Juan Galán - En busca del unicornio

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La novela, ambientada a finales del siglo XV, narra la historia de un personaje ficticio a quien se envía en busca del cuerno del unicornio, que se supone aumentará la virilidad del rey Enrique IV de Castilla, llamado el Impotente. En la trama argumental, habilísima y muy amena, dentro de una escrupulosa fidelidad a la ambientación histórica, se suceden las más curiosas e inesperadas peripecias, siempre con un fondo emotivo y poético que da fuerza y encanto mítico al relato.
El autor ha logrado un estilo que es un maravilloso equilibrio entre la soltura y agilidad narrativa y el sabor arcaico que requería el tema. En suma, una deliciosa novela de aventuras en donde coexisten lo fantástico, lo humorístico y lo dramático. La obra ha sido galardonada con el Premio Planeta 1987.

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Con lo que tomando dos ballestas regulares se las tendí a Tumbo y él las recibió como niño con nido de tres huevos y casi se le saltaban las lágrimas del gozo que le daban y se llevaba muchas veces las manos al pecho para mostrar gratitud por la merced y tornaba a reír mostrando sus dientes muy pulidos y grandes, como de caballo. Y con esto era de despierto ingenio y no lerdo, de allí a tres días ya estaba hecho regular ballestero. Y después de aquello no nos quedaban más que nueve ballestas buenas que eran más que bastante para los seis cristianos que podían servirlas.

El pupilaje de Tumbo nos llegó a la Navidad, que allí es en tiempo de muy recias calores y que pasamos muy tristemente acordándonos cada día de los trabajos y fatigas pasados y de los hombres que habíamos ido dejando atrás y muy señaladamente de fray Jordi que otras veces por este día nos hiciera misa y sermón y nos diera de comulgar. Y nosotros siempre muy devotamente habíamos celebrado el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.

Y los días que vinieron después fueron de grandes lluvias y se levantaron espesas nieblas y pudimos salir poco de la cueva y allí estuvimos reponiéndonos bien del tasajo de cabra que comíamos y de las tortas de harina que las mujeres venían a hacernos y fuimos soltando la parla con Tumbo y con los otros negros, de todo lo cual vinimos a saber que en las tierras de allá enfrente hasta el mar vivía la gente de Monomotapa. Y el dicho nombre quiere decir en la lengua de los negros "el amo de las minas de oro". Y este Rey no era siempre el mismo porque en estando siete años, luego lo mataban y ponían a otro y esto era porque el Rey tenía que ser siempre vigoroso y joven pues de lo contrario creían que el oro de las minas vendría a menos y habría mengua de cobre y de marfil y de todas las otras mercaderías que vendían a los moros. Y pensaban que la prosperidad del reino dependía mucho de la de su Rey y señor. Y a esto y a otras cosas nos maravillábamos mucho y fingíamos que eran de gran razón mas luego, en nuestras hablas y juntas secretas, sacábamos en limpio que los cuatro pueblos grandes que por allí vivían tenían el acuerdo de que cada uno labraba las minas y todo lo demás de la tierra por siete años. Y al cabo del plazo mataban al Rey para poner otro de pueblo distinto. Y de esta manera habían acordado sucederse en la prosperidad de la tierra y en paz y armonía y mientras cada pueblo procuraba sacar el provecho de las minas para tener, llegado el momento de dejárselas al siguiente Rey, de qué comer y vivir el tiempo de la estrechez. Y los otros tres pueblos de muy buen grado cuidaban el sosiego del reino y que no faltaran los esclavos. Y perseguían a los que escapaban y les daban muy crueles tormentos al que tomaban hurtando o huyendo. Y afligían con pechos, parias y gabelas a otros pueblos más menudos que vivían detrás de las montañas. Y todo esto mucho nos maravillaba porque nunca en todos nuestros años de vagar por la tierra de los negros habíamos oído decir que un Rey fuese tan poderoso y tan concertado en sus asuntos. Mas todo lo achacamos a que lo habría aprendido de los moros y con esto crecíamos más la esperanza de que la tierra de los moros fuera lindera con la de Monomotapa.

Pasaron las lluvias grandes y vinieron los grandes calores y algunas veces salimos con los negros a correr el monte y a cazar y a traer harina que comprábamos a otros negros en un camino a dos leguas de allí, pagando con polvo de oro. Y fuimos notando que aquella tierra está muy sobrada de oro y que comúnmente los trueques se hacen con él y tiene menos valor que en Castilla porque por lo que aquí se comprarían treinta sacos de trigo candeal allí se compra uno y de una harina mala como de cebadas broncas y raíces que no se quiere parecer a la de trigo. Mas los negros no lo echan en falta porque nunca vieron trigo verdadero, que por su tierra no lo hay, ni saben qué cosa sea.

En todo este tiempo secreteaba yo muchas veces con Andrés de Premió sobre la conveniencia de proseguir el camino porque el servicio del Rey nuestro señor requería que no nos demorásemos más de lo necesario y ya que estábamos repuestos de las pasadas flaquezas, bien podríamos pedir un guía a Tumbo y partir de allí. Y Andrés y los ballesteros andaban algo renuentes por no salir a la aventura y a las fatigas dejando la vida regalada que allí llevaban, donde no les faltaban ya las negras con que yacer ni un pedazo de carne que comer cada día.

Mas, con todo, me despedí de Tumbo y le dimos otra ballesta para pagarles sus muchas gentilezas y él nos dio dos pisteros que nos guiarían hasta donde la mar estaba.

Y después de partir de allí, anduvimos tres días por ciertos caminos y a la cuarta noche Andrés de Premió vino a despertarme muy quedamente, poniéndome la mano en la boca, y me dijo cómo los guías eran idos llevándose las ballestas y que pensaba que aún no se habían partido mucho de allí y que fácilmente los alcanzaríamos. Y luego despertamos a los otros ballesteros y al Negro Manuel y salimos a perseguir a los fugados y en tal procura anduvimos casi dos horas hasta que ya quería amanecer el alba. Y tuvimos suerte en que había gran luna y uno de los ballesteros era aquel Ramón Peñica que era muy hábil en seguir rastros porque había tenido oficio de pistero cuando servía al Condestable. Y de pronto, en volviendo un quiebro que el camino hacía, vimos a los dos negros que subían muy a su salvo despaciosamente caminando por el reproche del cerro, con las ballestas al hombro. Y dimos en perseguirlos corriendo sin decir palabra porque no fuéramos sentidos, mas ellos nos sintieron y volvieron la cabeza y al vernos llegar se echaron a correr por escapar y aunque iban impedidos con las ballestas, como entrambos eran jóvenes y vigorosos, corrían más que nosotros y luego se nos fueron perdiendo menos uno al que el Negro Manuel dio alcance y tiró por el suelo luchando. Y luego nos llegamos a él y lo prendimos y lo sujetamos fuertemente atándole las manos con unas correas. Y éste llevaba tres ballestas que pudimos cobrar y todas las otras se perdieron aquel día. Y luego le pregunté que me dijera si el robo y traición había sido por pensamiento dellos y él negó y dijo que traían ese encargo de Tumbo y que ahora él no podría volver sin las ballestas porque los otros bandidos lo matarían de muy mala muerte por lo que nos pedía que hiciéramos merced en matarlo. A lo que nosotros no sabíamos si sería nueva astucia del negro por salir con vida. Y algunos pensaban que era mejor degollarlo allí mismo. Mas yo pensé, con Andrés de Premió, que rebanándole el pescuezo no teníamos ganancia alguna, mas llevándolo con nosotros podría guiarnos al mar. Y él se conformó mucho con esto y prometió no escapar. Con lo que volvimos a andar el camino perdido por donde sale el sol, muy menguados así de ballestas como de ánimo. Y así pasamos otros pocos días y un par de veces vimos gentes que pensamos serían de Monomotapa y estábamos escondidos y quietos sin osar respirar hasta que eran pasados. Y en este tiempo sólo comíamos una vez al día de la poca y mala carne que cobrábamos. Y así excusábamos de encender fuego más veces. Y mascábamos malamente algunas yerbas y frutos y raíces que ya sabíamos distinguir. Y con las privaciones y quebrantos otra vez íbamos enflaqueciendo y perdiendo de nuestras carnes. Y en estos días anduve aquejado de un mal del que se me movieron los dientes que me quedaban, que eran pocos y podridos y enfermos, con lo que a los pocos días los acabé de perder.

Otro día de mañana íbamos bajando un barranco seco por el que difícilmente se pasaba cuando el guía negro dijo que quería subir al repecho por ver si estaba despejado el campo al otro lado. Y nosotros, que ya habíamos ido cobrándole alguna confianza, lo dejamos ir. Mas, en llegando al somo de la loma, luego emprendió veloz carrera por escapar de nosotros por la otra cuesta donde no era visto.

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