Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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Yo apenas bebí, aunque mi ánimo me inclinaba a ello. Con el estómago vacío, temía que el vino me sentara mal y retirarme mareada. Inquieta, hacía girar el anillo de bodas en mi dedo. Me quedaba muy grande.

– Nos dijeron que erais una mujer alta -dijo mi marido. Fue la única frase que cruzamos en el día de nuestra boda.

Luego a mí me condujeron a la cámara nupcial, donde me despojaron de las ropas y de las peinetas asesinas. El encaje, como me temía, se había rasgado y ensuciado. Tendría que repararlo. En el lecho, aguardé despierta hasta que doña Inés se deslizó hasta mi cabecera, silenciosa como un ratón, y me dijo que durmiera tranquila, que se habían llevado al infante Felipe, completamente ebrio, como casi todos los otros caballeros, a otra estancia.

– Otra noche será -añadió, con dulzura, y apagó el candil. Yo tardé aún en cerrar los ojos, con un puñado de angustia en el estómago y el insoportable silencio del cuarto, vacío sin las carreras de Bitte Litten, por toda compañía.

Entonces los noruegos se prepararon para el regreso: el obispo Peter, los hijos de Amund Haraldsson (Andreas y Peter) regresaron a Noruega. Ivar Englisson y Thorleifel Furioso partieron hacia Jerusalén. Ivar murió por el camino. Nadie supo de qué.

Me despedí de Ivar y de Thorleif la víspera de su viaje. Seguían ruta en una comitiva distinta: sin que supiera la razón, posiblemente la de indagar en las garantías dadas a mi padre en caso de que participáramos (participaran) en una Cruzada, se les mandaba a Tierra Santa.

– Por Dios Nuestro Hacedor -les supliqué-, no os vayáis tan pronto. No me dejéis sola. El resto de la comitiva partirá dentro de una semana. Aún no conozco las costumbres de este reino, aún no tengo un solo amigo…

– Señora -dijo Thorleif-, nuestro viaje ha terminado. Hemos cumplido con lo que se nos encomendó, y vos recibiréis aquí el respeto debido a una infanta de Castilla. Ya no os une nada a nosotros. Dios os guarde.

– Por favor…

Thorleif se alejó y aguardó a que su compañero le siguiera. Me dirigí a Ivar:

– Por favor, convencedle. Interceded por mí. Dos o tres semanas más no os supondrán una gran demora.

– Hemos de contar con el clima -dijo con suavidad- y con las lluvias de primavera, y ya ha pasado la Pasión del Señor. Nuestro tiempo para marchar es ahora.

– Pero -comenzaron a asomar a mis ojos las lágrimas- ¿qué voy a hacer sin vos? ¿Quién me aconsejará?

Él esbozó una sonrisa.

– Mis consejos no os han calado en demasiada profundidad. Os advertí de que ésta era una corte hostil. Seríais más feliz en la de Aragón, pero ahora es demasiado tarde. Os han casado con un buen galán. Aprovechadlo, ya que al viejo no lo quisisteis.

– Ése es un comentario cruel.

– Acostumbraos. Escucharéis muchos así de ahora en adelante.

Me senté, deshecha en sollozos. Él me contempló, con el semblante impávido.

– Hay algo por lo que debí daros las gracias hace mucho tiempo, pero el pudor me lo impidió.

Intrigada, busqué su mirada.

– Es un favor antiguo, de la época en la que vuestro hermano, el rey, vivía. Yo era más joven, y pensaba menos las cosas, y por eso mismo era más feliz: luchaba si me lo pedían, comía cuando era el momento y bebía siempre que podía. Entonces, mi regimiento llegó a Bergen, nos instalamos en el palacio y desde el patio vi a varias doncellas en las ventanas. Haakon me mostró a su esposa. La aborrecía con todo su ser, pero era hermosa y de cuerpo ligero, y las noches se le hacían más breves que los días. Junto a ella contemplé por primera vez a una mujer que me robó el aliento.

Intenté interrumpirle, pero no me dejó.

– Callad. Durante meses perseguí a esa muchacha, sabedor de que mi corazón no sería más que una piedra si no me amaba. Aunque ella ni siquiera reparaba en mi existencia, la ilusión de verla de nuevo al día siguiente me estremecía. Todo lo que cuentan los poetas se convirtió en verdad. Me hubiera gustado iniciar una guerra sólo por ella, o batirme en duelo para demostrarle que mi vida no valía nada si ella lo decidía así. Yo no era ingenuo, tenía ya dos hijos con la otra, pero aquello no se parecía a nada de lo que había experimentado. Sentía celos de lo que la rodeaba, de las mismas dueñas que se sentaban y se reían con ella. Pero ella no me miraba…

Recordaba con precisión el regreso del que hablaba, y aparecían en mi memoria los encuentros en los corredores con Ivar y Haakon, mi férrea determinación a no dedicarle un pensamiento, ni a él ni a ninguno de los de su clase, porque, al fin y al cabo, mi futuro se encontraba en otra parte. Con un dolor que me impedía respirar, le vi de nuevo en los salones familiares, riendo con mesura las ocurrencias de los bufones y las siempre inesperadas de Gudleik, y di un sentido distinto a mi sorpresa al encontrarlo allí con tanta frecuencia.

– Sí os miraba…, pero yo…

– Entonces, un día, cuando creía, porque así me lo decían sus ojos y porque me lo habían asegurado las siervas, que podría tener una esperanza, supe que se había marchado. La habíais enviado a las islas Feroe porque os había destrozado un vestido, me contaron, y os juro que durante meses os odié por ello con mayor virulencia de la que he odiado jamás a nadie. En vano pedí que me destinaran al norte, o intenté encontrarla. Se la había tragado el hielo y la distancia. Tal y como sospechaba, mi alma se había partido, como un huevo, y todo lo que manaba de ella era ponzoña.

Yo ya no lloraba. Tenía la boca seca, y, de pronto, con un monstruoso latido, mi corazón se desbocó.

– Luego, con el tiempo, me di cuenta de que me habíais hecho un enorme servicio: ella no era sino una dama menor. Al cabo de un año, me hubiera hartado de ella, y para entonces hubiera sido tarde, los votos hubieran sido formulados y no habría tenido remedio. Pedí a Haakon que me prometiera a una dama de mayor alcurnia, y así lo hizo. Cuando regrese de la embajada en Tierra Santa, me casaré. Es condesa, y aún muy joven, aunque ya huérfana. De manera que os debo haber encontrado una fortuna mejor.

– Entonces -dije, con un hilo de voz- me alegro de no haberos supuesto únicamente males y penas.

– He aprendido de vos a no tener en cuenta lo que me dicen mis emociones, y a ahogar las palabras y los gestos. Os he observado a lo largo del viaje: digna, bella y fría como una estatua. Ni por un momento se os ha conmovido el semblante ni habéis hecho una excepción a vuestra disciplina. No habéis mirado ni por un descuido a quienes os servían o escoltaban. Adelante, siempre adelante. Cuando tuvimos que dejar atrás al joven Jan, un niño apenas, ni siquiera reparasteis en su ausencia. Las lavanderas lloraban con los dedos quebrados por el frío, y vos las castigabais sin pan, porque se retrasaban en la colada. Os habéis olvidado de lo que era ser joven, o nunca lo habéis sido. Una auténtica princesa.

Suspiró. Yo, sin poder contenerme, suspiré también, aunque con más amargura, más profundamente.

– La única ocasión en la que os vi con alma de mujer fue en la cena con el rey Jaime: él os hubiera entendido. Hubiera sido vuestro amigo, y vos hubierais sido reina, y no una sombra más en esta corte poblada de ellas. Pero habéis preferido a un barbilindo segundón. En vuestro pecado lleváis la penitencia, infanta -añadió, separándose de mí-. Y vamos, reponeos, doña Cristina. Hoy es la primera ocasión en la que os veo llorar, y no es digno que lo hagáis porque se os marchan los escuderos. Aferrad ese trozo de hielo que tenéis por entrañas, y que os congele las lágrimas. Las mías se secaron hace mucho tiempo por vuestra culpa.

Dio media vuelta y salió de la estancia, sin aguardar mi respuesta y sin que yo reuniera aliento para decir nada. Con un esfuerzo, me acerqué a la ventana. No los vi cruzar el patio interior. Cuando llegaron mis dueñas para desnudarme, la hinchazón de mis ojos había desaparecido, y para cuando mi esposo se acostó, ya había recuperado la serenidad.

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