Y esto advertido dije a Ramón Peñica y al Negro Manuel que fueran a matarlo. Y ellos subieron con sus ballestas armados por donde se había perdido y en llegando arriba le mandaron virotes ferrados de los que, aunque ya iba lejos, murió. Y con esto nos quedamos otra vez sin guía porque así lo dispuso Dios Nuestro Señor que bien sabía que no lo necesitaríamos para lo que había de venir.
Y esto fue que a otro día de mañana dieron sobre nosotros, con grande grita y retumbar de hierros sobre los escudos, una recia batalla de más de cien negros que habían estado acechando nuestro paso por cierto rio mediano. Y, en viéndolos llegar, luego nos pusimos en defensa concertadamente y los ballesteros armaron a toda prisa sus ballestas y les tiraron a los que más emplumados y vociferantes venían, como tenían enseñado de otras veces, y éstos murieron, mas detrás de ellos venían gran muchedumbre y fiera que no cejaba y aún dio tiempo a hacer otras dos cargas de virotes antes de que en llegando los enemigos a tiro de sus venablos lanzaran muy derechamente sus agudos hierros y mataran a los míos.
Y de éstos cayó a mi lado, mirándome desacompasadamente, aquel Ramón Peñica que tan bueno era, con más de diez venablos que le entraban por el pecho y le salían por las espaldas, chorreando sangre como un San Sebastián. Y a Andrés de Premió no le pude ver más la cara, que habiendo recibido algunos hierros cuando aún estaba en medio del río, la corriente se lo llevaba, hundida la cabeza, y con él al de Villalfañe y su trompeta y a otros dos, con los que el agua bajaba tinta y bermeja de la mucha sangre que manaban. Y con esto yo, que tenía el cuchillo en la mano, me vi rodeado de negros con muy fieras caras pintadas de albayalde y embrazados en las adargas blancas y dejando ver muchas lanzas cortas y venablos y mazas de hierro. Y sintiendo que ya no cabía servir al Rey nuestro señor más que muriendo dignamente y como hombre bueno, quise irme contra ellos para acabar allí, mas alguno avisado me dio un planazo en la mano y me desarmó y otros me cautivaron y prendieron y fuertemente me ataron. Y luego tomaron los despojos de los muertos y me llevaron con el Negro Manuel, que también lo habían apresado, al real de los negros, y corrían delante haciendo grandes fiestas y danzas de la alegría que nuestro prendimiento les daba. Con lo que nos fuimos barruntando que tenían habla de nosotros y que habían salido a buscarnos.
Y moviendo de allí a otro día muy fuertemente custodiados vinimos a dar en un real más grande que en un prado estaba, donde había casas de madera y más negros juntos de los que había visto en muchos años. Y el que nos llevaba luego nos entregó a otro negro alto y nervudo que parecía de más autoridad y éste le preguntó al Negro Manuel muchas cosas no cuidando que yo pudiera entenderlo mas yo lo entendía cabalmente. Y así fui sabiendo que el Rey Monomotapa había tenido noticia de cómo extraños hombres blancos que no eran moros ni de los otros que entraban por mar, habían pasado a sus estados. Y había mandado a muchas gentes armadas a muchos puertos y lugares en nuestra busca. Y que el mandato era que en tomándonos nos presentáramos delante dél porque había llegado a sus oídos el gran poder de los hombres blancos y que con ellos iba el Herrero Blanco que era hombre de virtud. Y por esta parla luego entendimos que los que tales cosas dijeran serían los negros que con nosotros venían y que fueran tomados cautivos meses atrás. Y en dejándonos solos, encerrados en una casa de madera sin ventanas, con muchos guardias a la puerta, hablé con el Negro Manuel y acordamos que yo haría que no entendía nada de aquellas parlas de negros y que él me hablaría en la lengua de Castilla, que ya muy bien había aprendido, cuanto los negros dijeran y quisieran saber y de este modo no lo mandarían a las minas ni nos separarían.
Y así nos tuvieron encerrados sin dejarnos salir de aquella oscuridad por tres o cuatro días. Y cada noche nos traían un cántaro de agua y algunas gachas y algo de carne que yo ya no podía comer por mengua de dientes y porque habían tomado de mí el cuchillo con que comúnmente me servía. Y a los cuatro días nos sacaron de allí con muy fuerte guarda y partimos sin saber qué camino ni adónde. Y además de los dichos guardas venían con nosotros dos sartas de esclavos cargados de espuertas que en somo de las cabezas portaban. Mas andando el camino uno de los guardas, que era muy reidor y lenguaraz, se fue aficionando a ir con nosotros y le contaba al Negro Manuel que aquellos esclavos llevaban oro. Y en un descanso de los que hacíamos nos lo enseñó. Y el oro tenía forma de dos barras grandes soldadas por un travesaño más chico. Y cada una de ellas habría de pesar tres o cuatro libras, y así las sacaban del horno que estaba al lado de la mina y cada esclavo llevaba ocho barras en somo de la cabeza. Y los esclavos habrían de ser quince o veinte, sujetos por los pescuezos con sogas y con grilletes de palo a las manos. Y los guardas que iban detrás y delante serían más de cien y algunos de ellos llevaban nuestras ballestas y el saco donde el unicornio iba con los huesos de fray Jordi. Y el guarda que hablaba con el Negro Manuel le dijo que Monomotapa nos quería con todo lo que tuviésemos aunque fuera una boñiga de venado, lo que nosotros pensamos que sería por la gran virtud que los negros creían que las cosas de los blancos habrían de tener. Y es de explicar aquí que muchos negros de aquella tierra groseramente creen que la virtud de las personas y su valor y su sabiduría se quedan impregnadas en las cosas que las dichas personas usan y con ellas pasan luego al que las cosas hereda. Y en esto son muy aficionados a las reliquias de gente grande y todos portan amuletos y vendas de virtud heredados de sus abuelos.
Y con esto pasamos adelante y de allí a diez o doce días llegamos a un valle grande con un río mediano. Y antes de llegar al valle habíamos cruzado por sitios donde había muchas chozas y salían negros y negras a vernos. Y en aquel valle había un pueblo grande y estaba todo lleno de chozas bien construidas con barro y árboles y techadas de paja. Y estas chozas estaban a los lados del río y muchas de ellas dentro dél, porque las aguas bajaban muy mansas. Y las dichas chozas se tenían en somo de algunos palos y era cosa maravillosa de ver la industria y concierto de su hechura.
Y por debajo de las casas podían pasar ciertas barcas muy angostas y largas y veloces que los negros usan, con las que cruzan el río de parte a parte y pescan. Y en las partes más altas de este dicho valle había muchas terrazas como bancales que seguían la forma del cerro. Y en estas terrazas se veía a los negros labrando la tierra muy aplicadamente como antes nunca viera en lo que conocí, como en otras cosas más menudas, que estas gentes eran más concertadas e industriosas que las que habíamos dejado atrás en otros lugares. Y pasando adelante, a la tarde, llegamos a donde había un alcázar grande de piedra levantado. Y el dicho alcázar no tenía almenas ni torres ni ventanas, sino un muro redondo que cerraba una gran plaza de armas. Y el dicho muro sería como cinco estados de alto y estaba hecho de losas chicas de piedra de grano que de lejos asemejaban ladrillos mas en acercándose se veía que no era sino piedra de grano ayuntada sin mortero ni argamasa alguna, como aquella puente del agua que viera en Segovia cuando me llamó el Rey nuestro señor.
Y este alcázar grande se llamaba, en la lengua de los negros, Cimagüe y era la posada del Rey Monomotapa. Y en llegando a él entramos por un reborde que los muros hacían, donde no había puerta sino que de arriba abajo por muy estrecho pasillo se terminaban los muros remetiéndose en redondo. Y yo miré por las quicialeras y las trancas que sostendrían la puerta y ni puerta había ni con qué barrerla, cosa que me maravilló mucho. Y en esto vi lo poderoso y confiado que habría de ser el Monomotapa de tener alcázar tan seguro que no había menester de puertas. Y en pasando por el hueco ya nos tomaron guardas nuevos y los que nos habían llevado dejaron allí las espuertas de oro y luego se fueron. Y los que salieron llevaban ciertos lienzos de muchos bordados tapándoles las vergüenzas y eran nervudos y fuertes, como de guardia real. Y luego entraron las espuertas del oro y nos metieron y dentro había una gran plaza y a un lado de la dicha plaza se levantaba una fuerte torre redonda, más ancha por abajo que por arriba, como horno de cocer yeso o de hacer tejas.
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