Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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Yo no recordaba a ningún Jan.

Yo ya no recordaba a casi nadie.

Ivar llevaba razón. Durante los siguientes meses mi pecho se deshizo en hiel hacia su nombre. Retazos de su conversación regresaban a mi mente cuando menos lo esperaba y se me clavaban como trozos de loza. Murmuraba su nombre con tanta rabia que sentí miedo a perder el juicio, aquella revelación la gota de tantas otras humillaciones y trabajos que colmaban ya la copa.

Luego, con el tiempo y sus trabajos, pensaba en él con menos saña. Algunos de los momentos transcurridos en el viaje (las partidas de ajedrez, las llegadas a las ciudades, los breves momentos de contacto) se alternaban en mis maldiciones. Cuando llegó a Sevilla la noticia de que había muerto, le lloré sinceramente. Yo me encontraba ya enferma y todo lo que sonaba a Noruega me parecía una cura. Su muerte no supuso el perdón definitivo, no obstante. En ocasiones, Dios me perdone, le aborrezco y le deseo una larga estancia en el Purgatorio: un año por cada una de las odiosas palabras de aquella hilera de mentiras y malinterpretaciones con las que me azotó antes de marcharse.

En el otoño de 1258 el séquito de la princesa Kristina, el padre Simón, Lodin el Velloso y Amundi Haralsson, pusieron pie en tierra noruega. Habían regresado en un barco, atravesando la mar. El obispo Peter había viajado por tierra, hasta Flandes, y por lo tanto llegó más tarde. Andreas Nicolasson se quedó un año en Francia. Al llegar el obispo y los ministros ante el rey Haakon le trajeron gran número de noticias del extranjero. Insistieron sobre todo en cómo el rey de Castilla había recibido a la princesa Kristina y a todo su séquito, y en la generosidad con la que los había despedido, cargados de presentes. Traían consigo ochocientos marcos de plata, además del importe necesario para el viaje. Con todo aquello, era clara la buena disposición del rey castellano hacia el noruego. Además, había jurado su apoyo y ayuda al rey Haakon en caso de guerra contra cualquier país, salvo Francia, Inglaterra y Aragón, donde reinaba su suegro. El rey Haakon prometió a su vez ayuda en caso de guerra, salvo que Castilla atacara Inglaterra, Suecia o Dinamarca.

Por aquel entonces estaba el rey Alfonso muy ocupado con sus guerras contra los infieles, y le interesaba mucho que el rey Haakon le prestara ayuda en ellas. El rey Haakon había hecho promesa de que combatiría en una cruzada, y el castellano había logrado del Papa que su guerra en África contara como si hubiera tenido lugar en Jerusalén.

Les regalaron un leopardo. ¿Puede ser eso posible? Un leopardo que, como mi imagen reflejada en el nuevo espejo, había seguido un viaje similar al mío pero en sentido inverso, de sur a norte, desde el corazón de África a la llanura amarilla de Burgos.

Lodin se hizo cargo del obsequio. No era diferente a un gato grande, salvo en que le gustaba más el cordero que el pollo y en su bella piel. Permitía que se le acariciara, y se le podía pasear como a un perrito. A Magnus le encantaría.

No sé quién cuidó de él, porque Lodin no destacaba por su delicadeza (me estremecía cuando clavaba las espuelas en su caballo como si me las hincara a mí), pero el leopardo llegó sano y salvo a Noruega. Soportó el frío de los Pirineos, el tedioso viaje en barco, las penalidades y el frío paralizante del sur de Noruega. Durante los mismos años que yo he pasado en Sevilla, ha comido con apetito y ha sido la joya del parque animal de mi hermano. En sus cartas, mi madre siempre me habla de él.

En esos días debimos reunimos mi marido y yo con el rey y con sus consejeros, porque faltaba por acordar nuestro futuro, y querían que supiera y firmara el inventario de mi dote.

– Nos habéis dado grandes alegrías -anunció el rey Alfonso- y enorme fama. Desde tiempos de la reina Riclitza, que se desposó con el emperador Alfonso, ninguna princesa había viajado tan lejos para casarse en Castilla. Ahora, tras los tiempos de celebraciones y de vacas gordas, llegan las estrecheces y las vacas flacas. Este reino es pobre, señora, y gusta demasiado del lujo. Debéis saber que de hoy en adelante, finalizadas las fiestas de vuestras bodas, hemos de vivir de otra manera.

El discurso se hacía tedioso, porque las palabras del rey, que se dirigía a mí en francés, se traducían con toda calma al castellano, para que todos quedaran enterados y conformes.

– No aportáis tierras al matrimonio, pero no os amaremos menos por eso -continuó el rey-. Para que viváis con dignidad, entrego a mi hermano, el infante, las villas de Piedrahíta, Valdecorneja, La Horcajada y Almirón. Doyle también las rentas del obispado de Ávila y de Segovia, y las del arzobispado de Toledo y de Sevilla, hasta que encontremos sustituto para su silla. Le concedo los impuestos reales que paga la ciudad de Ávila, los cristianos por San Martín y los judíos cuando es la costumbre, y le mantengo la herencia que le legó nuestra abuela doña Berenguela, que le mostró mucho amor.

Por lo demás, de vuestra dote, salvo el tercio real, podréis llevaros todo lo que os pertenece y administrarlo a vuestro antojo. Y si algo os falta, no os apuréis, que proveeremos en todo y os ayudaremos en lo que haya menester.

Fue así como supe que mi marido carecía de toda propiedad antes de nuestro matrimonio y que, salvo amigos y aliados, la mayor parte de su fortuna era la que había conseguido con mi dote. Me cabía a mí, por tanto, pasar a moneda castellana cuánto podríamos destinar a servidumbre y cuánto a vivienda, qué gastos podíamos permitirnos y qué dineros vendrían cada año de las rentas.

Don Felipe tamborileaba con los dedos sobre la mesa, y sus uñas ovaladas, algo largas, repiqueteaban mientras yo le preguntaba por los detalles.

– ¿Es esto necesario? -preguntó.

Yo levanté la cabeza, sorprendida.

– Nos va en ello la vida.

– Mi hermano me humilla deliberadamente. Nunca quiso que abandonara la Iglesia, y nos concede ahora apenas lo necesario para sobrevivir.

– No os preocupéis, mi señor -dije-. Saldremos bien de todo. Me he casado con vos para compartir vuestro destino y, sea el de la pobreza o el de la gloria, estaré a vuestro lado.

Pude ver en su expresión que no le agradaba que le recordara que no poseía bienes; pero tampoco para mí era plato de gusto, y quizás fuera aquélla la única ocasión para reprochárselo.

– Iremos al sur -decidió él-. La vida es más barata, y aún conservo deudos del arzobispado. Preparaos para viajar a Sevilla, donde tomaremos casa. ¿Podéis organizar el viaje para dentro de dos o tres días? Hablad con las damas, y tomad alguna dueña. El resto lo compraremos allí.

– En dos días estaré lista -prometí, y me veía capaz de hacerlo incluso en menos, porque aún estaban empacadas mis posesiones, y ansiaba huir de Valladolid, lejos del aire que viciaba la reina.

Llamé a las dos damas que me acompañarían y acordé con ellas un sueldo y privilegios. Doña Juana, envejecida y solterona, no contaba con otra opción, pero suponía que con el viaje tendría que dejar atrás a doña Inés, una belleza de pestañas rígidas que bordeaban dos enormes ojos negros. Para mi sorpresa, accedió.

– No tengo otro propósito, y vos me lo pagaréis bien.

Le hice saber que se encontraba en la mejor edad para casarse, y que Sevilla no era Toledo o Valladolid. Me mostró un anillo con una cruz.

– He hecho voto de castidad por cinco años, señora, por una merced que me concedió la Santísima Virgen. Y sé que al cabo de esos cinco años vos me daréis el marido que merezco.

Solventado el asunto de las damas, que resolverían, a su vez, gran parte de mis problemas, no quedaba sino pedir la venia a la reina.

– Os vais, entonces -dijo, secamente.

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