El así lo hizo, pero se tomó su tiempo para advertir que había dicho simplemente «el vizconde», y no «el primo Roger» o «mi primo». Aquel era un extraño día plagado de portentos.
– No hay nada que podamos hacer respecto a nuestra pobreza -explicó-, de modo que cuando venga Roger nos enfrentaremos a ello, juntos. Cuando los siervos vinieron a matarnos, simplemente afrontamos tal hecho. Funcionó entonces; funcionará de nuevo.
– En el nombre de Dios, César, ¡resulta bastante fácil gobernar a unos campesinos! -Tironeó de su brazo-. ¡Tengo que seguir caminando! -Lo sacudió-. ¡Y haced el favor de responderme, ahora mismo!
Aquéllas eran exigencias extraordinarias, y aunque César no las comprendía en lo más mínimo, el hecho de que le fueran planteadas tenía suficiente sentido para él. Respondió de forma instantánea.
– No vamos a tratar de gobernar a Roger -dijo-. A los siervos nos enfrentamos de aquel modo desde arriba. Con Roger, lo haremos desde abajo. No somos ricos, dirán nuestras caras, las caras que le ofreceremos; y así están las cosas, dirán.
– ¿Qué más? ¡Rápido, César! ¿Qué más dirán nuestras caras?
César soltó una sonora carcajada. Fuera lo que fuese aquello, era mejor que la vida en una burbuja encantada.
– «Muy bien», dirán nuestras caras, «aquí estáis, Roger, pero no podemos volvernos ricos sólo porque estéis aquí. La comida será sencilla. Vos tenéis vuestros hábitos y nosotros los nuestros», dirán las caras, «y si nuestros hábitos no os satisfacen, no hace falta que os quedéis mucho tiempo».
Como si hubiera preparado su mente para un acto extraordinario y difícil, Bonne hizo que ambos se volvieran, estaban caminando de un lado para otro frente a la torre del homenaje, y que emprendieran de nuevo la marcha a través del patio.
– ¿Qué vamos a hacer, entonces, a modo de bienvenida? -preguntó.
– ¡Lo que habéis hecho ya! -exclamó César-. Lo que vos y Gully habéis hecho, y poco más. Habéis hecho una limpieza general de la casa, aunque estemos en otoño. Sacaremos al exterior la gran cama y la airearemos para su señoría. Nosotros dormiremos en la cocina. ¿Os permite vuestro orgullo dormir en la cocina?
– ¿Yo? -exclamó Bonne, a medio camino de la histeria-. ¿Yo? ¿Orgullosa yo? César Grailly, estoy dispuesta a dormir en la caseta del perro, o en el establo, ¿qué me importa pues vuestra cocina? -Pero aún le tironeaba del brazo-. ¡Seguid! ¡Decidme más!
Se habían internado en la arcada bajo la torre de entrada.
César le dijo más, farfullando levemente, ahora.
– Con la casa ya limpia, pondremos en ella ramas con hojas y flores y hierbas. Nuestra casa es vuestra, le diremos, y cuanta comida y vino tengamos son vuestros también. Aunque es probable que, de cualquier modo, envíe por delante su propia comida y a los cocineros. Su séquito no es problema nuestro…
La forma en que Bonne le aferró el brazo le hizo detenerse en seco. Le dejó sin habla. Se puso de puntillas a causa del dolor y su cuerpo se retorció como si fuera una voz que tratara de hacerse oír. Levantó los dedos de Bonne hasta soltárselos y sostuvo con sus manos los puños apretados de ella.
Cuando Bonne habló, el sonido de su voz fue apagado y sordo.
– ¿No os parece que ésa es la más encantadora…? -Se le había secado la boca por completo, y durante unos instantes, aunque sus labios siguieron articulando, nada salió de ellos. Miraba y miraba hacia lo que fuese aquello tan encantador que en cierto sentido parecía estrangularla.
Habían salido de la arcada y recorrido una parte del sendero que llevaba hacia el gran mundo exterior. Muy por debajo de ellos se hallaba la planicie. Plena de vida y reluciente en aquel día claro, se extendía hacia la azul distancia en que los Pirineos y el cielo se encontraban bajo un chal de nubes. Aquélla era la materia de la que Bonne hacía sus sueños. Era en aquella ladera donde le gustaba sentarse (cuando la vida no era tan plena como lo había sido últimamente) e imaginarse a sí misma en aquella habitada planicie, visitando esta ciudad o aquella población, para alcanzar por fin las lejanas montañas.
Ese día, sin embargo, César supo de inmediato que no era el vasto panorama, no la extensa, extensísima vista lo que llenaba la mirada de Bonne, sino la bonita escena en primer plano, en el puente.
Era una escena hecha a base de colores, y César se acercó para mirar, con Bonne tironeando de su manga, hasta que se detuvo antes de llegar a entrar en la imagen. La tienda era azul pálido y bordada con lágrimas rojas y, cosa extraordinaria, parecía de seda. Los vientos eran de los mismos colores entrelazados. Los rebordes de la tienda estaban festoneados de oro.
– ¡Mirad eso! -dijo César-. Esa no es una tienda de campaña; no es ni más ni menos que un pabellón para justas. El muchacho germano del que lo obtuvo debe de haber sido tan rico como Creso. -Silbó al acudir un recuerdo a su mente-. El español dijo que su hermano es un gigante. Bueno, ya no podemos hacer nada al respecto.
Bonne giró en redondo hasta situarse frente a César.
– ¿Su hermano?
– Sí -repuso César-. Su hermano viene con Roger, sudando fuego y venganza: un gigante, eso es lo que me dijo Jesús el español; fueron sus últimas palabras, antes de que cayera y se matara a sí mismo. Fue una lástima, pobre tipo, ¡pero debo decir que a Flore se la ve extremadamente bien en su caballo!
El vestido de lino de Flore era del mismo color que la tienda. Montaba de medio lado el caballo bayo con un pie desnudo sobre el cuello del animal. Tenía la cabeza ladeada sobre un hombro y el largo y espeso pelo caía en cascada para mostrar cuán semejante era al pelaje del caballo. Amanieu se hallaba de pie junto a ella. Se inclinó sobre el cuello del animal y besó el pie de Flore con cierto detenimiento. La cabeza de ella se inclinó hacia el otro costado en un lento y ceremonioso movimiento.
Tras ella, el ángulo en que el puente cruzaba el desfiladero continuaba aquel movimiento, y el arco que allí sujetaba el puente lo completaba. El momento en que Flore volvía la cabeza pareció, por la unidad que con la alargada piedra conformaba, no acabarse nunca.
César volvió en sí con un respingo. Partió de nuevo y alegremente colina arriba, caminando a buen paso para alcanzar a Bonne.
ROGER
– ¡Dios mío, Grailly! ¡Esto de aquí arriba no es más que un agujero de mala muerte! Tenéis una bonita vivienda, sin embargo. ¡Mi querida Bonne! Adelaide os transmite su cariño. Desea veros, pero ya hablaremos de eso luego. ¿Puedo colocar mi lecho junto al de vos y César?… Somos primos, no debéis tener secretos para mí. Estaré con vosotros dos noches, creo.
Bonne se sentó y parpadeó. No podía moverse de puro placer. ¡Que la llamara prima, así, por las buenas, y que le transmitiera el cariño de su esposa! Quizá, después de todo, las cosas irían a mejor. Se las arregló para ponerse en pie, alentada por el vestido de seda amarilla.
– Vuestra esposa es toda una belleza, Grailly. Dadme un beso de verdad, querida. Aquí está vuestra hija. Vos también, pequeña, besad a vuestro viejo primo. ¡Ooh! ¡Vaya con la bonita muchacha! ¡Bueno, bueno!
Roger Trencavel, vizconde de Béziers, Carcasona, Albi y Razés, era un hombre de cuarenta años y mediana estatura con un cuerpo activo y musculoso, cabeza redondeada de corto cabello pelirrojo, vivos ojos verdes, una nariz con una buena abolladura, y una boca en la que la confianza que otorga la experiencia se unía a una natural arrogancia de espíritu. Era de espaldas anchas y compactas y su energía se concentraba allí, pasando a través del corto cuello, y era expresada continuamente por el aplomo de su cabeza y la vida que traslucía su rostro. Llenaba la estancia con su persona. El efecto caía sobre los tres Grailly como los rayos de un sol benevolente; pero de tan protegida y aislada que había sido su existencia, también era como si les hubieran arrojado a un torrente de gélidas aguas provocado por el deshielo.
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