Y pasando adelante me dieron prisión aquella noche en un castillo fuerte que allí cerca está sobre unas peñas altas y cuya cuesta es de muy fatigosa y empinada subida. Y a otro día de mañana me dieron pan moreno y tasajo de tocino y luego me pusieron en un caballo rucio siciliano de calmoso andar con lo que, escoltado por los guardas que me tomaran la víspera, partimos por el camino de Lisboa y luego salimos al campo y me fueron hablando y me trataron con franqueza y confianza no como a cautivo y me preguntaban quién era y cuál había sido mi vida con los negros pues mucho los espantaba que yo fuera a ver al Rey.
Y fui sabiendo que Lisboa, donde la corte de los lusos para, estaba a sólo una jornada de camino, de lo que no sabía si alegrarme. Y por el camino real que llevábamos varias veces nos cruzamos con gentes que con curiosidad me miraban como si fuese condenado que llevan al verdugo, mas aunque yo lo tenía a mal agüero, esto fue por la escolta de guardias en cuya compañía iba.
Después que vino la oscuridad de la noche llegamos a un castillo que está enfrente del mar. Y al otro lado se veían, muy lejos, mecidas luces de barcos y otras que se estaban quietas, por lo que advertí que allá enfrente habría una ciudad grande o campamento.
Y me encerraron en una mazmorra y me trajeron tasajo de tocino y pan moreno y media jarra de vino y una manta, con lo que quedé muy confortado como en posada bien aderezada y me dormí pronto aunque luego me desveló el dolor de los huesos que traía desconcertados de la falta de costumbre de cabalgar. Y a otro día de mañana me vinieron a despertar los mismos guardas de la víspera y me sacaron a la plaza del castillo y las luces que viera la noche antes eran de la ciudad y puerto de Lisboa y aquel mar de muy apacibles aguas que della nos separaba es el que los lusos llaman río de la Paja. Y luego me llevaron a una galeota mediana que estaba esperando con los pintados remos en alto y en ella me cruzaron a otro embarcadero que enfrente había. Y volaban gaviotas por el aire azul y yo las veía pasar tan libres y gritadoras desde mis grillos y prisiones y a ratos daba en pensar que si en aquellos recios recaudos me tenían era porque ya no volvería a ser libre si es que salía de aquélla con vida. Y luego desembarcamos en Lisboa y me llevaron a un castillo que se asoma al río y allí vino a verme el alcaide y quiso saber lo que traía en el saco y cuando vio que eran huesos de hombre me lo devolvió con cara de asco. Y luego los guardas le dijeron que el almirante dejaba mandado que no se me quitara aquello.
A la tarde vino el barbero y me entró en una terracilla donde daba el sol y se estaba bien y allí se estuvo rapándome las barbas y el pelo de la cabeza, que tenía muy trabado y luengo. Y me vi en un espejillo que traía y me vi tan viejo y desdentado y arrugado y envejecido que casi me consoló pensar que podía perder la vida ya que todas aquellas cosas de honro y cabalgadas junto a mi señor el Condestable que yo soñara en la nao no le estaban bien ni cuadraban a aquel viejo achacoso que yo era. Y así me fui tragando los pesares y me fui conformando con mi destino.
Las cosas que digo pasadas en aquel castillo me detuvieron hasta que fue hora de comer en que volvieron a dar un plato de cierto pescado sabroso que allí guisan con yerbas y vinagre. Y me dieron otra vez vino y pan y vinieron nuevos guardas a saber mi historia y yo se la contaba y luego ellos socorrieron mi pobreza con ciertas limosnas. Y a la tarde me llevaron los primeros guardas por una calle ancha donde están las tiendas de los mercaderes y los obradores de los artesanos y luego fuimos subiendo por unas cuestas a un monte alto en somo del cual está el alcázar del Rey de Portugal. Y en llegando allí me estaban esperando ciertos cortesanos y secretarios y algunas mujeres se asomaron a verme en las ventanas. Y luego un hombre tomó de mí el saco de los huesos y me llevaron por ciertas salas a un corredor ancho con ventanas emplomadas donde el Rey estaba arrimado a un brasero de bronce, mirando al mar. Y el Rey era un hombre chico y ya viejo, de blancos cabellos y barbas y, aunque el cortesano que me llevó a él me había advertido que no me acercara a más de cuatro pasos dél, yo lo olvidé luego y como el Rey se volvió a mirarme fui a hincar la rodilla a sus pies, como en Castilla usamos, y luego le besé la mano y él me mandó alzarme y entonces me aparté los pasos que me dijera el cortesano y el Rey se sentó en una silla de tijera que junto a la chimenea estaba y me preguntó mi nombre y cuántos años tenía y cuando dije que cuarenta y uno, los cortesanos que con el Rey estaban se miraron muy espantados en lo que noté que les parecía ser más viejo. Y luego el Rey mandó ponerme una silla y me dijo que pormenorizadamente le refiriera cuanto me había acaecido desde que salí de Castilla hasta que Bartolomé Díaz me encontrara, lo que yo hice en la lengua de los portugueses por ser de todos bien entendido, que ya sabía hablar en ella. Y allí me estuvieron escuchando el Rey y su Canciller y sus secretarios y muchos cortesanos que luego fueron entrando con sillas y cojines hasta que se fue la luz de las ventanas y se hizo la noche. Y vinieron criados con candelabros y lámparas a cuya luz yo proseguí mi relato. Y de vez en cuando despabilaban los braseros con ascuas que subían de las cocinas. Y luego llegó la hora de cenar y el Rey se retiró a hacer colación y los guardas me llevaron a donde ellos posaban y me dieron de comer de lo suyo. Y con esto me volvieron a donde el Rey y de allí a poco tornó él y me dio licencia para que prosiguiera mi relación donde antes la había dejado hasta que, ya bien entrada la noche, lo acabé todo.
Y con esto el Rey me despidió y me mandó dar una manta y unas calzas de más abrigo que las que llevaba y con esto se retiró y se fueron todos con él. Y los guardas me llevaron al aposento donde ellos paraban y allí dormí aquella noche en un medio camastro de los que ellos tienen.
A otro día de mañana me llevaron a una cámara grande donde había dos mesas y unos estantes de madera con mapas y papeles y uno de los secretarios del Rey, que yo tenía visto del día de antes, me dijo que el Consejo real había determinado darme a escoger entre quedarme a vivir ya toda la vida en Portugal o, si esto no quería, tornarme luego a Sofala de donde Bartolomé Díaz me sacara, porque de allí a dos meses volvería la flotilla de Portugal a visitar aquellas costas. Y yo, que por nada del mundo quería volver a tales infortunios, le dije que antes preferiría quedarme en la tierra de Portugal entre cristianos aunque fuera en una mazmorra. Y él se sonrió como para sí y me dijo: "No será tan malo, Juan de Olid, que, si los asuntos del Rey nuestro señor se aparejan como creemos, a lo mejor dentro de dos o tres años quedarás libre de tornar a Castilla. Y esto que digo depende de un negocio que el Rey ha pedido al Papa de Roma, así que no es cosa que esté en nuestra mano remediar ni prometer".
Con las vueltas del tiempo he venido a saber que aquel negocio era la partición de la bola del mundo en dos mitades, una para el Rey de Castilla y otra para el de Portugal. Mas, en aquel entonces, quedé tan a oscuras que gasté muchos días y noches cavilando cómo podía depender mi poca libertad de un negocio tan alto en el que el Papa de Roma estaba.
Aquel mismo día por la tarde me sacaron de donde la guardia y me devolvieron el saco de los huesos. Y yo lo abrí y vi que los huesos y el unicornio seguían allí y es la cosa que los que dentro dél miraban, como estaba oscuro, no notaban más que los huesos y la calavera de un hombre, con lo que luego tomaban aprensión y no querían indagar más.
En una galeota me volvieron a cruzar el río de la Paja y aquella noche me dieron cama y posada en el mismo castillo de la víspera. Y al otro día, desandando los familiares caminos, en el fuerte de Setúbal. Y por la plática de los guardas que me llevaban, que eran nuevos, supe que el Canciller había dispuesto que había de vivir en el castillo de Sagres que es el más asomado a la mar que tienen los reinos de Portugal. Y éste está puesto en somo de una peña pelada donde hay una fuerte guarnición y presidio. Y en alcanzar aquel lugar estuvimos una semana y luego dejáronme en poder del alcaide y se despidieron de mí los guardas y se tornaron.
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