraña! -La abrazó y le dio un beso en la coronilla-. No hemos rejuvenecido -dijo, y añadió-: ¡Ah, bueno! -y negó con la cabeza como para disipar los recuerdos. Gully retornó a su cocina, perfumada, a ambos lados del umbral, por la especulación histórica.

– ¿Dónde estaba? -preguntó entonces aquel político-. Sí, viajo ligero. Tengo a una docena de hombres conmigo, y a un visitante germano, que me ha contado tal historia que me he traído a mi verdugo aquí a las montañas. -Roger se sentó en la mesa y balanceó una pierna, a la espera de que alguien en la estancia prosiguiera ahora que les había dado pie.

Bonne se dejó caer de nuevo en la silla, y Flore se sujetó a toda prisa al respaldo para sostenerse. César se balanceó sobre uno y otro pie, anticipándose al impacto de aquel mensaje, pues aunque su mente no lo había recibido aún, su instinto le decía que se hallaba en camino.

Amanieu emergió de las sombras, ataviado con la relativa simplicidad del día en que llegara. Se acercó a Roger, se presentó a la luz diurna que entraba por la puerta, defectos incluidos. Hizo una reverencia, no muy exagerada, al hombre que tal vez haría que le colgasen.

– Muy bien -dijo Roger-. Contadme la historia.

– Me encontré al germano en el camino. Le maté y me quedé con su armadura, sus caballos y su arnés. Le había vencido, y es costumbre llevarse el arnés del otro.

– ¿Fue una lucha justa? -Roger, sentado sobre la mesa, exudaba fuerza, cual arco tensado por una punta de flecha.

– Toda lucha entre hombres que luchan es justa -sentenció Amanieu-. Recibió la herida de frente. Era un muchacho lento y estúpido, y ya estaba gordo. Yo no había comido en tres días.

Las cejas pelirrojas de Roger se arquearon por la sorpresa.

– ¿El estaba gordo y vos no habíais comido en tres días? ¿Por qué me contáis eso? ¡Hace que parezcáis un bandido!

– No prueba que lo sea -aclaró Amanieu-, y os dice lo que queréis saber.

Roger se sentó enfrente de Amanieu, balanceando ambas piernas y asiendo el borde de la mesa con las manos.

– ¿Y cómo voy a obtener pruebas, si no hubo testigos?

– Lucharé con su hermano. Dejad que me acuse a la cara, y que lo pruebe en mi cuerpo, si es que puede -propuso Amanieu-, He sido armado caballero…, ¿me rechazará?

– Juicio por combate -dijo Roger, pensativo-. No, no os rechazará, pero esperad a que le veáis. No es ningún niño. ¡Eh! -Dirigió su voz hacia la puerta de la casa- Pedidle a Von Krakken que se reúna conmigo. Decidme vuestro nombre -le exigió a Amanieu, y éste se lo dijo. Roger comentó-: Conozco a vuestro padre. No me gusta.

La oscuridad llenó el umbral y el dintel produjo un sonoro sonido metálico. Una sombra gimió y se agachó. Entró en la estancia y se irguió en toda su estatura. Estaba envuelta en cota de malla de acero negro, armada de la cabeza a los pies, y no mostraba un solo vestigio de humano tejido. Incluso sus manos estaban cubiertas por los guanteletes de acero. Apestaba.

– Ha jurado no quitarse la armadura hasta haber vengado a su hermano -explicó Roger-, Antes de eso, había jurado no quitársela hasta haber encontrado a su hermano. Han sido unos cuantos días terribles.

El perro gruñó bajo la mesa.

Bonne chilló de pronto:

– ¡No tiene rostro!

Flore casi se desvaneció allí de pie, pero se aferró a la silla y fustigó a sus sentidos para que se pusieran de nuevo en acción. Aquél no era el momento para ser remilgada.

– ¡Eso es absurdo, Bonne! -exclamó César, muy interesado-. Se trata de uno de esos nuevos yelmos. Cubren por entero la cabeza y el rostro. Puedes ver dónde se lo ha golpeado en el umbral.

Roger dijo:

– Ulrich von Krakken -y presentó al gigante revestido de acero a la familia. De veras era un gigante, y Amanieu cobró conciencia de la geometría de su propio lugar en la estancia y se concentró en la ligereza de sus pies. Ulrich abultaba cuatro veces más que Amanieu, y si el gigante perdía el control debía prever una vía de escape.

– Este es Amanieu de Noé -dijo Roger-, el que mató a vuestro hermano. Dice que todo sucedió en una lucha justa.

Toda la estancia contuvo la respiración.

De la cabeza de acero del gigante negro surgió un silbido parecido al grito de guerra de una serpiente airada. La figura permaneció inmóvil, pero chirrió y tintineó: una estatua que padecía apoplejía. Alzó entonces un puño hasta las vigas y dio un paso hacia Amanieu. Por hallarse éste donde se hallaba, el paso se dirigió también hacia el vizconde.

– ¡Tened cuidado, Ulrich! -advirtió Roger-, Dentro de la casa no, sed buen chico.

Ulrich retrocedió y el frustrado puño golpeó contra su compañero. Amanieu sintió que se le erizaba el vello en la nuca. Flore se desvaneció una vez más, y una vez más se recompuso.

El gigante poseía una voz opaca y resonante, como la de alguien que cantase bien. Reverberó, cavernosa, desde el interior del yelmo.

– ¡Cerdito nauseabundo! -dijo.

– Se refiere a vos -le dijo Roger a Amanieu.

– Sí, pero ¿qué quiere decir en realidad? -intervino César.

– Quiere decir marrano corrupto, o algo así -explicó Roger. Se dirigió al gigante-: ¿Aceptáis que Amanieu mató a vuestro hermano en una lucha justa?

– Nein! -Reverberó como un redoble de tambor en la estancia.

– ¿Le acusáis de asesinar a vuestro hermano, y lo probaréis en su cuerpo? -Ja!

– ¿Lucharéis contra él? ¿Como la parte acusadora… en un juicio por combate?

– ¿Luchar con el cerdito? Ja, ja!Ja!-La. voz de Ulrich retumbaba, y se inclinó hacia Amanieu con cierta extraña muestra de simpatía-. ¡Esperad! ¿Es geboren?

– Sí, sí. Es noble. Conozco a su padre. No me agrada, pero le conozco. Y el muchacho ha sido armado caballero. ¿De acuerdo? -Roger se dirigió a Amanieu-: Entonces, ¿aceptáis el desafío?

– Sí -respondió Amanieu.

– Quisiera que se celebrara lo antes posible -dijo Roger-, Creo que debemos solucionar esto antes de ocuparnos de nuestros propios asuntos. ¿Qué os parece hoy a mediodía, es decir, dentro de un par de horas?

Cinco pensamientos distintos alteraron el rostro de Amanieu todos en el mismo instante. Sus ojos semejaban ventanas que dieran a una activa sala consistorial. Uno podía ver las cuestiones que se ponían sobre la mesa y eran decididas una tras otra. Roger le observaba con curiosidad.

– Al mediodía me parece bien -aceptó Amanieu-. Yo también he hecho mi propio juramento, sin embargo: el de defender el puente de los que pretendan cruzarlo. ¿Podemos hacerlo en el puente? -Casi sonrió-. Así mataré dos pájaros con la misma piedra.

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