Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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En latín.

Yo murmuré unas palabras de agradecimiento. No sé si se escucharon. El pueblo gritaba mi nombre, el del rey, vitoreaban y cantaban al son de la música. Ivar se acercó a mí y me arrancó el velo y la toca, de manera que el pueblo pudiera verme el rostro con claridad y a su placer. Tras un instante de silencio, comenzaron de nuevo los gritos, esta vez entusiasmados.

Redoblaron sus alabanzas e intentaron acercarse a nosotros, aunque fuera su acción no más que un teatro, porque estábamos protegidos por los caballeros y ellos lo sabían, y por lo tanto no había sino un forcejeo falso, contenido sin esfuerzo.

– ¿Lo escucháis? Os alaban por hermosa -dijo el rey.

Entonces, Ivar hizo un gesto y yo me cubrí de nuevo. Habían arrojado algunas flores a los pies de los caballos, y otras se habían quedado prendidas en mis ropas. Entre el tumulto apenas atisbado se distribuían hogazas de pan y jarras de vino. Calculé de memoria el desorbitado gasto. ¡Veinticinco mil almas, más las llegadas de otros lugares para el festejo!

El pueblo participaba de la alegría real. El rey tomó la brida de mi caballo, y así caminamos hasta el palacio donde nos hospedábamos. Habían preparado una gran cena, aunque no eran sino las cuatro de la tarde y todavía el sol se encontraba muy alto en el cielo, algo imposible en Noruega.

Por debajo de mis velos pude ver que era don Alfonso apuesto, con rubia barba y constitución sanguínea, como la reina, su esposa, que a su vera caminaba y mostraba, entre púrpuras imperiales, un vientre repleto. Doña Violante poseía un vigor extraño en los ojos, que indicaba que no abandonaba fácilmente una presa, y era muy bella, aunque tuviera el cuerpo deformado por el embarazo y las manos y el cuello hinchados. Me sentaron junto al rey, que, nuevamente, me dio la bienvenida y me besó, como era la costumbre castellana.

– Nos honra recibiros como hermana y saberos piadosa, bella e instruida.

Permanecí en silencio casi toda la noche, y apenas probé bocado. Aunque el viaje había finalizado, aún restaba mi particular elección. El viaje comenzaba, por lo tanto, allí. Miraba a unos y a otros, aturdida, como si soñara aquel momento, y como si no fuera tampoco la vez primera que soñaba con ello.

A efectos prácticos, era aquella cena la importante, y no la de mis esponsales. En mis gestos, según mis reacciones o miradas, juzgarían lo que sería dicho más tarde de mí. Sobre el suelo cubierto de ramas de pino y de retama los pies pateaban con estruendo cuando se me dedicaba un brindis, pero los ojos de muchos continuaban fríos.

Prefiero no hablar de ello. Me he obstinado tanto en ello que aquellos días transcurren en mi recuerdo apresurados y borrosos, cada acto superpuesto al otro, cada hora asesina de la anterior. Me miraban, y yo sonreía y besaba, recibía besos y escuchaba cómo se hablaba de mí sin reparo, con la aspereza de quien habla frente a un extranjero que no conoce la lengua y, por lo tanto, no merece la discreción de la crítica en voz baja.

Ahora hubiera sabido lo que rumoreaban. Muchos me encontraban hermosa, pero eso era algo que esperaba y que, de no ser así, hubiera supuesto una grave decepción. Otros comentaban acerca de mi séquito, o los modales mostrados en la acogida o la recepción. Los que más, especulaban sobre mi presencia allí. ¿Qué hacía, qué pretendía? ¿Quiénes podrían contar con mi apoyo?

La reina y los diplomáticos me hablaban en francés. Con las preguntas que el rey, en voz baja e íntima, me hizo, había quedado claro que apenas entendía el latín que ellos hablaban y que mi conocimiento de la lengua castellana era muy imperfecto. Sonrojada, me dirigí a él en un francés que me pareció, por comparación con el que hablaba doña Violante, oscuro. El rostro del rey no varió, pero los silencios se hicieron más largos.

– ¿Os gustan las historias, señora?

– Mucho -asentí-; pero casi siempre he de contentarme con las que los cantores me dedican y con los poemas que narran.

– Así lo hacen, en general, las damas.

– En mi caso, sólo me queda la poesía para el disfrute, porque no sé escribir -dije.

El rey clavó en mí una mirada penetrante. La reina, sentada frente a nosotros, no perdía una palabra.

– Os complacerán, entonces, las historias de Calila y Dimna -añadió don Alfonso, después de una larga pausa-, que son deleitosas y propias para las damas.

Se volvió entonces hacia don Fernando, el embajador, y no me prestó más atención en el resto de la noche.

Hubiera deseado decirle que no se estilaba, en mi tierra, que las damas recibiéramos una educación basada en las tres y las cuatro normas, salvo que se nos destinara a la Iglesia. Que hablaba con corrección sueco, danés e islandés, inglés y francés. Que lo que en realidad había querido contarle era que no sabía escribir narraciones, pero que era una poeta bastante hábil, que una de mis ocupaciones con Riquilda y sus damas había sido versificar en islandés, al estilo de Snorri Sturlusson, y que las aventajaba a todas ellas, tras horas y horas de escuchar a nuestros poetas.

Fui tímida y callé. Miraba el fondo de mi plato y fingía entusiasmo ante las bailarinas que hacían acrobacias con bolas y bastones. Para Alfonso, que hablaba las lenguas peninsulares, más el provenzal, el árabe, el griego y el hebreo, que conocía de astrología y de leyes, ¿qué significaba el islandés?

Aquella cena se perpetuó hasta que la noche se volcó sobre los tejados y los hombres estuvieron tan borrachos que no resultaba digno que las damas lo presenciáramos. Entonces, evitando con gracia los restos del banquete que ensuciaban el suelo, la reina doña Violante me aferró de la mano y, sin detenerse por los caballeros que intentaban rozar la orla de su manto, me llevó a unos aposentos privados destinados a las damas. Como había hecho el rey, me besó en la frente, en los ojos y en la boca.

– Me estalla el pecho de alegría al encontrar una hermana, una cómplice. Doña Kristina, vos y yo no somos castellanas. Nuestro país y nuestro carácter brota como los manantiales, brusco pero insaciable.

Yo callaba, avergonzada ante los cuidados de aquella mujer.

– Gracias…

– Las que nos encontramos privadas de la familia y el afecto debemos ayudarnos entre nosotras. Yo seré vuestra amiga: podéis confiar en mí. Sabed que no creo nada de lo que se cuenta de vos, y que os protegeré siempre, siempre. No temáis nada. Me he sentido tan sola durante estos años… Seréis mi hermana.

Más tarde supe que la mujer silenciosa que se encontraba sentada a nuestra derecha, demasiado cohibida para acercarse a mí, era aquella hermana que tanto se lamentaba por no encontrar: Constanza de Aragón, ignorada por todos, despreciada por la mayoría. El ángel en la tierra de su padre don Jaime. Sonrió con timidez y asintió a las palabras de la reina. Nunca la vi hacer otra cosa salvo ceder, ni esbozó jamás un pensamiento propio.

– Y, respecto a la elección, que nada os inquiete. Elegiréis bien, con la ayuda de Dios. No, no me preguntéis, que no me sonsacaréis nada. Bastará con una mirada y escogeréis, estoy convencida de ello. Al mejor, a mi predilecto. No parecéis necia ni lenta de entendimiento, y sabréis pronto lo que os conviene. Pero ¡qué ojos, y qué tez, y qué talle! Tendréis que darme remedios del norte para conservar el cabello tan fuerte y rubio. A mí, con las preñeces, se me está quedando en nada -suspiró, llevándose la mano a su espléndida mata de pelo, visible a través del velo.

Con un gesto, indicó a dos esclavas moras que acercaran un brasero y se reclinó en uno de los asientos. La descalzaron y sumergieron sus pies enrojecidos en una tinaja con una tisana que olía a verbena.

– Imagino que traeréis vuestras propias damas…

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