– Si vos me dais vuestra bendición.
Ella rompió a reír.
– ¡Al fin os dais cuenta de la realidad y reparáis en qué lugar os encontráis! Pobre doña Cristina, la venda ha caído de vuestros ojos. Pensabais que el mundo era vuestro, que todos nos arrodillaríamos ante vos. ¿Sabéis cuántos dineros me da el rey, para que comamos? Ciento cincuenta maravedíes para él y ciento cincuenta para mí, y no más. Para el resto, he de apañarme con la mitad, salvo cuando recibimos visitantes extranjeros. ¿Os extrañaba que os demostraran tanto amor, noruega? Comíamos mejor por vos y por los vuestros. Ahora que sois castellana, regresa el hambre a la corte. El rey vive a dieta y, por mantener su salud, el resto del reino ayuna. Hemos de elegir entre días de carne y días de pescado, y nunca más de tres pescados o dos pedazos de carne. Despedíos de las sedas y de vuestros armiños, de los bordados de escarlata o del dorado de vuestro vestido de novia, porque están prohibidos. Sólo pueden traerlos los extranjeros, y vos ya sois de las nuestras. No podréis mostrar más de tres túnicas al año, porque estrenar cuatro es un privilegio que se guarda el rey, como vestir de rojo. Vivimos tiempos de crisis, doña Cristina, y el rey ha de dar ejemplo. Vuestro manto real se deshará, el hilo de oro fundido y las perlas vendidas para sufragar la campaña del Imperio. Dad gracias a mi generosidad, que no os arrebato los ostentosos tules de boda que lucisteis para vergüenza de nuestro pueblo. ¿No os dije que tendríais sorpresas? Pues bien, halladlas aquí. Id, id a Sevilla. En mala hora iréis. Y preocupaos por tener muchos hijos, porque, por cada uno, vuestra renta sube. Iba yo a soportar estas fatigas, de no ser así.
Corrí a los aposentos de doña Constanza y golpeé desesperada, hasta que me abrió. Con las ropas revueltas y el cabello desordenado, comprendí que la había despertado de su siesta¡
– ¿Por qué es así? ¿Por qué se comporta conmigo de esa manera? ¿Qué mal le he hecho yo?
Ella me ofreció asiento; se peinó con los dedos antes de responderme.
– No es culpa suya, ¿entendéis? Siempre ha sido así. Es la sangre de los húngaros, que nunca se harta de crueldad. Debéis disculparla, porque es superior a sus fuerzas. No sopesa lo que dice, y luego se arrepiente. La he escuchado llorar durante sus confesiones. Nosotras, las que somos más fuertes, debemos comprenderla y disculparla.
Me levanté del lecho en el que me había derrumbado y caminé hacia la puerta, muy despacio. Como el efecto de los venenos, que tomados en pequeñas raciones sirven de antídoto a los nobles, aquella mujer buena, pero débil, se había inmunizado contra el desprecio, el asco y el dolor.
Esa noche mandé llamar a mi señor. Nuestro matrimonio aún no se había consumado, y la rabia y la inquietud me hacían caminar de un lado a otro de mi aposento, furiosa por las humillaciones y la incomprensión, con Bitte Litten oculto bajo la cama o una silla.
Don Felipe vino a verme cuando frisaban las diez de la noche. Su cabeza rozaba el dintel de la puerta, pero avanzaba con la gracia que le era propia.
– ¿Resolvisteis los problemas?
– Dentro de dos días partimos hacia Sevilla.
– Sois una mujer cabal.
Se movía con lentitud y cuidado, como si diera caza a un animal salvaje.
– Venid -le dije, señalando la cama. Yo estaba ya en camisa-. Acercaos.
Le aferré por el jubón. Deshice, una a una, las ataduras de su camisa, le despojé de las botas. Sentía a la altura de las sienes, donde aún me dolían las heridas de las peinetas, una presión seca, la de los deseos a punto de verse satisfechos, y una fiebre repentina en la frente. Mis dedos, que tanto habían temblado en la ceremonia de boda, caminaban seguros sobre las telas y la piel desnuda.
– Tengamos un hijo -dije-, y si es hembra, que se llame María Fernanda, en honor de vuestro padre -le susurré al oído-. Y si nos lo mandan varón, que se llame Felipe Magno. Así se iniciará con vos una nueva estirpe de reyes.
El infante don Felipe sonrió, complacido. Aun así, su hermosa mirada parecía fijarse en algo que no era yo.
– Sois una bruja -dijo-. No puedo negaros nada.
Temblando, me desnudé. Mis trenzas se desparramaban sobre la almohada. Mi marido se inclinó sobre mí, me besó en la frente y luego me dio la espalda.
– Que paséis una buena noche, doña Cristina -me dijo.
Eso fue todo entonces.
Qué más da ahora.
1262
Sempr' a Virgem groriosa faz aos seus entender quando em algua cosa filha pesar ou prazer.
E desta gram maravilha um chanto mui doorido vos direi que end' aveõ, sol que me seja oído, que conteceu em Sevilha quando foi o apelido dos mouros, como gãarom Xerez com seu gram poder.
Entom el rei Dom Afonso, filho del rei Dom Fernando, reinava, que da reinha dos ceos tía bando contra mouros e crischãos maos, e, demais, trabando andava dos seus miragres grandes que sabe fazer.
Cantiga 345, atribuida a Alfonso X el Sabio
De lo que contesció a un mancebo que casó con una mujer muy fuerte et muy brava
E asentóse et cató a cada parte teniendo la espada sangrienta en el regazo: et desque cató a una parte et a otra et non vio cosa viva, volvió los ojos contra su mujer muy bravamente et dijol con grand saña teniendo la espada en la mano: -Levanta vos et datme agua a las manos. E la mujer que non esperaba otra cosa sinón que la despedazaría toda, levantóse muy apriesa et diol agua a las manos. E acostáronse a dormir: e desque hobieron dormido una pieza dijol él:
– Con esta saña que hobe esta noche non pude bien dormir. Catad que non me despierte eras ninguno e tenedme bien adobado de comer.
E cuando fué gran mañana los padres et las madres et los parientes llegaron a la puerta, e cuando ella los vio llegó muy paso et con grand miedo et comenzóles a decir:
– Locos traidores ¿qué facedes? ¿cómo osades llegar a la puerta nin fablar? ¡Callad! Sinón todos, también vos como yo, todos somos muertos.
Don Juan Manuel, El conde Lucanor, «Ejemplo XXXV
Ahora qué más da ya si mi matrimonio se consumó o no. Ha pasado ya tanto tiempo que las verdades se deslíen, como los tintes en el agua, y se convierten en otros colores que no fueron. Durante cuatro años, mi esposo ha sido un atento y fiel servidor. Tan sólo me ha defraudado en dos campos: uno, en la batalla que se libra en la cama. Dos, en la promesa de que erigiría la capilla a san Olav, el único deseo que le he formulado.
Por decirlo de una manera, en lo único en lo que debía haberme honrado, me ha desatendido. Pero por decirlo de otra, de tantas formas en las que podía ofenderme, sólo lo ha hecho en dos. No resulta tan mal trato cuando se pacta con infantes de Castilla.
En lo demás, lo sé yo y lo sabe toda Sevilla, don Felipe es un caballero perfecto, formal y galante. Me ha atendido con todo cuidado en la salud y en la enfermedad. Respecto a la pobreza y la riqueza, mejor callemos: ambos sabemos qué le debemos a mi plata quemada, y qué a sus rentas de Ávila.
Hace hoy doce días desde que me atreví a bajar por última vez al patio. Me encontraron dormida, casi me dieron por muerta. Con mucho estruendo, posiblemente mucho más del necesario, y, sin duda, tanto como con el que me habían bajado, me subieron a mi cuarto, me fregaron las muñecas y las sienes, y cuando volví en mí, todos ellos juraron que no me habían dejado sola en mi silla ni por un instante.
– Señora, por mi honor -protestaron las dueñas-. Soñáis. ¿Cómo creéis que os abandonaríamos, sabedoras de vuestra debilidad?
– Porque os conozco, malditas.
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