Indicándolo con la mano, Liova comentó que el pueblo de pescadores que se veía en la costa se llamaba Büyük Ada, y las palabras del joven lo devolvieron a la realidad de un islote cubierto de pinos y punteado por algunas construcciones blancas. Fue entonces cuando, tentando al destino, preguntó si podían bajar para almorzar allí: casi sin pensar agregó que le gustaba aquel lugar, pues sin duda había tranquilidad para escribir y buena pesca para probar los músculos. Natalia Sedova, que lo conocía como nadie, lo observó y sonrió: «¿Qué estás pensando, Liovnochek?»…
La mujer lo sabría solo una semana después y se sintió feliz: se iban a vivir a Büyük Ada, el más grande de los islotes del archipiélago de los príncipes desterrados.
No les había resultado difícil encontrar la casa apropiada para sus necesidades y bolsillos. Erigida sobre un pequeño promontorio, a unos doscientos metros del embarcadero, sus dos niveles parecían alcanzar más altura y poner el histórico Propontis a disposición de sus moradores. También habían valorado el hecho de que la edificación estuviese rodeada por un tupido seto que facilitaba la vigilancia, encargada a dos policías enviados por el gobierno y a unos jóvenes franceses, correligionarios de su seguidor Raymond Molinier. En realidad la villa, propiedad de un anciano bajá turco, estaba tan arruinada como su dueño, y Natalia Sedova se vio obligada a subirse las mangas para hacerla habitable. Entre todos -incluidos policías, vigilantes y hasta periodistas de paso- limpiaron, pintaron y acondicionaron los espacios con los muebles necesarios para comer, dormir y trabajar. La provisionalidad con que se acomodaron en aquel refugio se advertía en la ausencia de objetos destinados a embellecerlo; ni siquiera había un simple rosal en el jardín: «Plantar una sola semilla en la tierra sería como reconocer una derrota», había advertido Liev Davídovich a su mujer, pues aún tenía la mente puesta en los centros de la lucha a los cuales, más pronto que tarde, pensaba que lograría acceder.
A lo largo de aquel primer año de exilio, la tarea más engorrosa a la que se enfrentarían los custodios encargados de la seguridad del revolucionario había sido la de lidiar con los periodistas empeñados en arrancarle primicias, la de recibir a editores venidos de medio mundo (quienes le contrataron varios libros y abonaron generosos adelantos capaces de aliviar las tensiones económicas de la familia) y la de verificar que los seguidores y amigos que comenzaron a llegar fuesen quienes decían ser. Al margen de esas intromisiones, la vida en una isla perdida en la historia, habitada la mayor parte del año solo por pescadores y pastores, resultaba tan primitiva y lenta que cualquier presencia foránea se detectaba de inmediato. Y, aunque prisionero, Liev Davídovich se había sentido casi feliz por haber hallado aquel lugar donde jamás había circulado un auto y los traslados se hacían como veinticinco siglos atrás, a lomo de burro.
Apenas instalados, el exiliado había empezado a preparar su contraofensiva y decidió que la primera necesidad era cohesionar la oposición fuera de la Unión Soviética, aunque pronto comprobaría hasta qué punto Stalin se le había anticipado, encargándole a sus peones de la Internacional comunista la tarea de convertir a su persona y sus ideas en el espectro del mayor enemigo de la revolución. Como cabía esperar, fueron pocos los comunistas europeos que se atrevieron a asumir la herejía «trotskista», más cuando no parecía reportar ventajas prácticas y, con toda seguridad, conducir a la inmediata excomunión del Partido y hasta de las filas de los luchadores revolucionarios. No obstante, Liev Davídovich insistió, y descargó sobre los hombros de su hijo Liova la organización de un movimiento oposicionista, mientras él se dedicaba a trabajar personalmente con los seguidores más notables. El resto del tiempo lo dedicaría a la redacción de una autobiografía comenzada en Alma Ata y a reunir información para una planeada Historia de la revolución .
Entre los visitantes que recibió en aquellos primeros meses se contaban sus antiguos camaradas Alfred y Marguerite Rosmer, los siempre políticamente enrevesados Pierre Naville y Souvarine, y el impulsivo Raymond Molinier, que, con el mismo entusiasmo con que podría haber emprendido una excursión veraniega, había traído a rastras a su esposa Jeanne y a su hermano Henri. Pero los primeros en llegar, como cabía esperar, habían sido sus buenos amigos Maurice y Magdeleine Paz, a quienes no habían vuelto a ver desde que los Trotski fueran expulsados de Francia, en plena guerra mundial. El arribo del matrimonio, cargado de quesos franceses, trajo un soplo de alegría, envuelta en la certeza de una libertad que les permitía el lujo de recibir a viejos camaradas. Durante el año de la deportación en Alma Ata, los Paz habían sido sus representantes en París y habían viajado a Prínkipo para poner al día cuentas y deberes, y para reafirmarle su solidaridad a prueba de adversidades.
Una de las conversaciones sostenidas con los Paz cobraría una dimensión extraña unos pocos meses después, cuando Stalin rompió la barrera sagrada de la sangre. Había tenido lugar una tarde de principios de mayo, cuando Natalia, Liova, Maurice, Magdeleine y Liev Davídovich, antecedidos por la perra Maya , habían bajado hacia la costa para disfrutar de la brisa de la tarde en compañía de una garrafa de un tinto griego, mientras los policías turcos preparaban una cena a base de pescado y marisco, a la manera otomana, aderezada con especias. A causa de los excesos cometidos en el acondicionamiento de la villa, Liev Davídovich sufría un ataque de lumbalgia que apenas le permitía avanzar en los diversos escritos en que andaba empeñado. Bebidos los primeros vasos de vino, los Paz habían dado rienda suelta a su entusiasmo por la posibilidad de poder luchar junto al mítico Liev Trotski, congratulándose por el hecho de que el exiliado que en 1929 miraba una puesta de sol en Prínkipo, no era igual que aquel de quien se habían despedido en el París de 1916, cuando se movía como una voz exaltada pero sin filiación precisa entre las tendencias de un movimiento clandestino por cuyo éxito muy pocos apostaban. Ahora era el Desterrado, conocido en el mundo como el compañero de Lenin, el líder de la insurrección de Octubre, el victorioso comisario de la Guerra y creador del Ejército Rojo, el animador de la III Internacional, que fundara con Vladimir Ilich, dijeron. Incluso Maurice, quizás convencido de que su anfitrión necesitaba levantar el ánimo, le recordó que su persona había estado a unas alturas de las que no era posible descender, desde las cuales no le estaba permitido retirarse, y se dedicó a exaltar su responsabilidad histórica, pues ningún marxista, tal vez a excepción de Lenin, había tenido jamás tanta autoridad moral, como teórico y como luchador. Y había concluido: «Su rival es la Historia, no ese advenedizo de Stalin que en cualquier momento va a caer por el peso de sus ambiciones…».
El desterrado trató de matizar aquella grandeza histórica, recordándole a su partidario que, además del dolor de espalda, no tenía nada tras de sí. La hostilidad que lo rodeaba era infinita y poderosa, y su principal conflicto era con una revolución que había llevado a triunfar y con un Estado que había ayudado a fundar: aquella realidad le ataba una de las dos manos.
A pesar de exaltaciones como ésa y de las pruebas de afecto que cada día le llegaban con la correspondencia, Liev Davídovich sabía que aquellos seguidores no tenían las cicatrices que solo pueden dejar los combates reales. Por ello, en silencio, seguía confiando el futuro de su lucha a las deportaciones de oposicionistas que sin duda ordenaría Stalin; el temple de esos hombres curtidos por la represión, la tortura, los confinamientos, con sus convicciones intactas, fortalecerían el movimiento.
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