Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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El Miércoles de Ceniza don Felipe y doña Cristina se prometieron. Y ella, como primer deseo, le expresó el capricho de que se alzara una capilla a san Olav, su santo familiar, a lo que él accedió de buen grado. Todos los deseos que ella expresó fueron cumplidos sin apenas tener que formularlos, y convinieron todos que la boda tendría lugar después de la Pascua.

Don Felipe era hombre de pocas palabras, como pude averiguar pronto, y de silencios de difícil interpretación. Bastaba sin embargo con mirarle para sentirse a gusto. En las ocasiones en las que nos vimos antes de los esponsales no nos dejaron nunca solos, y por lo tanto apenas podíamos intercambiar unas palabras de cumplido. Hablaba un francés excelente, porque se había educado en Francia, en la Universidad de París, como su hermano don Sancho, y sus modales se asemejaban más a los de ellos que a los castellanos.

Eso lo convertía en una criatura exótica, casi liviana, pese a su estatura. Caminaba y se movía de manera diferente, algo a lo que quizás hubieran ayudado sus años en la Iglesia, que le habían mantenido alejado de los campos de batalla. Sus piernas, por lo tanto, no se habían arqueado, ni mostraba ninguna marca de guerra. Salvo por su amor por la caza, sus gustos eran los de un escolar, y su trato con las damas, delicado y tierno.

– Sufriréis si sois celosa -me dijo la reina.

– No soy celosa -contesté yo.

– Ya lo seréis.

El Miércoles de Ceniza escuchamos misa y, con la frente aún marcada por la cruz que nos recordaba que no éramos sino polvo, se celebró en una ceremonia sin formalidades el compromiso. En los aposentos privados del rey, en presencia de él y de doña Violante y de dos testigos más, mis emisarios noruegos, intercambiamos los votos. Después, ya únicamente en la compañía de la reina, le entregué una cruz de oro y esmalte, como recordatorio de la santidad del matrimonio. Él me dio, a cambio, cuatro peinecillos muy labrados y de largos dientes que yo miré con extrañeza.

– Las mujeres os enseñarán a usarlos -dijo, divertido-. Los peinados de moda no pueden conseguirse sin estos artilugios. Eran de mi madre, la reina Beatriz.

Por un momento pareció a punto de levantarse para marcharse, pero pareció pensarlo mejor.

– Quiero hablar de vuestro séquito -dijo, al fin-, y de qué compromisos habéis contraído con esos caballeros.

– Ninguno -respondí-. Obedecen a mi padre, y se encuentran aquí en misión suya, no por obediencia a mí. Después de nuestra boda, regresarán a mi país.

– ¿Todos ellos?

– Así lo creo.

– ¿Y las mujeres que traéis?

– Fueron enviadas conmigo con la promesa de que serían devueltas y escoltadas por los soldados.

El infante Felipe pareció sopesar esa respuesta.

– Y amigas -preguntó-. ¿Os acompaña alguna?

– No -dije yo, y por un momento pensé en Astrid, y luego el pensamiento se esfumó y ya no hubo nadie.

– ¿Dueñas?

– Las que vos ordenéis. Yo no tengo preferencias.

– Damas, entonces, tampoco.

– La reina ha nombrado a dos de ellas, y estoy gustosa de tomarlas.

– Os gustarán, don Felipe -dijo la reina-. Silenciosas y bien dispuestas.

– ¿Parientes? -dijo él, y yo no fui capaz de comprenderle-. Familia. Deudos.

– Sí -respondí, porque el alma de los muertos no nos abandona nunca, y suficientes muertos me acompañaban hasta ese momento-. No -rectifiqué-, no. No tengo a nadie. Me presento sola ante vos.

– Ya veo -añadió él, tras una pausa-. Ahora pertenecéis a la corte de Castilla. Como yo. Y los de Castilla no estamos nunca solos.

Me puso en las manos las peinetas como si dejara allí su palabra. Entre el verde de sus ojos brillaban algunas hebras doradas, muy sutiles.

– ¡Qué hermosas! -dijo enseguida la reina, que examinó mi regalo con atención-. Un trabajo delicadísimo. Una lástima que el oro destaque tan poco en los cabellos de doña Cristina.

– Mi madre era también rubia -contestó el infante, en una de sus escasas réplicas para ella. Doña Violante se mantuvo en silencio, claramente ofendida, hasta que mi prometido nos dejó.

– Me extraña que sea don Felipe quien posea las peinetas, y que no hayamos sabido de ellas ni doña Constanza ni yo. Lo lógico hubiera sido que las heredara yo, la reina, de manos de la otra reina, o en el peor de los casos, mi cuñada doña Berenguela. Sois una muchacha con suerte.

Con evidente desgana me devolvió, una a una, las cuatro peinetas de oro y piedras.

– Qué extraño. Y qué grosería por parte de don Felipe -remachó.

En otra de sus visitas mi prometido me trajo una jaulita con un animal que yo desconocía. Parecía un gato muy pequeño, con la piel manchada y grandes ojos castaños y cálidos.

– Es una gineta -me explicó-. Os la regalo a cambio de vuestros gatos. En Castilla se emplea para mantener la casa libre de ratones.

– ¡Qué indiscreción! -dijo la reina, que siempre se las ingeniaba para encontrarse presente en nuestros encuentros-. Tened cuidado, Cristina, y alejad esa alimaña. Muerden sin aviso.

– La llamaré Bitte Litten -dije.

– ¿Qué significa?

– Nada -contesté, deseosa de que una mínima parcela de la corte me perteneciera-. No tiene significado.

Doña Violante, que ordenó con un gesto que apartaran la jaulita de su lado, volvió a terciar.

– Eso no es regalo para una prometida. Doña Kristina, debéis pedir algo de precio, que realmente deseéis.

Medité un instante. En realidad, había pensado en ello desde que había abandonado Noruega, desde la despedida de mi madrina, la abadesa, y los consejos de mi madre.

– Una ermita, una iglesia pequeña.

La reina se escandalizó. Esperaba vestiduras, joyas, algo que, con el tiempo, ella pudiera solicitar o heredar.

– ¿Cómo decís?

– Una ermita, mi reina. Una ermita a san Olav.

– Pero ¿qué santo es ese del que habláis?

Me pareció tan sorprendente que en Castilla no se venerara a san Olav que mi deseo arreció.

– Como deseéis -dijo mi prometido-. Apenas nos hayamos casado la construiremos.

Sin embargo, don Felipe parecía olvidarse de los milagros que le contaba, y me pidió en varias ocasiones que le repitiera las razones de mi devoción. Parecía que sólo en el sur podía darse el caso de un rey santo. Pero san Olav era también un rey que pertenecía, aunque remotamente, a mi linaje, y que era conocido por sus prodigios y venerado en todo el país. Los ciegos y los cortos de vista, que en mi país invocaban a san Olav, rezaban aquí a santa Lucía de Siracusa, que devolvía, como mi santo, la vista y las fuerzas.

– Cuando se hayan pasado las bodas hablaremos de eso, como de las otras cuestiones pendientes -me repetía, y cuando sonreía dos hoyos aparecían en sus mejillas, más profundo el de la derecha.

– Haréis bien invocando a san Olav. Tendréis que ser muy hábil para mantener vuestra vista ágil y a vuestro marido alejado de peligros -me dijo en una ocasión la reina-. ¡Es tan aguerrido que las damas pugnarán por arrebatarlo! Muchas condenarían su alma por albergarlo en su lecho. Aunque tengo entendido que a las mujeres de vuestra tierra os instruyen bien en esas artes.

Estupefacta, tardé un momento en reaccionar.

– ¿Qué, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, queréis insinuar con eso?

– Digo que en vuestras tierras las mujeres no viven en la ignorancia, como aquí. De sobra sé que a algunas princesas sólo las casan cuando han dado pruebas ya de fertilidad y han tenido un hijo o dos. Por eso se casan mayores que aquí… Vuestras criadas me han contado que amabais a un bufón llamado Gudleik. Pero que no os avergüence eso, doña Cristina. Las costumbres de un lugar no son las mismas que las de otros.

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