Mas, cuando hubo andado gran pieza, luego mudó de pensamiento y se tornó para con nosotros y dijo que nos dejaría y que había de ir conmigo a donde yo fuera llevando los huesos de fray Jordi y que desde aquel momento se daba a mí como esclavo por no ser esclavo de ningún otro. Y viendo su mucha fidelidad y la firmeza de su amistad y cómo honraba la memoria de fray Jordi, luego lo abracé y le dije que podía venir con nosotros no como criado ni esclavo sino como igual.
Y ya prestamente se vino la oscuridad de la noche y la pasamos sin cobijo, en un hoyo hondo que una palmera había dejado en la tierra al descuajarla el viento. Y dormí a ratos solamente y así hicieron todos porque cada cual se preguntaba en el silencio de su corazón qué nuevos quebrantos traería aparejados el nuevo día y los días venideros.
Mostrándose el alba, salimos del hoyo y comimos de lo poco que teníamos de la víspera y luego partimos, por seguir nuestro camino, arroyo abajo como si lo conociéramos, sabiendo tan sólo que los arroyos van a los ríos y los ríos a la mar. Y así anduvimos tres días sin topar ni ver a nadie, cazando un poco y andando leguas. Y al cuarto día de mañana vimos venir detrás de nosotros a uno de nuestros negros que se habían despedido. Y en llegando a donde estábamos se abrazó llorando a mis piernas y yo le dije que se levantara y hablara. Y él, entre gemidos, contó cómo los habían tomado los negros del Rey Monomotapa y los habían hecho esclavos, pero él había conseguido escapar. Y que había sabido, por parlas con los negros guardianes, que aquel Monomotapa era el gran señor de las minas y cada año necesitaba muchos esclavos para trabajar en los pozos. Y que este Rey sacaba oro y cobre y marfil que vendía a los moros y a gentes extrañas de muy lejos llegadas en casas de madera que flotaban sobre las aguas. Y había sabido que para llegar a donde la tierra acaba y hay sólo agua había que caminar más de cien jornadas. Y toda aquella tierra era del Rey Monomotapa.
Y luego que esto dijo comió algo y no quiso quedar más con nosotros pues temía que sus guardas vinieran en su seguimiento y así prosiguió adelante en su camino en busca de los otros negros que a sus tierras regresaban.
Con esto quedamos muy espantados de ver que si topábamos con tanta copia de gente armada como él decía que se juntaba, no escaparíamos fácilmente de la muerte. Y determinamos no seguir por el valle sino antes bien meternos por caminos más ásperos y difíciles por los montes fragosos donde no fuéramos vistos y donde más a salvo pudiéramos llegar al mar. Y desde que nos metimos por los cerros pasaron otros quince días antes de topar con persona y cada día caminábamos hacia donde sale el sol y nos deteníamos poco y a la noche dormíamos donde nos tomaba, mal aposentados pero contentos de estar vivos cuando tantos que quedaban atrás habían muerto.
Y acaeció que un día estábamos descansando en la hora de más calor cuando oímos una gran grita de negros y nos asomamos a ver qué pasaba y vimos a tres guardas negros con gorros de palma en las cabezas que iban en pos de otro que velozmente huía monte arriba. Y el que escapaba iba tan en cueros como su madre lo echó al mundo y los otros llevaban taparrabos y aunque tenían venablos en la mano y llegaban cerca dél no le tiraban porque querían cobrarlo vivo, en lo que entendimos que sería esclavo huido. Y como más negros no se veían venir por allí, fuimos de un acuerdo de socorrer al que escapaba con lo que armamos las ballestas y nos acercamos a los guardas por entre las matas y peñas, con gran recaudo y celada, y, cuando estuvieron a tiro, les mandamos a cada uno su virote de lo que murieron luego. Y el que huía, viendo que le hacíamos merced, dejó de correr y se vino a nosotros temeroso y luego se tiró al suelo de rodillas y se echaba puñados de tierra y hojas en somo de la cabeza, que es señal de sometimiento y humildad entre los negros. Y luego yo le dije al Negro Manuel que lo alzara y el otro, que nunca gente cristiana viera, abría mucho los ojos como si estuviera soñando, a la blancura de nuestros rostros y a las barbas luengas que traíamos que, aunque blanqueaban ya, todavía eran algo bermejas. Y luego el Negro Manuel le dio parla de quiénes éramos y él le dijo en su media lengua, que aún toda no entendíamos, que había escapado de una mina de oro que se llamaba Samori y que se había venido a las montañas cuidando juntarse con algunos negros huidos de los que en las espesuras vivían y se hacían bandidos. Y que los dichos bandidos tenían por jefe a uno que había sido esclavo y que se llamaba Tumbo. Y el dicho Tumbo le hacía muy cruda guerra a las gentes del Rey Monomotapa, matándoles los guardas y robándoles las viandas y el oro. En esto le dimos a comer al negro y él volvió a donde dejaba los muertos y les tomó ciertas ropas y un par de venablos y se fue sin volver la cara, dando muestras de mucho desagradecimiento y mala crianza. Y nosotros no nos demoramos más que lo justo para arrancarles los virotes a los cuerpos yacientes de los muertos y luego seguimos a buen paso por excusar encuentros con gente más fuerte si luego los mandaban a buscar a los que habíamos matado.
Y después de aquel suceso anduvimos otros pocos días sin llegar a parte alguna hasta que cierta atardecida vimos sobre nosotros, bajando del monte, de más alto de donde estábamos, a tan gran copia de negros armados que parecía que salieran como escorpiones y arañas de debajo de las peñas. Y sin decirnos palabra ya nos tuvimos por gente muerta. Mas luego vimos que el que venía delante de ellos y parecía su mandamás levantaba los brazos haciéndonos señal de paz. Y los otros no traían los venablos terciados como a batalla y no se retraían de nuestras ballestas sino que caminaban muy francamente en derechura a donde estábamos, sin recelo ni prevención. Y después vimos cómo delante de ellos venía aquel negro que salváramos los días pasados y él se reía y movía mucho los brazos por qué lo conociéramos y daba voces que era él. Y con esto notamos que aquéllos serían los bandidos que decía que iba buscando y ya sin reparos nos llegamos a ellos y el que venía delante se tocó el pecho y saludó y dijo que era Tumbo, a lo que yo respondí diciendo mi nombre y ya quedamos amistados. Y luego bajamos con ellos al llano y anduvimos dos leguas un barranco arriba, camino el más estrecho y fragoso del mundo hasta que vino lo oscuro y se hizo de noche y dormimos sin encender fuego. Y a otro día de mañana Tumbo dijo que él nos ayudaría a llegar al mar y viendo que no había malicia en él y que conocía aquella tierra, luego nos dejamos guiar por él.
Y a otro día mediado llegamos a una montaña apartada y cubierta de espesa arboleda y tomamos el camino pedregoso de una torrentera y de vez en cuando veíamos negros armados que eran los guardas y velas, en lo que conocimos que estábamos llegando a donde Tumbo tenía su posada y pueblo. Y casi en lo alto de la montaña topamos con algunas chocillas y cuevas debajo de los árboles de las que salían mujeres con las tetas al aire, como las negras suelen ir, y daban muchos gritos y saltaban y hacían alegrías de ver volver a sus negros sanos y rientes. Y luego se vieron viniendo detrás de nosotros y con ellas gran copia de niños chicos y grandes, todos en sus cueros, con mucha curiosidad y algarabía y éstos se llegaban a mesarnos los cuerpos y las barbas por la novedad.
Pero Tumbo se volvió luego y dio un bufido y los espantó a todos, más por alardear y enseñarnos su mucho mundo que por excusarnos de la molestia que nos hicieran. Con lo cual seguimos subiendo hasta una cueva grande que se abría en somo de las peñas, dentro de la cual había otras chozas y corrales de palos. Y allí se criaba aprisco de cabras y había muchas talegas de harina encima de unas tablas que al verlas nos dieron conformidad a nuestros corazones porque hacía más de un mes que no catábamos harina. Y luego salieron mujeres y estuvieron guisando muy bien de comer y fuimos muy bien servidos así de carnes y conservas como de otras muchas frutas verdes y secas, cuantas según el tiempo se pudieron haber. Y nos aderezaron buena posada en una choza de aquellas. Y en un aparte vino a mí Andrés de Premió, que a mi lado se sentaba, y dijo: "Paréceme que debiéramos darle alguna ballesta al retinto éste, porque no hace más que mirarlas y pienso que acabará por pedírnoslas". Lo que yo tuve por de muy buen juicio y acuerdo porque dándoselas de nuestro grado lo obligaríamos más a hacernos merced.
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