Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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Así, a bofetones, me iba familiarizando con el verdadero carácter de la reina.

– Jan Gudleik era el poeta preferido de mi hermano, y un hombre notable en la corte de la que provengo.

– Pero os dedicaba versos.

– ¡Ya vos, señora, todos los poetas del reino!

La reina se encogió de hombros.

– ¡Oh, pero eso es completamente distinto!

Era capaz de enturbiar cualquier alegría y de agriar el encuentro más dulce. Comencé a desearle el mal, a reprimir mis deseos de clavarle las uñas en los ojos o en el vientre. Mi consuelo se sostenía en que tras la boda se nos destinarían unas tierras y un título nuevo para don Felipe y me vería libre de la tiranía de aquella aragonesa aborrecible.

Se casaron con los mayores festejos posibles en el país. El miércoles después de las bodas, los dos ministros del rey de Noruega, padrinos de la novia, llegaron a Castilla, para poner al tanto a los nobles de lo que el rey deseaba.

Me casé en abril, en una mañana radiante como no había visto en las taciturnas primaveras de mi país. Había despertado muy pronto, con el canto de los pájaros que las dueñas guardan, como es la moda, en cada cámara, y que con la primera luz se vuelven locos y celebran continuar vivos, aunque presos. Extendí los brazos en el lecho, para abarcarlo por entero, porque aquélla era la última vez que me despertaba sola y como doncella, y cerré los ojos. A través de los párpados podía vislumbrar un resplandor rojizo, y si los entreabría, un haz de arco iris se colaba entre mis pestañas.

Aún faltaba para que vinieran a vestirme; me arrodillé en el reclinatorio de mi carromato-capilla, que parecía inmenso en mi cuarto, y recé a san Olav y a la Santísima Señora para que mi matrimonio fuera largo, feliz y fecundo. Recordé una vez más a mi madre y a mi hermana, y el gusto amargo en la garganta me advirtió de que las lágrimas no se encontraban demasiado lejos. Bitte Litten, la gineta, aún dormía, con el hocico en la barriga, tras haber saltado y jugado durante toda la noche.

– Duerme -le dije-. Tú no te casas hoy.

Mis ropas nupciales se encontraban dispuestas desde dos días antes y ocupaban toda la cámara: la camisa, muy amplia, con doble hilera de encajes, había sido pensada para que asomara, como espuma, bajo el vestido, que habían cortado rígido y amplio en tejido de oro. Enlazados con cordones, dos tules bordados con perlas partían de la cintura. Uno colgaba sobre la falda, hasta arrastrar varias varas por el suelo, y el segundo subía hasta la cabeza, donde, enganchado con las peinetas que don Felipe me había regalado, dejaban ver las dos trenzas que, a la manera de mi país, había elegido mostrar. Salvo el relicario de coral de mi madre, no lucía más joyas.

Las sirvientas me trajeron una colación ligera, que no toqué, porque pensaba comulgar, y casi inmediatamente entraron las dos damas que me habían asignado: doña Inés Rodríguez Girón y doña Juana. Aún no nos comprendíamos bien, y se mostraban agitadas, hasta que les pedí que me dejaran un momento a solas y regresaran cuando se hubieran serenado.

Me senté ante el enorme espejo de cristal de roca que me había enviado como obsequio el nuevo arzobispo de Sevilla y que, a la manera del sur, se apoyaba contra una plancha metálica; veía mi rostro con tanta claridad como reflejado en un estanque. Me pinté los párpados con antimonio y alargué la curva de las cejas, para que mis ojos parecieran más grandes. Doña Inés, que peinaba con mucha gracia, se acercó para ayudarme con el velo.

– Bonita como una mañana de mayo -dijo, y no pude evitar un pensamiento: Pero ahora estamos en abril… -. Que viváis toda la felicidad que yo os deseo.

Clavó la primera peineta y me llevé la mano a la cabeza. Los dientes de la joya, agudos como alfileres, me habían arañado la piel. Doña Inés se deshizo en excusas.

– ¡Ay de mí, doña Cristina, qué torpe y qué indigna soy! Vuestro pelo es distinto al de las castellanas, y también lo habéis dispuesto de diferente manera. ¡Válgame el cielo, si os he hecho sangre!

Era la primera vez que las usaba, y aún ahora no comprendo cómo pueden las mujeres soportar estos instrumentos de tortura; pero la vanidad de mantener el cabello alto y lustroso bajo las tocas es más fuerte que el sufrimiento y, pese al resto de los pinchazos y puyas que seguirían, aún hoy las uso. Doña Juana le quitó importancia a lo sucedido.

– Una gota de sangre sobre vuestro velo de novia… Eso es un buen presagio.

Bajé las escaleras de la misma manera lenta y solemne que había ensayado. Al pie de la escalinata me esperaban los noruegos que me habían escoltado, los encargados de entregarme. En el mismo salón en el que se había celebrado el banquete a mi llegada, pero en esta ocasión cubierto de flores y de ramas verdes, di mi consentimiento al matrimonio. Los emisarios de mi padre depositaron ante el infante Felipe y el rey dos documentos, con los que les hacía saber qué bienes me acompañaban y se los donaba, aunque yo tuviera derecho de uso y disfrute de ellos mientras viviera.

Todos los noruegos (el padre Simón, el timorato dominico, Peter de Hammar, a quien nunca conocí bien, Lodin el Velloso e Ivar Englisson, mi buen amigo, Thorleif el Furioso y Amund Haraldsson) desfilaron ante mí y me dijeron adiós. Cada uno de ellos se arrodillaba y me pedía la mano. Mientras me la besaba, yo le bendecía. Durante un instante posaba mi mano en su hombro y hacía sobre su cabeza la señal de la cruz. Luego regresaron a su lugar en el salón, oscuros y en silencio. No hubiera sido adecuado mostrar alegría por perder a una princesa de su sangre.

Entonces, el rey Alfonso le entregó un anillo al infante, y el infante me lo puso en el dedo índice. Lo pasó luego al dedo medio y, por último, lo colocó en el anular; me protegía así de las acechanzas del mundo, el demonio y la carne. Era la primera vez, desde que le había elegido, que me tomaba de nuevo la mano, y las suyas, que parecían delicadas, rozaron la piel de mis palmas, y las sentí ásperas. Recordé entonces que cazaba, que no se deslizaba su vida únicamente entre libros y rezos. Las mías temblaban un poco, muy a mi pesar, aunque para atenuar mi inquietud evitaba fijar en él la vista: era una figura vestida de grana a mi lado, desdibujada. Ya habría tiempo de mirarnos durante el resto de nuestra vida.

Entonces nos dirigimos a la colegiata de Santa María la Mayor, que mi suegro, el rey Santo, había mandado edificar, para que atendiéramos a la misa nupcial. Habían repartido alimentos de nuevo, y sin duda por eso gritaban a mi paso: la ciudad de Valladolid, como toda Castilla, pasaba hambre, y a mí se debía que en el mismo invierno recibieran hogazas y queso, y vino para brindar por la novia.

En la capilla el sol desaparecía, y en la oscuridad, salpicada de velas, mi marido continuaba siendo la misma sombra esquiva que se movía en el rabillo del ojo. Comulgué, oré de nuevo por mis muertos y por mi vida y repetí las mismas frases santas, consoladoras, que formulaban en estay otra tierra, en todas las iglesias del mundo.

Sólo en el banquete perdí el sabor a incienso que me había llenado la boca, y me pareció despertar. Me había casado, mi esposo era aquel hombre joven y fuerte que comía a mi derecha, que aceleraba mi corazón con una sola frase, y no un rey caduco o un guerrero enloquecido por la sangre. Aún demasiado cohibidos para mirarnos, compartíamos el mismo plato y la misma cuchara, y, de vez en cuando, sentía que su pie pisaba mi velo de encaje. Con suavidad, tiraba del tejido para librarlo de la presión. El rey nos bendijo, y se iniciaron los brindis en nuestro honor.

– Por la princesa -dijeron los noruegos.

– ¡Por la infanta! -gritaron los castellanos.

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